Los dioses arden, los hombres llorarán
más los templos que los muertos. Yo con ellos:
el fuego necesita combustible,
mis palabras atizarán las llamas.
No te preocupés, Júpiter, dios mío.
Quienes afuera agitan antorchas como una jauría,
que impaciente por tener sed seca el manantial
del cual bebe, te odian tanto y tan poco como a mí,
como a su propio Olímpico que quizá no entienden.
(¿Nos hemos entendido alguna vez nosotros?)
Sobre estos escombros quizá erijan otro templo;
ya están erigiendo otro dios,
y mis ojos gastados no logran distinguirlo.
No es a vos a quién odian. Tampoco al César.
Importa la pira, no quién queman en ella.
Importa destapar las venas como si se abriera
una represa para inundar de rojo lo que la marea
homicida llegue a alcanzar; no la excusa,
en qué nombre se realizan las hazañas.
Cuando las llamas se agoten, cuando estas brasas
sean cenizas, este anhelo aún nos dará fuego.
Creelo, Crónida, esta ciudad arderá de nuevo,
y quienes hoy la destruyen querrán salvarla
cuando posean los muros que ahora odian.
Vendrá un otoño temprano a arruinar los campos,
y la primavera siguiente iluminarán Europa
las hogueras que cosechó el largo invierno.
El fuego inquisidor se derramará por el mar
y los desiertos recibirán su brillo y su espada.
¡Jerusalén, que hoy llaman sagrada,
sangrarán ellos mismos con sus manos!
Y aún hay otros mares, otras tierras. Ríos
a remontar para devorar sus entrañas.
Plagas que desatar para diezmar
valles que la luna ha amado. Llanuras
para secar en desiertos. Montañas
que saquear hasta que sean cáscaras vacías.
Oasis cargados de dátiles tóxicos,
arenas ennegrecidas por la codicia.
Mayor a cualquiera un incendio se eleva a las nubes:
la Tierra, una estepa interminable. Basta.
Son nuestros corazones, Júpiter, ese desierto
que noche a noche nos mira de la luna.
Amamos su blanca faz porque nos recuerda
el acero, y cuando se enrojece de ira
la tierra tiembla y los hombres gozan
creyendo que los cielos incitan a matar.
Los oigo venir. Son ellos las llamas.
Falta poco, padre de los dioses.
Dale a quien te acompañó hasta el final
una visión de los Campos Elíseos.
Carecés de sangre, pero no importa:
yo sangraré por los dos.
Nací en Costa Rica, ahora vivo frente al Palacio Barolo