VI
Estoy en una caleta donde no para
nadie. Me refugio en una estación.
Busco un lugar junto a la estufa.
Delante tengo una novela, un tostado
y un largo desvelo que no traerá descanso.
Acaso no pueda ni convocar la aurora,
y la noche se prolongue hasta apagar incluso
las memorias que tengo de otros lugares.
Lugares y tiempos llenos de luz.
De niño, recuerdo que amaba la cocina
de mi casa, la maravilla de ver
cómo metían cosas extrañas al horno
y sacaban otras con aromas tan ricos
que saciaban el apetito aún antes
de comerlas, manjares cuyos sabores
persisten, imborrados, en mi paladar.
Llegué a pensar que yo mismo estaba crudo,
y que hacía falta que un horno de otra especie
me sometiese al calor y, sobre todo,
a la presión necesaria para endurecerme,
y eliminar lo superfluo, y así, al salir,
ser un filo tan agudo que, lanzado
del arco tensionado de mi cuerpo,
surcara el aire hasta cortar el velo.
Y la verdad nunca supe si había un blanco
para mi flecha, ni si tras el velo había
fuego o solamente la nada. En mi mente
sólo existía el horno –se arreglaría
lo demás por su cuenta–, y tras decidir
que los cerros en derredor no bastaban,
volví la espalda al volcán y el rostro al destierro,
la única senda que gritó mi nombre.