A mi primo Ricky, in memoriam

I

Los guardianes del universo, listos
para combatir al único, al eterno, al ínclito
Poseidón, caminan por la playa. Alrededor suyo
se asolea gente sin imaginación —mezcla
de josefinos venidos del Valle y gringos
que escapan de las inclemencias del norte—
pero ellos no los ven, no se inmutan. Su misión
es clara, como el cielo despojado de nubes
de Guanacaste: derrotar a Poseidón
de una vez por todas (o al menos por un día)
y volver a su cauce al gran océano,
el inmenso Pacífico que tan a menudo
traiciona su nombre y amenaza con rebalsar
las costas que, desde el Bering al Cabo de Hornos,
no terminan de ceñirlo a sus límites. Derrotarlo,
y que el caos acuático vuelva a su lugar
y cese de amenazar con un nuevo diluvio.
Derrotar a Poseidón, y también de paso
liberar a Atenea, porque en estas historias
siempre hay que salvar a una chica, aunque
no es en eso en lo que piensan. Piensan
(pensábamos) en la batalla, el triunfo y la gloria.
Y en la diversión. Así caminan, los guardianes
del universo, y su propósito es firme
como el horizonte. El sol se acerca a su zénit
pero ellos ven nítidas las constelaciones que,
animé de por medio, les dan la identidad
necesaria para desafiar al mar: Pegaso
el más grande (vos), Fénix el del medio (yo),
y el más pequeño (Beto) Shiru el Dragón.
Sin el bronce que visten sus personajes
en la tele, van armados con apenas
una capa de bloqueador —Helios suele ser
inmisericorde con la piel—, pero tampoco
su oponente aparece con la dorada
armadura de su encarnación japonesa:
menos amenazador, y al mismo tiempo más,
es una sucesión infinita de olas que golpea
una y otra vez la playa, como si fuese
el pelotón de avanzada que con artillería
débil e incesante sirve, más que como arma,
como recordatorio de que el conflicto sigue
latente, latiendo en la superficie misma
de la tierra, una conflagración que no tuvo
nunca una paz duradera, sino apenas
una frágil tregua, y cuyo desenlace
permanece irresuelto desde aquel momento
en que se formó el planeta.

                                                            Pero todo esto,
que pienso ahora, esos tres niños (luego cuatro)
lo ignoraban; tal vez presintieran algo
pero su atención estaba en otra cosa.
El mar, sin duda alguna, sin necesidad
de llamarlo Poseidón; ellos mismos, primos
y hermanos, y la alegría del juego compartido;
pero antes que nada la narración, la posibilidad
de escapar a otro mundo, o más bien crearlo;
la capacidad fantasiosa que, en un esfuerzo triple,
podía imponer a ese mundo de hoteles y confort
otro universo donde la lucha y la gloria
tenían sentido, y hacer de esa playa un Valhalla
en miniatura (y sólo gracias al animé
teníamos idea de qué era Valhalla). Cuatro
o cinco horas, así, se iban en un abrir
y cerrar de ojos, dedicados nada más
que a golpear olas, como si la tierra
nos hubiese encargado vengar el agravio
diario que recibe del mar. Golpear olas:
pasarles por encima o por abajo, dejarse llevar
o resistirlas, una elaborada coreografía mental
que transformaba las idas y vueltas de la marea
en ataques y contraataques épicos, despliegue
de poderes cósmicos: el meteoro de Pegaso
las llamas de Fénix y el nacer del Dragón
partían de nuestras manos hacia el océano
para volver transformados en espuma y sal.

