Hay un guardián ante la Revolución. A su garita llega una persona ordinaria que pide atravesar la puerta que custodia. Él le responde que ese día no es conveniente. La persona reflexiona y pregunta si eso significa que podrá entrar después.
—Es posible— dice el guardián, —pero no ahora.
Como la puerta a la Revolución se muestra abierta y la garita está a un lado, la persona se agacha para infiltrarse. El guardián se ríe, y le dice:
—Fíjate bien, hasta ahí llegarás. Soy muy fuerte, y nada se escapa a mi atención.
La persona se detiene, de rodillas pero no desanimada.
—Y soy el más subalterno de los guardianes— sigue la perorata. —Adentro no hay un pasaje que no esté custodiado por su guardián, cada uno más fuerte que el anterior. Ya el tercero tiene un aspecto que yo mismo no pude soportar.
La persona ha previsto esas trabas. Piensa que la Revolución puede ser accesible en todo momento para todas las personas, pero al fijarse en el guardián, su casco brillante, su máscara con filtros y su abultado mas maltrecho blindaje, resuelve que debe hacer un plan.
El guardián le da un banco para que se siente, y aprovecha la oportunidad presentada para atacar. Tira del pequeño mueble para distraerlo y se abalanza bajo su máscara, sobre sus partes blandas, que sangran con facilidad. Es arrojada al suelo, lengua en mano, y por el pasillo se echa a correr.
La persona, que se había equipado de muchas cosas para su viaje, las utiliza como armas o para remendar las heridas que se acumulan. El último guardián declara:
—Acepto que no me figure esta muerte a causa de una pala de letrina.
Tras tanta lucha, la persona tiene ante sus ojos la Revolución al final del corredor. Se olvida de lo atravesado a cada palmo del trecho que las separa, los medios que devinieron el fin. En los primeros pasos alabó su destino glorioso; con la cercanía, el titubeo decae en rezongo.
Su miedo se vuelve infantil, desconoce si mantiene la vigilia o los golpes la dejaron inconsciente. Una luz palpable cubre todo, pero desconoce cómo palpa si no se siente a sí misma. Acaba por pedirles a sus recuerdos que la socorran, ni un fantasma viene a su encuentro.
Se le nublan los ojos y no sabe si éstos la engañan o si su cara ha dejado de ser. Apenas si percibe en la sombra de los sentidos una claridad que fluye inmortal de la Revolución, a la que atraviesa aferrada a su voluntad para no perder la esencia de materia.
En esa agonía la memoria se le incendia con una sola pregunta, ‘¿quién soy?’. Trata de incorporarse, se echa atrás para sentir la gravedad y lo logra. Se tambalea con dolor de la victoria, observa su piel lacerada y desnuda, sus huesos quebrados y expuestos.
Se agacha ante el cuerpo del último guardián, al que apenas reconoce de un tiempo perdido, y a pesar de la disparidad de estaturas se viste con su ropa ajustable.
—¿Y ahora pretendes cuidar tu vida?— se dice a sí misma mientras se coloca el casco que cubre sus arrugas y cicatrices.
—Todos se esfuerzan por la Revolución— suena como eco en el pasillo laberíntico, una voz que se acerca.
—¿Será posible que en tantos años nadie haya querido esto más que yo?— escucha cuando esa persona da vuelta el recodo. Al encontrarse, esta le grita de manera desafiante:
—Hazte a un lado de inmediato, debemos atravesar la Revolución.
El guardián, impávido tras su blindaje, le responde paciente:
—Es posible, pero en este momento no es conveniente.