V

El otro incendio – 4

     Aprisa, más aprisa: disuelvan tus ojos
     la helada noche que duerme la mente;
     desentumezcan tus pies, reviva la marcha.

Recuerdo una noche de tormenta en otoño:
la lluvia sepultó las sobras del verano
que aún quedaban en las mesas de los bares;
en torno a mi torre caían tantos rayos
como si la apuntara un artillero ebrio.
El agua empañaba el aire y cada tanto,
amenazante, un relámpago rasgaba
las nubes y el velo que cubre la ciudad.

     Aprisa; los días son aquí breves
     y aún queda mucha estepa por delante

A la mañana, los árboles, casi muertos,
apenas se insinuaban tras un muro grisáceo,
y una amenaza, indefinida, rehuía
a mis ojos para no colapsar en una forma.
Veo la niebla avanzar implacable,
sorda a los ladridos de los perros,
y ni siquiera mis latidos, tan lentos,
podrán evitar que llegue a mi ventana.

     Aprisa, que amanece y nada puede evitarlo.

No hay tiempo que perder —agarro
mi escaso equipaje— arreglo cuentas
—compro algunas provisiones— no
hay tiempo que perder
—ya va,
quedan muchas leguas, no puedo
enfrentarlas sin municiones— no
hay tiempo que perder
—entiendo,
el océano tiene hambre— y yo sed.

Sí, la sed; creí muerto al sol, y helo ahí,
cual mancha de sangre que no se borra.
Sea. De vuelta a la ruta, al laberinto
perfecto, rectilíneo, insoportable.
Pero ya no avanzo sobre un vacío,
ya no soy la navaja que corta el desierto
separando con fuego la nada de la nada
como un demiurgo que prepara su arcilla.

La estepa es otra; la lluvia ha colmado la aridez
y lo que fuera un abismo angustiante
bulle ferviente como un pozo de brea.
He aquí las selvas que poblaron mi valle
–es mi mente las nubes, yo la tormenta–
y ahora latitudes imposibles engendran
orquídeas, mientras oculto en la espesura
acecha lo innombrable en la piel del jaguar.

     Aprisa: aunque la ciudad es una pira
     en la memoria, arde otra llama en los hornos
     del Cabo; no podemos dejar que se apague.

Los horizontes mismos se expanden:
sobre el mar atlante carabelas fantasmas
de velas negras y madera pálida
recorren la costa en busca de un paso.
Al oeste, dos alas navegan los cerros
regando las cimas con sangre solar
y plumas negras, que al negar la muerte
prometen mudas: todo habrá de renacer.

     Aprisa: Magallanes espera en su estrecho;
     acaso su nave señale un camino.

Pero leguas más tarde la costa se quiebra,
y entre sus grietas caigo a una ciudad
cabalgando sobre galones combustibles
que a duras penas puedo controlar.
Una chispa, finalmente, los alcanza,
y la hueste de imágenes que arrastro estalla
dejándome un escombro del que huyen todas.
     Aprisa, más aprisa.

El otro incendio – 6