II

   
No era el Zodiaco el único portal de nuestra
imaginación, la única plataforma que usaban
nuestras mentes para despegar a la fantasía.
Fuimos muchas cosas, quizá demasiadas:
agentes secretos, maestros Jedi, dinosaurios;
cualquier cosa servía –carritos de carreras,
las muñecas de Diana– aunque tal vez nada
superaba a esos bloques de colores,
—negro, blanco, rojo, verde, azul—, esas piecitas
hechas para ensamblarse unas en otras y,
una por una, elevarse en torres y palacios
o transformarse en naves surcando el espacio
—cohetes, aviones, submarinos, carros de carreras,
toda la gama de máquinas que, por velocidad
y estilo, podría desear un niño. Cuatro
cinco horas de armar y desarmar, hacer
y deshacer; no, como Penélope, a la espera
de algo; tampoco, como el coronel
Aureliano Buendía, por compulsión obsesiva,
sino de pura contentera, exceso de vida,
porque en el fondo sabíamos que la gracia
no estaba en lo armado sino en armar,
no en la forma final en las manos
sino en realizar la forma de la mente, en ver
ordenarse el caos a punta de imaginación,
a punta de arrojar sobre la masa de piezas
una idea no siempre clara pero sí decidida.
Y al final qué importaba destruirlo todo
y recomenzar, como un Sísifo que gozara
con subir la cuesta sin nunca llegar a la cima;
¿no tiene, acaso, la eternidad por delante?
Así, infinitas, eran las tardes en que jugábamos
y cuando se acababa una ya sabíamos
que el nuevo día traería otra igual de eterna.

III

Me llevabas dos años y medio, eras
mi hermano mayor de hecho. Solías
ganar en los videojuegos, fuera
Mario Kart, o Smash Brothers, o los otros,
aunque con el tiempo fui limando
la distancia. En mucho éramos
opuestos: en futbol metías los goles
mientras mis tiros salían del arco;
yo leía todo el tiempo, vos perdiste
un año en la escuela; andabas metido
en los cafetales circundantes, yo
apenas me animaba tras calcular
largamente el castigo que recibiría.
Supongo que estaba bien así, eran
los gajes del oficio, o al menos
los gajes de ser vos el mayor y yo
el menor, puestos ahí para formar
o deformarnos, o para ser, tarde
o temprano, por fin descartados.

IV

No fue ese el final; aún nos vimos
y compartimos juegos adolescentes,
pero cuando hubimos crecido suficiente
no encontramos manera de recuperar
la magia; el mundo ya era el mundo,
y no era fácil imponerle nuestras reglas;
para tener poderes ya no bastaba
con golpear las olas, con proyectar
—vos, yo, mis hermanos— ese mundo de fantasía
sobre el universo más bien gris que nos recibía.
Es cierto: estaban las fiestas, las chicas,
los descubrimientos que a esa edad
parecen compensar la pérdida, al punto
que uno no la siente como tal, que uno
rechaza todo el amasijo fantasioso
que es la infancia, pero el balance deviene,
con el tiempo, más ambiguo. Tarde
o temprano nos damos cuenta: de un modo
u otro caducamos, nos rendimos,
y entonces buscamos entre los escombros
algo que nos permita recuperar algún color,
alguna chispa que atesorar en el viaje
por estas regiones frías, abstractas y adultas.

V

En el primero de todos nuestros juegos,
no éramos sino cachorros escapando
de figuras oscuras que querían atraparnos,
como en Los ciento un dálmatas,
o Piepequeño en El mundo antes del tiempo.
En tu casa, en nuestro cuarto, en tiendas
de campaña que montábamos en el patio,
cuatro perritos iban y venían
recorriendo un mundo oscuro y hostil,
menos fantasioso pero, sin duda,
más aterrador que el del Zodiaco
o cualquiera de las otras ficciones
que tomábamos como excusa para saltar
y combatir, y que fueron la ruina
de la cama de resortes de mis padres.
Quizá no era nada fantasioso, quizá
la imaginación lograba acá más bien
la iluminación reveladora y mostraba
el rostro sombrío tras la máscara del mundo.
Sabés, nunca te vi plenamente a gusto
si no era jugando —sea con legos, controles,
cartas o copas—, si no era entregado
a un mundo distinto, que fuera posible
dominar con habilidad y paciencia
y cuyas reglas fueran inteligibles
y justas, con recompensas claras
e inmediatas, cuando la recompensa
no era, como en la infancia, el juego mismo.
Ahora el mundo hostil te atrapó,
todos esos juegos no van a volver,
pero en algún lugar de la memoria
tres dálmatas te lloran con sus ladridos.