VIII
Ex nihilo: así como comenzara todo,
así debe recomenzar cada vez: saca
de la noche el sol el fuego que hace brillar
a la luna; deme así el desierto la fuerza
que he menester para conquistarlo y a mí
mismo, y así termine de mutar en aquel
cuya carcajada sea capaz de elevar
ciudades sobre la faz del océano.
Pasan los pueblos –Fitz Roy, San Julián,
Río Gallegos– y los devuelvo a la nada.
Ya casi no queda continente; ya casi,
no, ¡aquí estás!
Pensaba que no ibas a llegar
Marinero, ¿no escuchabas acaso
el tronar de los relámpagos en la estepa?
¿Quién podía ser sino yo? ¿No recordás?
¡Yo estuve con vos en los barcos en Milas!
Lo recuerdo bien, pero eso fue hace mucho tiempo,
y el mar ahoga todo sonido ajeno a sí;
de no atisbar cada tanto la costa violada
de riscos, ya hubiese olvidado la tierra firme.
Crucemos, que hay poco tiempo y el agua está brava;
a los dos todavía nos quedan muchas leguas
que recorrer antes que se haya ido la luz.
Está empezando a helar, tomá un poco de aguardiente.
Gracias, pero el mar aún no enfría mi ardor.
Tomá, no seás necio, que enfurece el viento
mientras uno va bajando por los paralelos.
Bueno, no importa, dame la botella.
Con los meridianos nada pasa. Sólo cambian
algo la hora y los ojos de los hombres. Es todo.
Los tuyos están sembrados de angustia. ¿Qué ocurre?
Aún no encuentro la sima donde muere el océano.
Diría que agoté cada una de las olas,
y sería mentira, aunque el aire salado
carcomió esta carne hasta el hueso.
Lancé la piedra de mí mismo y fallé:
el tiempo es un círculo donde se tuerce
todo anhelo. Hace siglos perdí la vía recta
o me perdió ella a mí; da lo mismo.
Listo, llegamos a la otra orilla.
¿Tan lejos caíste, Magallanes, tan lejos
de vos que apenas puedo reconocerte?
Curva es tu espalda, y fría tu sangre.
Dame el puñal; tomá vos la agonía,
tomá al menos el filo y la hora en que
te desangrás.
Gracias, ¿y mis marineros?
Los verás de nuevo, aunque eviten tu suerte.
Buen viaje. Ojalá se pierdan todos.