Hasta hace un tiempo me entusiasmaba el recorrido: moverse a bordo de un barco tenía algo de exótico, y había un cierto olor del túnel en el puerto de Colonia que me llevaba a un recuerdo feliz en una piscina de mi infancia. Con los años, cruzar el Río de la Plata se convirtió en hacer siempre el mismo viaje. 

Siempre me encuentro con algún conocido que no tengo ganas de saludar y me concentro para que no se crucen nuestras miradas, aunque también con alguno que me da alegría ver. Siempre hay un grupo de compañeras de trabajo que toman mate en un recipiente de silicona fucsia. Siempre hay un grupo de señores chetos que se compran whiskies caros en oferta y hablan sobre marcas de whisky durante todo el trayecto. Siempre hay niños uruguayos entusiasmados con conocer Argentina y niños argentinos que preguntan si en Uruguay hay tal cosa o tal otra, como si estuvieran yendo a otro planeta. Siempre hay parejas jóvenes con mochilas gigantes que se quedan dormidas apenas nos empezamos a mover. Siempre hay madres que compran un sandwichito triple de miga envuelto en un plástico triangular, separan delicadamente las tres capas del sandwich, le dan una a su hija adolescente, una a su hijo niño y se comen una, y nadie dice que se quedó con hambre porque todo el mundo sabe que la comida a bordo es ridículamente cara. Siempre hay algún famoso. Siempre hay una porteña que fantasea con la posibilidad de mudarse a Uruguay. Siempre hay familias hartas de pasar tanto tiempo juntas. Siempre hay turistas que caminan lento, elevan la mirada y giran la cabeza en todas las direcciones como si acabaran de llegar a Jurassic Park. Siempre hay una monja. Siempre hay brasileras que se maquillan con las muestras del free shop. Siempre hay alguien con una guitarra dentro de un estuche medio hecho mierda. Siempre hay un tipo que habla por teléfono todo el viaje porque no puede dejar de trabajar. Siempre hay una sobrina curiosa que sale a dar una vuelta por el barco y vuelve y cuenta todo lo que vio. Siempre hay un nene que se descompone. Siempre hay una vieja que viaja sola a visitar familiares y tiene miedo. Siempre estoy yo, que me hago amiga de esa vieja. 

La última vez que fui a Buenos Aires estaba leyendo parada en la fila para entrar al barco cuando anunciaron la partida de las 11.30 de Colonia Express. Yo nunca viajo en Colonia Express debido a una seguidilla de malas experiencias, y además mi barco salía a la 11, así que llegué a la conclusión de que se habían ido sin mí, que ya estaba todo el mundo en Buenos Aires mientras yo seguía leyendo en la fila equivocada. Es una sensación horrenda esa de haberse perdido algo que estaba tan cerca. Porque es feo llegar tarde, equivocarse de camino, incluso leer mal el pasaje y caer al otro día. Pero que un barco, un avión, una oportunidad laboral o un gran amor se vaya mientras una estaba ahí paradita al lado es imperdonable. Así que fui a corroborar mi propia idiotez pero me dijeron que mi barco estaba atrasado, que todavía no había salido, que era boluda pero tenía suerte. Recién ahí me di cuenta: faltaba él. 

Hay un empleado del puerto de Colonia que grita, sin parar. Grita cosas como «Señora, se le cayó la bufanda», «Chicos, bájense de ahí que se van a caer» y «Pasajeros de las 16 horas por favor procedan a embarcar». Debo reconocer que antes me caía mal. Me molestaba la potencia tinellinesca de su voz, su entusiasmo para llevar a cabo un trabajo aburrido, su entrometimiento y el hecho de que con sus gritos hiciera que cientos de personas nos enteráramos de aspectos privados de individuos. Con el tiempo aprendí a quererlo, hipnotizada por la excesiva energía que tenía para su edad y porque cada tanto metía un buen chiste, logrando que la hora de espera para embarcar pasara más rápido. En los últimos meses incluso llegué a desear que gritara algo relacionado conmigo. El año pasado comenzó a circular por las pantallas del puerto un video con normas de seguridad y esas cosas que a nadie le importan. La estrella del video era él, y me alegró que las autoridades portuarias respetaran y valoraran la popularidad de su ejemplar más famoso, y me lo imaginé a él emocionándose hasta las lágrimas cuando le propusieron el papel.

Ahí estaba yo, aliviada porque no me había perdido el Buquebus de las 11, preocupada porque acababa de entender que ninguna voz había gritado que el barco estaba atrasado ¿Dónde estaba?¿estaba bien?¿iba a volver? No era posible que no estuviera simplemente porque su horario de trabajo era otro: él siempre estaba ahí para cuidar la entrada al barco, como siempre está San Pedro en las puertas del Paraíso o los guardianes de los círculos del Infierno. Pensé que capaz que lo habían echado, pero era imposible, había pasado poco tiempo desde el videito consagratorio. Pensé que podría haber muerto, pero dejé de pensarlo porque no me gustaba la idea. Pensé que podía estar enfermo, pero es de esas personas que van a trabajar con 40 grados de fiebre. Pensé que se pudo haber jubilado, y eso no me parecía mal, pero me tendría que haber avisado: yo estoy acostumbrada a hacer siempre el mismo viaje, y cómo hago ahora para llegar si falta él. 

2.

