Había un par de palabras en español para eso antes de que se pusiera de moda su uso sajón. Al espoil le decían “destripe” en España y “quemarte el final” en la Argentina. Qué exagerado suena, ¿no? “Estropear” o “arruinar” es más suave que “destripar” o “quemar”, y más suave todavía si se dice en inglés o en un iglés españolizado. Suena más amable.
Pero “destripar” dice algo importante sobre la narrativa: se trata de un “cuerpo” que sólo funciona si tiene casi todas sus partes, si esas partes se relacionan de ciertos modos entre sí y están aproximadamente en su lugar. Es decir: la narración posible está acotada históricamente y es por lo tanto más o menos sabida. “Quemar”, por otra parte, también dice algo importante, pero no me voy a meter en eso hoy.
Me produce rechazo la idea misma del espoil. Es como si la gente que se preocupa porque no le espoileen una novela, una serie o una peli estuviera declarando a viva voz cierta idiotez propia y diciendo a la vez que uno, espóiler, es una especie de perverso hijo de puta.
Me puse a pensar en qué es lo que me molesta del asunto y amontoné unas cuantas ideas. Recién por ejemplo, cuando puse “idiotez” iba a poner “idiotez infantil”, pero a los niños (me consta por mí y por muchos otros niños) les encanta que les cuenten el mismo cuento (del que por supuesto conocen el final y los momentos tensos de la trama) una y otra y otra noche.
Hay que decir primero que si el espectador está suficientemente educado en la narración, nunca hay mucho que estropear cuando se cuenta el final o alguno de los momentos cruciales. La imaginación humana es más previsible de lo que parece. ¿Cuántos giros narrativos y finales originalmente sorprendentes y coherentes con la trama previa te quedan por descubrir si ya leiste a Homero y a Sófocles y a Cervantes y a Dick y a Shakespeare y a Hammet? A mi casi no se me ocurre ninguno. Ahora mismo, ninguno.
No te digo que sea obligación estudiar a Eliade, Gusdorff o Faretta, pero todos saben, aunque no lo hayan pensado, lo que es un mitologema. Todos ejercen la lógica de lo simbólico a diario. Todos saben lo que puede pasar, y es justamente por eso que quieren saber lo que va a pasar. Una cosa que le hacen estudiar a los guionistas en todo el mundo como si fuera el ABC, son las funciones de Propp. El señor Propp describió hace más de ochenta años unas formas narrativas posibles, probables y finitas, luego de haber visto que se repetían constantemente en las historias folclóricas de su país y de otros.
Ni hablar si la materia en cuestión responde definidamente a un género. Aunque las páginas de películas y los comentarios de los diarios no la tengan suficientemente clara a la hora de clasificar y comentar, todos saben que los rasgos temáticos pertinentes a determinado género van a facilitar que las cosas sucedan de una u otra manera, y no de cualquier manera.
A veces he pensado que si una obra de arte funciona, responde a cierta economía interna, a una relación calculada de las partes entre sí, y de cada parte con el todo. Una imagen que me ayuda a explicar esto es la de la constelación. El artista dispone una cantidad limitada de elementos -no hay otra posibilidad- con los que puede trazar, combinándolos mediante líneas de tensión narrativa que los relacionan, una cantidad finita de estructuras. No una sola, claro: cualquier grupo de estrellas puede dar lugar a varios diseños y muchos de ellos convivirían cordialmente en una obra. De aquí las connotaciones, la complejidad y la riqueza posible, etc.
Pero -si mi idea de la economía artística tiene sentido- no es posible cualquier diseño con los mismos puntos referenciales. Y aquí es donde aparece lo malo, lo pedorro, lo chanta, lo falsamente sorpresivo aunque profundamente temeroso: las líneas que relacionan las estrellas a veces van a parar donde no hay estrellas, o se inventan estrellas precarias que no sostienen el diseño del conjunto. La constelación se cae, o no hay tal.
Lo que no suele considerar el lector (espectador) promedio -debe ser la centésima vez que lo escribo en un texto, cada vez de diferente manera- es que el quid artístico está en la forma en la que algo se dice, muy por encima de la argumentación y la temática. Te cuento por ejemplo que un chico pobre conoce a una chica con pretensiones de rica, se enamoran enseguida, y el chico da la vida por ella. Ahora andá a contarle eso a las decenas de millones de personas que disfrutaron viendo Titanic.
Me parece ver, por otra parte, un síntoma cultural en la idea del spoil narrativo: en una época que se dice a sí misma todo el tiempo que el pasado y la historia terminaron y que no merecen ser mencionados, la gente consume más ficción que nunca e inventa palabras clave que quisieran (aunque equívocamente) custodiar el valor de lo narrativo, de la historia común. Pareciera que hay, en el entretenimiento, una reacción a la imposición cultural contemporánea que pretende que el tiempo es puro presente.
Siempre hay un estudio de una universidad yanqui que sirve para demostrar esto y aquello. En el 2011, dos psicólogos de la Universidad de California realizaron un experimento para observar si el espoil disminuye el disfrute de una ficción. A algunos voluntarios se les revelaron partes importantes de una trama que iban a conocer luego completa, a otros no. La conclusión del experimento fue que las víctimas del spóiler disfrutaron más de la obra que aquellos a los que no se les adelantó nada.
Asique ya sabés: no te estoy jodiendo si te cuento que en esa ganaron los buenos o los malos.