No sé si recuerdan que en el 2007 Carlos Saul Facundo Menem , hijo del ex presidente Menem, conocido como Carlitos Menem Jr., paticipó en “El Gran Hemano Vip”, un reality show que tuvo 11 temporadas, entre el 2001 y el 20016. Sin embargo, Carlitos Jr. había muerto en un dudoso accidente de helicóptero en 1995.
Los realitys siempre estuvieron medio guionados. En general, no pasaba nada que atrajera la atención de un espectador mínimamente deseoso de gracia narrativa. Este transcurrir por lo esperable, sin tensiones, casi sin historia para contar, tuvo sus deslices y su poder de verosimilitud, y se gastó. Ahora no hace falta la tele, cualquier ganso hace su propio reality on line.
Por entonces un productor de Telefé me pidió un borrador tentativo para el final de Gran Hermano Vip que no salió al aire. Se me ocurrió lo que sigue, y se lo mandé. La pieza se discutió y se ensayó brevemente, antes de que se hicera humo como en Misión Imposible.
Los mecanismos de la puesta no varían en este capítulo. La casa demoledoramente rígida y artificiosa, cámaras fijas con un poquito de zoom, swichers algo atentos, ese tinte a tubo fluorescente, micrófonos portátiles que no se sueltan ni para hacer que se coje, luc cuidado de los participantes, un tiempo pautado para cada personaje y cada momento que pudiera producir algo editoralmente aceptable.
En reemplazo de alguien, entra a la Casa de Gran Hermano Vip el primogénito conocido de Menem, Carlitos Junior. Se sabe que entra, pero ninguno de los otros participantes, ni el espectador, lo ve al pincipio ni tiene clara su presencia hasta el momento crucial. Las especulaciones de los jugadores sobre esa presencia fantasmal son confusas, entre animadas y descreídas.
Después sí se lo ve. Está en un cuarto solo, delante de un espejo. Su cuerpo semipodrido y tajeado, la piel en tonos verdes, amarronados y grises. Llleva un traje blanco de piloto de avión con blasones yabránicos hecho jirones, tiene la mirada inyectada y dura como en una película de las que hacía Corman. Y tiene Carlitos Junior un aspa de helicóptero en la mano.
Carlitos acecha a cada participante, le corta algo del cuerpo con su machete aeronáutico, cuidadosamente, sin matarlo. Cortados todos, los participantes hemorrágicos y agonizantes, aislados cada uno en rincones distantes de la casa, se llaman entre sí con voces débiles y se arrastran como pueden hacia el patio. Planos cenitales muestran el piso de la casa sin gente y sin sonido, trazado con rastros anchos rojo bermellón: una galería de arte casi contemporáneo.
Ninguno de los participantes es famoso famoso, pero serán recordados por la escena de la mutilación: si Amalia Ganata ocupa en el futuro un lugar en la memoria pública argentina, habrá de ser por la manera silenciosa en que llora y llora mientras Carlitos Jr. le rebana cadenciosamente cada nalga, como si estuviera peparando milanesas.
Rial no está: no hay cortes que den pie a sus intervenciones en estudio durante las 24 horas que dura el segmento. La voz de Gran Hermano tampoco inteviene en la carnicería. Ni bien llega, Carlitos le
vuela la cabeza en el confesionario después de rezar un pasaje del Corán. Editado, solo escuchamos las voces de los dos y los estertores de GH, mientras el monitor del confesionario pasa la cuenta regresiva como siempre.
Silencio. Y gritos. Todos los jugadores mutilados chapotean en la pileta del patio. Cuatro quintas partes del foso de cemento tienen aire y gotitas rojas. Una quinta parte del contenido de la pileta es una mezcla en partes iguales de sangre, baba, lágrimas y agua clorada. Se puede ver bien a los semifamosos retorciéndose. Los jadeos finales retumban en el hueco recreativo tapando a medias las voces, procesado que se hubo el sonido de la escena.
Carlitos, parado junto al hueco, iluminado por un atardecer producido por reflectores dorados, contempla su obra con cara de nada. Lleva una nutrida corona de pedacitos de cuerpos colgada del cuello, que recuerda sus pocos laureles conseguidos en el deporte automovilístico. Un ojo propio se le cae al agua sucia de la alberca. Revolea su aspa-machete sobre la cabeza y -como si fuera Superhijitus- se eleva a los cielos cantando la marcha peronista.