A pesar de la gran victoria del Frente de Todos en nación y provincia, en la ciudad en la que vivo, Bahía Blanca, se reeligió a Héctor Gay, un intendente del Pro que: defiende abiertamente a la última dictadura militar, no tiene buena relación con los vecinos de los barrios ni con los empleados municipales, mantiene cerrado el Teatro Municipal (uno de los más importantes del país) para beneficio de emprendimientos privados, impuso para recaudar un sistema de estacionamiento espantoso, dejó la mayoría de los baches que había en la ciudad, le dio leche vencida a los niños de los comedores de las escuelas, taló árboles a mansalva en un espacio en el que falta verde, dijo hace poco que prefiere ser diputado que intendente porque allí nadie se fija si trabajás o no, si vas o no vas; y es el intendente más caro del país: él mismo se aumentó el sueldo hasta llegar a medio millón de pesos. Encima es medio bobo y tiene una cara insostenible.

Podrían hacerse especulaciones sobre las características de los candidatos, sus trayectorias, el modo de llevar adelante las campañas… Realpolitik, asuntos burocráticos, poco importantes comparados con lo que parece un destino tan local como feo, y que remite a una forma cultural y social determinada.

Hicimos una campaña fuerte, aceitada, nos corrimos un poco de los modelos porteños, cosa que hacía mucha falta. ¿Puede pensarse un candidato más ubicuo para esta ciudad que el que tuvo el Frente de Todos? Federico es un compañero que viene exitosamente del basquet, no empezó en el peronismo sino en el Ari, fue director del Pami, es un tipo conciliador, laburador, discreto. Con un candidato apropiadamente «bahiense», igual perdimos.

En Bahía estamos bastante acostumbrados a los éxitos de la derecha, y los que queremos otra cosa nos quejamos así: “cómo no va a ser de derecha esta ciudad si es la sede de La Nueva Provincia, el diario más facho del país”, “cómo no va a ser de derecha esta ciudad si Astiz se paseaba por la calle”, “cómo no va a ser de derecha esta ciudad si la Base Naval Puerto Belgrano, cueva de represores, está aquí al lado”, “nuestra ciudad está llena de sojeros indolentes que vienen del entorno rural”, “por algo nuestra ciudad fue un bastión del genocidio de los pueblos originarios”, etc. Yo mismo, en los 80, aprovechaba la potencia narrativa de esas justificaciones y publicaba en medios nacionales y locales artículos que alimentaban la queja. ¿Quién no se complace en diferenciarse de tal chatura y espanto?

Podrían, por otro lado, citarse algunos datos que parecen hablar de una ciudad dinámica, creativa, progresista, para nada conservadora: una tradición sindical sólida, actividad artística, cultural y científica abundante, un trabajo en derechos humanos que fue pionero en el país, ciertos emprendimientos solidarios, etc. Algunos sugieren que estas características configuran una especie de reacción compensatoria a un ambiente hostil.

Hoy no tengo ganas de volver a quejarme, más bien tengo ganas de proponer algo: ¿por qué no averiguamos de qué se trata, en que consiste en serio el conservadurismo bahiense, si es que puede hablarse de tal cosa? Tenemos gente de sobra de diversas disciplinas para al menos intentar un diagnóstico provisorio que nos aleje de nuestra cantilena quejosa que, a esta altura, parece improductiva para cambiar algo.

Imagino (permítaseme imaginar) a un grupo de historiadores, sociólogos, filósofos, comunicólogos, politólogos, antropólogos, etc. trabajando con la gente de la ciudad y sus estructuras sociales, haciéndose preguntas que los corran y nos corran de los lugares comunes habituales y facilistas. Puede parecer un experimento estalinista o puede parecer un chiste, cosa que tampoco estaría mal. Podrán decir que soy un soñador, pero nunca detendrán la primavera.