Hay gente parada, el barco está lleno. Dos amigas, la pelirroja y la morocha, se ubican alrededor de una mesa e invitan a un desconocido, el pelado, a sentarse con ellas. El pelado enseguida empieza a hablar. Da una clase sobre por qué celebramos Navidad el 25 de diciembre, hace un ranking de las mejores yerbas uruguayas, aclara que la que viene con cannabis no pega porque le sacan el psicotrópico, y explica la etimología de algunas palabras. La morocha mira por la ventana. La pelirroja, en cambio, asiente embobada y finge ignorar todos los datos que tira el pelado, aprovechando los milimétricos silencios que él deja para tirar un «ajá» o un «qué bárbaro» o un «mirá qué interesante».

El monólogo se transforma en charla cuando hablan de comida. La pelirroja dice que las bananas son de plástico y que no hay que comer harinas, y llega a una categórica conclusión. «No nos están alimentando, nos están matando», repite tres veces, y el pelado siente que la ama.

El viaje está llegando a su fin y ambos saben que estos últimos movimientos serán clave. La pelirroja da el primer paso. «Bueeeeeeenoooo…qué lindo pasamos, qué suerte que te invitamos a sentarte acá» dice, y agrega que ellas viajan a Montevideo con su empresa cada dos meses. Ahora el pelado toma la posta. «Ah, entonces seguro nos vamos a cruzar, porque yo viajo a Buenos Aires cada mes, mes y medio», responde, pero piensa que hay demasiadas formas de cruzar el Río de la Plata y demasiados horarios de barcos y demasiadas personas y demasiados días entre mes y mes y medio, y concluye que no puede dejar que el azar incida tanto en su reencuentro con la pelirroja de su vida. Entonces hace el truquito de la foto. Saca su celular, lo apunta hacia los tres mientras y comenta: «Nos saco una selfie así me queda un recuerdo del viaje». La foto sale horrible. Es a contraluz y no se distinguen las caras, pero la pelirroja entendió perfecto el movimiento del pelado. «Luego pasanos la foto así nos queda a nosotras también», dice, y el pelado se apura a anotar el número, y se pone tan nervioso que se confunde un par de veces, y ella propone «pasame vos el tuyo mejor y yo te escribo», y hacen eso, y ya está, tienen el contacto del/la otro/a, qué linda historia de amor.

Pero el pelado decide dar un paso más. Vuelve a agarrar su celular y toca un par de veces la pantalla. El celular de la pelirroja vibra pero ella no lo agarra. El pelado revela el contenido del mensaje: «Te acabo de mandar 58 frases para reflexionar. Leelas y decime qué te parecen». La pelirroja lo mira en silencio y mira su celular, moviendo el índice derecho para scrollear el texto infinito que le acaba de enviar el pelado. «Ok, gracias. Yo si cuando me mandás estas cosas no te respondo es capaz porque estoy muy ocupada…» explica nerviosa. El pelado trata de quitarle peso al asunto: «Dale, no hay problema, no sea cosa que me bloquées».

«Ya te bloquée» responde la pelirroja, y enseguida se ríe, como si fuera un chiste, y mira a la morocha con desesperación, como si fuera en serio.

3. 

Luego de una espeluznante jornada burocrática en Buenos Aires (de cuyas vicisitudes no quiero acordarme) me dispuse a regresar a mi hogar.

Todo venía bien, hicimos el check in, pasamos por migraciones, armamos la innecesaria fila que nos metería en un barco en el cual entrábamos todos con comodidad. «No tan rápido» dijo una voz por un parlante «Los puertos de Buenos Aires están cerrados por niebla hasta nuevo aviso». Al anuncio siguieron quejas, dudas y quégarrons. Luego de dos horas ocurría el milagro. Las puertas se abrieron y nos amontonamos para hacer pasar nuestro pasaje por el scanner y recuperar un par de los 7200 segundos perdidos.

Una hora más tarde estábamos a quince minutos de llegar a Colonia, nos pusimos las camperas, nos llenamos de alegría, el parlante resucitó. «Debido a la niebla está cerrado el puerto de Colonia. Nos vamos a quedar quietos hasta que nos digan qué hacer, pero es probable que tengamos que dar la vuelta y regresar a Buenos Aires». Esta vez lo que siguió fueron gritos, alguna risa nerviosa, mequieromatars, descontrol. Una nena se puso a llorar y su madre la retó: «¿Para qué llorás? Ya estamos acá arriba, no podemos ir a ningún lado, no conseguís nada llorando». Al rato un nene hizo la pregunta que nadie quería escuchar :»¿Y qué pasa si volvemos a Buenos Aires y no nos dejan bajar ahí tampoco porque volvieron a cerrar ese puerto?».

El barco siguió quieto, mucho tiempo. Nos hicimos amigos. Contamos de dónde veníamos y a dónde íbamos, comparamos las distintas empresas que hacen el trayecto y alguno se animó a tirar un chiste. Cada tanto nos parecía que el barco se movía pero la confusión que nos generaba ver sólo humo blanco por la ventana no nos dejaba entender si estábamos yendo hacia adelante o atrás o ningún lado.

Estuvimos así, largo rato, en el medio. Un río cubierto de niebla, un barquito inmóvil esperando una señal, el purgatorio.

——————————————————————————————————————–* Dibujo realizado por el ilustrador e historietista Troche.