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CABEZA PARLANTE
Tengo 38 años y recientemente recuperé una experiencia. En realidad tengo 37 años, pero en dos o tres meses cumplo 38 y en rigor de verdad, tengo 38. El año que viene, lógicamente, ya podré decir, como lo vine haciendo hasta hoy, que tengo 40 años.
El tema es que, como decía, recuperé una experiencia vivida durante la adolescencia tardía, que consiste básicamente en provocarme pesadillas. Claro que esto, en un primer momento, fue un efecto secundario. Por entonces, había comenzado a padecer los dolores de espalda que todavía me acompañan. Ahora que recuerdo, en aquella época ya no soportaba el ciático; podía no afectarme por un tiempo, en el que uno hasta se olvidaba de él, pero entonces dejaba algún esbirro haciendo su trabajo como por ejemplo, la rigidez en el cuello. O mejor, la incomodidad cervical. Esa sensación de pieza suelta que genera el malestar justo cuando uno lo cree superado.
En fin, descubrí que podía mejorar algo, simplemente quitando las almohadas durante el descanso. La posición recta me provocaba pesadillas de un realismo extremo a la vez que calmaba mi malestar vertebral. La primera vez que lo practiqué, me desconcertó, pero con el tiempo se fue ganando mi simpatía. Era como tener Netflix gratis aun antes de que existiera un tv Smart, como los que conocemos hoy, o un celular personal, como el que nos acompaña todo el tiempo.
Siempre creí, y lo creo todavía hoy, que la causa estaba en el cerebelo. Según entiendo, prejuiciosamente, este se ocupa de cosas mecánicas, motoras; como del equilibrio y posiblemente de cosas que para nada tienen que ver con lo onírico, de lo cual sí se ocupa ese otro dispositivo llamado hipotálamo. Glándula hipófisis, hipotálamo, o como sea que se nombre, según se trate de un pedazo de masa o de la función que cumple, sé que regula el sueño y que tiene algo que ver con lo metafísico. Escuché; que es por donde se desprende el alma cuando uno muere; que ciertas religiones lo conocen como un tercer ojo; que incluso su fisonomía se puede identificar con un famoso ojo egipcio; etc. Pero todo esto ya lo saben y nada suma. En todo caso, ahí adentro, no hay un sólo motor que nos incumbe sino que son varios sistemas, con varias piezas, con su trabajo específico cada una. Yo, como decía, siempre ubiqué este desarreglo del sueño atrás, y no al frente, por contar con evidencia empírica suficiente.
Como todo, a fuerza de uso y de costumbre, se aplacó y se fue perdiendo. Llegué a extrañar mis ciclos de ficción hiperrealista. Luego de un tiempo, recuerdo que comencé a volver al uso de almohadas, por no registrar alivio, y no sólo no empeoró mi situación espinal sino que, cada tanto, disfruté de algún que otro sueño extraño.
Entonces. Ahora estoy acostado, con 38 años, y recupero – fortuitamente y por las mismas razones que la primera vez- mi capacidad de provocarme pesadillas. Por lo pronto, anoche pude ver, al ras del suelo, a un hombre destruido por algún vehículo de gran porte que, al parecer, lo habría aplastado dejándolo agonizante. Sólo la cabeza le sobresalía y, con reclamos, se dirigía a un ocasional transeúnte que, aún queriendo ayudarla, se encontraba paralizado por no entender cómo una huella gigante de cubierta, en la tierra, podría ser el cuerpo de esa cabeza parlante y quejosa. Estuve tentado de intervenir pero eso hubiese implicado la ruptura de algún tipo de cuarta pared. La cuestión es que, por más que revisé, no vi señales de sangre. Uno de los hombres que se encontraban ayudando, luego me enteré de que habían logrado salvar al fenómeno, me dijo, cuando todo terminó, que, al intentar mover la cabeza, esta los maldijo por manipular esa tierra que, aún sin rastros de sangre, formaba parte de su cuerpo. Alguna explicación referida a la humedad, el aire, la coagulación, había.
Seguidamente tuve otro sueño en el que androides al estilo blade runner, perfectamente antropomórficos, convivían con humanos. No recuerdo bien cómo – al despertar, las historias, imágenes, sensaciones, se van perdiendo, no de golpe, pero sí indefectiblemente con el transcurso de la vigilia y vivencias extremadamente complejas desaparecen por completo sin dejar rastros – me encontraba de forma omnisciente en el vagón de un tren en altura pero a su vez subterráneo. Un hombre, era humano, convencía a una mujer androide, que lo conflictuaba evidentemente, de sacar la cabeza por la ventana. Se tomaba el trabajo de disimular sus intenciones escuchándola y entonces, identificando estructuras que pasaban muy espaciadamente pegadas al vagón, le pedía que le dijese qué número de andén figuraba debajo del soporte estructural de la vía. Sentí subjetivamente el movimiento vertiginoso de ella al exceder con el torso los límites de la ventana en busca del número. No recuerdo mucho más en este momento y probablemente no lo haga en adelante. Lo cierto es que cuento con esta nueva-vieja herramienta que puede generar las ficciones más inesperadas y desconcertantes. Incluso una peste mundial.
