El mar, el mar. Soy montañés,
nací entre cerros. El mar
es un ente extraño y hostil.
En el mar, la vida es más sabrosa,
decía mi abuela, pero yo veo
agitarse una superficie engañosa
que promete la felicidad y al mismo tiempo
amenaza con destruirte entero:
se parece bastante al amor.
Oh Leviatán, al que otros llaman Capital;
oh Leviatán, de apetito voraz, metabolismo
implacable y crecimiento sideral, que supera
las más exuberantes plantas del trópico,
y las más imponentes criaturas del mar.
Ni la Hidra, cuyas cabezas crecen sin cesar,
ni la serpiente que roe el mundo, ni Xolotol,
el sabueso infernal, pueden compararse
con el pulso líquido que cubre el planeta,
la anémona de proporciones globales
cuyos tentáculos alcanzan los rincones
más ocultos del corazón humano e impregan
cada neurona de cada individuo.
¿Qué destino retorcido me llevó, Leviatán,
a convertirme en tu celebrante, a oficiar
de vigía nocturno de tus ritos, a agachar
la cabeza ante tu poder? ¿Qué azar escabroso
me entregó a tus capataces, me colocó
tus grilletes? Está bien que nací bajo tu signo,
Leviatán, como todos, pero supe huir
durante años de tus garras más tenaces.
Pude encontrar aquellos recovecos
donde se olfatea un poco más
de libertad. Pero arrastrado en tus redes
hasta la costa de la última Thule, me vi
prisionero de tu criatura, ¡oh Frankenstein!,
encerrado en sus costillas de acero
donde late tu corazón más íntimo:
la rueda del casino que gira
y gira toda la noche con sus días.