Elogio de la selva

Empieza a llover un día─
primero del mes.
Apenas una garúa, el cielo actuando
como quien no quiere la cosa.
Pero el agua persiste:
terca,
inflexible,
imperceptible,
la lluvia lava los cerros
y convierte,
poco a poco,
a la ciudad en musgo,
en hongo,
en rancia podredumbre.
Nadie lo nota:
es tan sólo una garúa,
¿qué puede pasar?
Pero las cloacas van más llenas,
y los corazones se ponen
un poco más húmedos.
Apenas comienza:
pronto ya no es garúa, sino lluvia decente;
como si en el desierto soplara una brisa leve,
que acaricia la piel humana
sin molestar a los camellos,
pero entonces sopla
un poco más:
pronto arrecia,
pronto la arena danza sobre las dunas
y ellas mismas  se ponen a bailar
hasta que se extiende
de horizonte a horizonte
y por todo el firmamento

Así la lluvia
deviene aguacero,
deviene tormenta,
deviene una cortina incesante de agua
que noche y día
cubre las casas,
las calles,
las miradas
de cada miserable habitante del valle.
Un mes en que la lluvia arrasa puentes,
ranchos, carros,
pueblos, niños;
lágrimas que se suman a las que,
negras como almas,
derraman las nubes.

Y la arena te entierra,
pero siempre podés escarbar.
El río te agarra y te arrastra en remolinos,
y pronto no podés respirar,
y te pegan los troncos
y el cerro sucio
que trae la cabeza de agua.
¿Y si todo ese mes de agua
se agolpara en un sólo día en tu alma?
Qué digo un día,
¿una hora, un instante?
Ya no tenés más sangre en tus venas,
sino lodo; más calcio en tus huesos,
sino fango; más verga entre las patas,
sino un palo de madera muerta.
No sos sino barro─
más bien: ¡un gran pedazo de mierda!
¡Y la ciénaga de tu cuerpo
engendra parásitos entre la caca!
Llegado ese punto qué vas a distinguir,
si es todo café,
un solo mar tenebroso y horrible,
un suampo de colores podridos
donde los barcos del placer no llegan.

Acaso al morir seamos polvo,
como dicen algunos,
pero mientras vivimos somos lodo,
somos algo sucio e impuro.
La vida es contaminación,
es podredumbre:
nada hay más vivo que la selva,
donde se pudren a cada instante
más cosas que en todo el resto del mundo.
Acaso seamos,
la selva y nosotros,
un mero cáncer
que engendró la lascivia en esta roca,
una enfermedad nacida
de lo que hay de voluptuoso en la materia.
Apuremos, entonces,
esta copa embarrialada hasta el final;
yo por lo menos
pienso beberme hasta el cieno de la vida;
dame, sí, mil y un veces
este naufragio
antes de condenarme a la nada, pues
¿qué soy sino la sumatoria
de fiascos, golpes,
sangre derramada,
fuerza malgastada?

Lleno estoy
de toda la mierda que acumulé viviendo
cosas de las que nadie sabe nada,
como tampoco de lo que valida
todo el excremento que tragás: los recuerdos
que dan refugio para aguantar lo que sea,
momentos
que se yerguen por sobre todo lo vivido
como los volcanes sobre este valle infame,
e igual que esas cimas soberbias justifican
cuanto se cuece en esta olla infernal,
esos recuerdos me hacen gritar:
¡otra vez!
¡Otra vez la danza de la muerte,
y otra!
¡Otra vez el valle de lágrimas,
y otra!
¡Otra vez la vida toda, la vida entera,
podrida,
infame,
nauseabunda!

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