IV
Quisiera decir que sé quién habla,
qué dejé en Buenos Aires, en el tren,
y qué se ha ido tragando el desierto.
Pero la ruta es un desgarro constante
y a la vera quedan palabras, recuerdos,
ropas, incluso partes de mi cuerpo;
ya no sé qué o quién pelea contra el viento
bordeando las costas que desconozco.
Qué digo, qué quisiera más que este ritual
en que soy el sacerdote y la víctima,
la flecha y el blanco, el hierro candente,
el herrero y acaso también la fragua.
Vivo, muerto o agónico, nada hay
que no arrastre tras de mí en la ruta,
en este carnaval que posterga el final
mientras pueda imponer voluntad al paisaje.
Supongo que da más o menos lo mismo
padecer sobreabundancia o vacío,
sino que lo digan las ballenas, por quienes
me desvié de la recta interminable;
su canto, espero, me dará los indicios
que me niega el murmullo mecánico,
y armonías que llenen la estepa vacía.
Siempre errantes por rutas que me están vedadas,
se llenan de aire y sobreviven profundidades
donde el peso de la materia aplastaría
todo lo que no es suficientemente sólido.
Y sin embargo triunfan, y al subir,
su aliento marino es un grito de júbilo.