IX

El otro incendio – 8

Aquí muere el gemido y la ruta, aquí
se agolpa en la sangre la imposibilidad
de seguir, detenerme; aquí llego,
maldito y sangriento, a Finisterra,
destino tan provisorio como el resto.
Así debe ser, y de todos modos,
ya he permanecido bastante tiempo en tierra;
¿cómo negarme más tiempo al océano?
Buscan entre el muelle a tu asesino;
pero ya mudé la piel que gentil
te dio muerte, y esa cáscara seca
dejé como se dejan las ruinas que fueran
un hogar; como se deja la ciudad
cuyas brasas devinieron ceniza;
como dejo ahora el continente caduco
en una barca que burlona esquiva
los escombros del furioso naufragio
de tanto ardor, tanta distancia, tanta sed.

Sombrío murmura el mar, oscuras sus olas
ocultan senderos equívocos, eclipsa
el trueno las voces que trae el viento;
y entre el tumulto, ¿sabrá la visión
hallar la ruta que cruce el ocaso
y ascienda las estrellas una por una
para así llegar al zenit del cielo
y trasponer el umbral que me lleve
más allá del último límite de la mente?
¡Marinero, esto es lo que olvidaste:
las sendas son y siempre serán curvas!
Nos toca a nosotros labrar la vía recta;
y sólo hay una, y lleva a lo más hondo,
a estas latitudes que aniquilan toda duda,
donde un océano devora a otro
y los caminos se parten irrevocables;
donde el fuego y el aire suben liberándose
y el agua y la tierra caen como lastres.
Hundido el barco, observo en suspenso
el huracán y el maelstrom, espirales mellizas
que disputan mi suerte: ahora lo sabré.
Ya no hay velo, y de nada sirve la máscara.
Mi nombre ya no es mío. El espejo está roto.
Ahora conoceré como fui conocido;
ahora, cara a cara, contemplaré mi rostro.