Maelstrom – 8

Durante meses no vi rastro de la medusa,
ni supe en qué región del ancho mar
nadaban sus cabellos; ningún navegante
pudo encontrar la rosa de los mares,
la flor que nace del sexo de las sirenas.
Pero algo susurraron las naves del Hansa
y creí vislumbrarla en pantanos de Holanda,
y por ríos domesticados fui subiendo
hasta las viejas murallas de Europa
donde el oro del Rin, oxidado,
gana intereses en el barro del fondo.

Llegué al reencuentro sin ayuda divina,
sin espada, sin espejo y sin Pegaso:
nos enfrentamos en un vado del río
con la esperanza de combatir toda la noche
durante noches sin fin, recibir de nuevo
la cicatriz que alguna vez decorara
mis costillas como bendición pagana
y despertar en la confusión de la carne
para iniciar otra vez el combate.
Pero la lucha fue breve, y el resultado
lo dictaron las arenas del desierto
donde moramos en otros tiempos, cuando
ningún ritual traía la lluvia y las noches
pasaban entre sábanas secas y caricias áridas.
Esos ojos que alguna vez me desearon,
que me amaron a menudo e incluso me odiaron,
ahora me miraban con la blanda compasión
de una Virgen medieval a un suplicante,
sin voluntad alguna de convertirme en piedra.

Peor que ser tragado por el maelstrom
y triturado por las corrientes submarinas,
de convertirme en el juguete
de las bestias de las profundidades
y acostumbrar mis pulmones
a respirar bajo la superficie
fue que las aguas saladas me expulsaran
como los restos de un naufragio,
fue despertar en una playa desierta
como un bicho oleaginoso, indigno del mar,
cubierto de algas y peces podridos.

Maelstrom – 10