Atravesé el bosque en la oscuridad antes del alba.
Aire maligno, quietud escarchante,

ni una hoja, ni un pájaro:
un mundo fundido en escarcha. Salí del bosque

y mi aliento dejaba estatuas retorcidas en esa luz de hierro,
pero la oscuridad se escurría por los valles

hasta que la linde del páramo, oscureciendo frente al gris clareante,
dividió el cielo enfrente. Y vi los caballos:

diez juntos, gigantescos en la densa grisura,
pétreos. Respiraban, sin moverse,

con las crines colgantes y los cascos traseros ladeados,
sin hacer ruido.

Pasé: ni un resoplido, ni un cabeceo.
Grises fragmentos callados

de un mundo gris quieto.

Escuché solitario en la cresta del páramo.
El rasguido de un pájaro se afiló en el silencio.

Detalles retoñaron lentos de entre la oscuridad. Y el sol
naranja, rojo, irrumpió rojo,

en silencio, y partiéndose hasta el núcleo arrancó y arrojó la nube,
abrió de golpe el golfo, mostró el azul,

y los grandes planetas colgando.
Me volví entonces

tropezando en la fiebre de algún sueño, bajando hacia
el bosque negro desde las cimas encendidas

y aparecieron los caballos.
                                                          Aún estaban ahí,
ahora humeando y reluciendo bajo el flujo de luz,

sus crines colgantes de piedra, sus cascos traseros ladeados,
descongelándose mientras en derredor

la escarcha mostraba sus fuegos. Pero aún no hacían ruido.
Ni un resoplido, ni una pisada,

sus cabezas colgadas, pacientes cual si fueran horizontes,
altas sobre los valles, en los aplanadores rayos rojos.

En el estruendo de calles atestadas, entre los años, los rostros,
que todavía me cruce a mi memoria en un lugar tan solitario,

entre las nubes rojas y el arroyo, oyendo pájaros,
oyendo perdurar los horizontes.

Traducción de Mario Rucavado