La métáfora es una comparación en la que se hace tácito uno de sus términos, un desplazamiento de sentido de un término a otro con el que se tiende a cierto tipo de analogía o semejanza. Lo que permite que uno de los términos sea tácito y aún así se comprenda, es la posibilidad de poner en diversos contextos la expresión.
Veamos un ejemplo más o menos clásico: “(…) que sus cabellos son de oro, su frente de campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve” (Cervantes, Miguel de. Don Quijote de la Mancha, primera parte, cap. XIII).
Sin embargo Quevedo y Arcimboldo, por ejemplo, pusieron en cuestión este recurso, tomando literalmente los términos: así el rostro de una mujer resulta una ensalada o un collage monstruso. Para hacer esta operación ideológica hay que dar al menos un paseíto consciente por la historia de lo dicho: para hacer y entender el chiste, hay que haber entendido que antes no fue chiste.
El otro día escuché esto: “le entro como el agua al Titanic”. No se trata de una metáfora en su totalidad sino de una comparación. “Le entro”, de todas maneras, funciona como una metáfora que permite, contextualmente, comprender el sentido sexual de toda la comparación. Y si no sabías qué fue el Titanic y por lo tanto no pensaste que se hundió porque se lo clavó un iceberg puntudo y luego fue llenado por el amor intespestuoso del agua, siempre podés averiguarlo.
Ahora estoy viendo una película danesa en la que la protagonista es una bien reputada señora casada que quiere tener algo sexual con (cuándo no) su hijastro, y entonces el director hace de cada escena una metáfora de eso: la señora se escapa y se mete en un bar, la señora baila, la señora se mete desnuda en un lago, la señora se echa encima gruesos e intensos chorros de agua tibia, la señora se pone físicamente agresiva, etc., etc. Al final coje con el pibe, claro, lo que explica del todo el poco secreto de la narración y, de alguna manera, lo arruina realizando la esperada catarsis.
En muchas películas y novelas hay un profesor que, abrasado por Eros pedagogo, vuelca con furor la tinta roja de sus correcciones en la página virginal de una estudiante de quince a la que se quiere garchar. Seguramente hay otros datos en esa narración que nos permiten entender como sustituto sexual la descarga enfática de tinta. O hay datos en otras narraciones similares que conocemos que nos permiten entender como sustituto sexual la descarga enfática de tinta. O hay datos en nuestra biografía que nos permiten entender. Seguramente, si sabemos un poquitito de psicoanálisis, tenemos información que nos permite completar la metáfora. También es posible que, si vivimos en esta época y en esta cultura, podamos comprender la metáfora.
La cosa es inevitabemente humana, tanto que las múltiples batallas de la Ilíada pueden entenderse como una metáfora de la calentura (sexual) que tiene Aquiles porque hay otro que le está dando masa a Helena, “cuya sola imagen pone erectos a los hombres”. En un artículo publicado en Trafkintu, cuenta Carmen un pasaje de la Biblia: a San José (un viejo de ochenta años) le salen maravillosas palomitas blancas del cayado cuando se entera de que será el esposo de María, que es muy virgen y muy niña.
Pero nosotros los (pos)modernos (como Quevedo o Archimboldo), que hemos vivido ya en la sospecha, no tenemos derecho a dormirnos en los laureles de la metáfora (sexual) tal y como ha sido dicha, no nos parece estéticamente honesto usar la tradición en su facilidad. No solamente no tenemos derecho: no nos queda otra que pensar en eso e intentar hacerlo de otra manera.