No hay tiempo que perder.
Roto el paracaídas
nada amortigua el golpe
excepto el brazo
que cede
y se fractura
y sin embargo
me levanto y camino
a medias enérgico,
convencido, humano,
y de nuevo veo
el vacío ilimitado.
No hay tiempo que perder
ni nada que ganar:
luego del naufragio
derrumbados
los castillos aéreos
tan trabajosamente
sostenidos
en una atmósfera
inhóspita
por un esfuerzo
supremo e inútil
no queda más
que paladear
dulcemente
la derrota.
No hay tiempo que perder
y sin embargo
pasado el látigo
de la tormenta
y la desmesura
la única sombra
del universo
es un pobre pensamiento
que oscila entre las olas
hasta que
finalmente
se apaga.
Al final
la tierra era suficiente,
Buenos Aires
suficiente;
vos, vos
más que suficiente,
aunque yo no lo fuera,
pero está bien:
la vida
lejos de tus ojos,
algo más pobre,
más aburrida, despojada
de relámpagos,
es vida;
la luna se pone
en el horizonte
y la piel todavía
suda bajo el sol.
Estar aquí
tan solo estar aquí
es espléndido.
Nací en Costa Rica, ahora vivo frente al Palacio Barolo