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UNA FOTO, el piquito de la botella.
Por suerte vivimos alejados del centro y, al menos al comienzo de la cuarentena, pudimos contar con mucho espacio para caminar por los márgenes de la ciudad. Es verdad que al principio no salíamos prácticamente, salvo para hacer compras y por turnos, pero no sé si fue mucho tiempo, o pasó hace mucho, o fue más o menos extenso. Todo fue renovándose; aislamiento, expectativas, conocimiento y demás. Esto hizo, creo personalmente, que el año se pase muy rápido. Menos organizadamente.
Más tarde decidimos empezar a dar paseos a pie por estas calles de tierra. Estas lomas desde donde se ve casi toda la ciudad; todas las costas del estuario desde Cerri hasta Punta alta pasando por White. Romina pareció descubrir por primera vez el castillo en el horizonte y yo hice lo propio con el reflejo de las aguas al oeste, allá por Cerri o Maldonado seguramente. De a poco fuimos viendo esporádicamente algo de gente. Facundo, desde que nació en febrero, no vio casi a nadie. O si vio fue simplemente eso. No tuvo mucha oportunidad de vincularse con otros. Eso de a poco lo estamos solucionando. Hoy tiene 8 meses y medio, adoptó algunas rutinas y reconoce algunas voces.
Se ve que los bebés vienen con algún tipo de inquietud innata que los arrastra justamente hacia el movimiento, la acción. Sea vértigo, velocidad, iluminación, sonido, todo lo atrae, al menos en este caso, a Facundo. No mucha gente lo conoce en persona y es por eso que casi a diario compartimos alguna foto. Nunca lo hubiese imaginado. Estoy muy identificado con la actitud de mi tía, quien huye a la cámara cada vez que puede. Desde chico es muy difícil que yo mire de frente a la lente sin desviar, aunque más no sea, la mirada. Alguna vez escuché que los indios temían ser fotografiados. Algo que ver con el robo del alma, tenía.
Otra gran característica de Facundo es que juega con cosas que no están pensadas para niños. Bolsas, latas de cerveza, tapitas de botellas de agua estilo deportivas, teclados, rollos de servilletas, etc. Desde chico, estas cosas lo calman cuando, vaya a saber porqué (sueño, dolor de panza, caca o hambre), llora o está inquieto. Las soluciones más sencillas, fuera de la comida o cambiar el pañal, son salir a caminar, andar en auto, darle algo entretenido, etc.
Se hace entender bastante bien cuando quiere. Para las caminatas tengo una mochila frontal en la cual puede colgar cómodamente y que llevo porque nos da una especie de independencia, el uno del otro, y así disfrutamos de la mutua compañía.
La subida, a un par de cuadras de donde vivimos, es bastante pronunciada y, en cien metros prácticamente, uno se encuentra en lo más alto de la ciudad. El piso rocoso, polvoriento, se mueve a cada pisada y hay grietas del paso del agua que cambian todo el tiempo el recorrido. Una vez arriba, el cielo, la tierra, las motas y pastizales pueden representar una tarde cualquiera de un capítulo de breaking bad.
Estas caminatas se extienden más o menos, pero ya cuentan como una rutina para los dos. El marco es bien contemplativo y mientras duran hay detalles que me permiten diferenciar unas de otras. Todas terminan igual. Facundo dormido colgando cómodamente en la mochila. Algunas veces juega con su uña rascándome, otras chupa un broche de la mochila o lo manipula finamente con sus dedos; otras, nos paramos cerca del guardarrail y miramos, o miro, el mar o el reflejo del sol en el mismo o en la cantera, las sombras alargadas, etc.
Y en eso me encontraba yo, a la mitad de mi vida, con este muñeco que sin necesidad de llorar me pedía ir a dar una vuelta. Ya los días eran más amables desde lo climático y decidí subir la loma con él.
Esta vez lo que hizo la diferencia, lo recuerdo todavía, debe haber sido hace casi dos meses, fue que Facundo se adueñó de mi botella de agua. En realidad de la tapita en la tapa de la misma. Con dos dedos la abría y cerraba todo el tiempo, mientras yo subía la pendiente. Me di cuenta temprano de esto y subí la botella para que le quedase al alcance de su mano .Como siempre disfruté de la vista, el calor del sol, el vientito, todo. En un momento sentí que estaba recordando todo esto en el sentido de “acuñar” el momento. Ya caminaba muy lentamente porque él se había dormido y porque no había ningún apuro. Le cubría la cabeza, que apoyaba en mi pecho, y me dio gracia ver cómo con su mano derecha levemente levantada tomaba aun con dos dedos la tapita de la tapa de la botella. Parecía el gesto de una abuela sentada y semidormida en el colectivo descansando su mano en la bocha de un bastón, o el cabo de un paraguas erguido. Empecé a bajar la loma con este cuadro en la mente, sosteniendo de todas las formas posibles a mi hijo y sintiendo, muy claramente, que en realidad lo que estaba pasando era exactamente lo opuesto.