El bus se detuvo en el andén de El Balde y le oficial Aima cerró el libro que leía en su procesador. Desde fuera, la cárcel se imponía sobre la pradera del río Capanaparo, un área de arenales y pantanos cubiertos de verde desde donde se aventuraba algún pájaro en búsqueda de comida. Nadie más vivía en los alrededores, solo un par de comercios que se agrupaban en la entrada para atender a locales y visitantes.
Bajó quinte en la fila de quienes ingresaban al turno vespertino y cruzó la plaza hacia la puerta del pabellón. En el camino, se detuvo en un puesto de información y registró la oferta del día, donde seleccionó una revista judicial para estudiar. Retomó su paso maquinal y llegó en unos minutos a la barrera, presentó su identificación al recepcionista, y estuvo adentro tras girar los torniquetes.
El pasillo era de aspecto castrense, cruzado por defensas de sección y ramificaciones que recorrían el interior del muro. Había varias versiones de cómo El Balde había conseguido su nombre, la que le había confiado uno de los comandantes de la cárcel desde sus inicios era la que tomaba por cierta: durante su construcción, habían hecho un piso bajo la tierra, por si alguien cavaba un túnel. Alguno de esos pasillos llevaban a él, pero nunca los había recorrido.
Cuando entró al vestuario, se dirigió a su casillero y sacó el uniforme penitenciario. Montó la protección sobre sus partes vitales y la divisa del Ejército de Liberación sobre su motor superior, a la vista y provocativa. Colocó el bastón eléctrico bajo su antebrazo y guardó sus pertenencias para cerrar la puerta con el candado. Preparade de acuerdo al reglamento, marchó hasta la salida a la sección para criminales de violencia mínima.
En la cabina de vigilancia se encontraba una guardia, sus tareas repartidas entre las imágenes de las cámaras, la radio y un té con budín. Le vio acercarse y colocó de rutina la planilla electrónica sobre el pequeño mostrador hacia el pasillo.
—Buenas tardes, oficial García— saludó al llegar a ella, y firmó su ingreso con dos destellos crípticos de luz.
—Hola, oficial Aima, serán para mí que me voy— le contestó ella mientras guardaba la tableta. —Aquí hay alerta de conflicto: los Reyes Caídos y la Jartera están organizando una pelea inminente. Contención está preparado, si detecta algo, dé la señal e intervienen.
—Registrado— dijo, imitando una voz metálica y estentórea que le sacó una sonrisa. —¿Alguna indicación del motivo?
—Vaya a saber por qué, pero téngase cuidado cuando ande por la calle Sexta que por ahí se cuecen caraotas. Eso sí— le recordó, —una vez que cruce no van más sus apuestas. Tres wu contra dos a que muere un rey antes que un jarto, sesenta a que ninguno en una semana.
—¿O sea que un tercero no está cubierto?— preguntó y no esperó respuesta. —Anóteme veinte al jarto, los reyes son cobardes y se esconderán mientras otro va a la esfera. Si es que ese alguien sobrevive a la represalia de los canallas, claro.
—Tiene demasiada confianza en sus habilidades— bromeó la guardia mientras sumaba su nombre al pozo. —Que le sea leve la noche, oficial.
—Gracias, oficial, hasta mañana— se despidió le agente de rehabilitación, y caminó hacia la puerta metálica.
Una alarma chilló cuando García apagó los sellos magnéticos y la plancha se deslizo sobre su guía. Aima cruzó el umbral y esta se cerró detrás suyo, apagando el estruendo. El último tramo era angosto, de concreto y poco iluminado, rematado por otra puerta de vidrio que ocultaba el interior del muro en un reflejo. La guardia quitó las trabas cuando la alcanzó y, con un empujón, salió al pueblo para enemigos de la igualdad, la libertad y la justicia.
La puerta era pequeña en relación al muro, que se alzaba blanco y tan liso que a los insectos les costaba treparlo. Intercalados, había dibujos y letreros como el pintado sobre la salida, que mostraba a la sierra de la Cerbatana, con su selva entre nubes, y encima escrito: «La liberación nace de la buena fe». El verde ilustrado se fundía con las copas de los árboles que crecían a sus pies, en el parque que Aima recorría cada día.
Frente a elle, en otra visión cotidiana donde confluían los muros al oeste, la esfera se mostraba por encima de las cabañas y la división interna entre violencia mínima y media. Era la sección de violencia extrema, donde se hallaban también las cámaras de plasma para quienes eran declarados más allá de la rehabilitación. El pico Bolívar estaba dibujado en ella, y arriba de su nieve, la frase «Dichos y hechos hacen al camino».
Zumbaba como volcán despertando en los días de ejecución y se ponía inquieta la gente, pero esa tarde la notaba tranquila en su recorrida, más allá del alerta. Las calles sinuosas convergían en la Plaza de la Salida y sus negocios tenían algo de clientela entre quienes regresaban de sus trabajos en el exterior, personas que habían conseguido la expiación de su enemistad. Aunque las sentencias de los crímenes tuvieran plazos mínimos, era un paso fuera de la tumba al menos.
No que todas tuvieran apuro en irse tampoco, pensó al ver a lo lejos que José le llamaba desde los escalones de su casa sobre la Segunda. Una minoría no criminal vivía en El Balde, en gran parte familiares y amantes que acompañaban a sus seres queridos hasta los cien metros cúbicos que les otorgaba el ELH El otro grupo eran los ex-reos como el señor Calderón, gente cómoda con el arreglo que no se marchaba al expiarse su delincuencia.
—¡Oficial!— le gritó desde su asiento con una mirada que vagaba sin foco cuando se acercó. —Oficial, buen día, ¿tiene algún wu para compartirme hoy? Quiero cortarme el pelo.
Elle asintió con gusto, que le dejara de hablar de monedas había sido un avance de años. Su municipio lo había exiliado allí tras resistirse, durante el desalojo de un campamento en tierra ocupada, a vivir en una casa compartida. Le costaban los cambios.
—Buenas tardes, señor Calderón, yo no, la oficial Jiménez está dando créditos en el Parque de los Frutales en este momento, ¡es semana de merecures!— dijo con tono publicitario.
—¿¡De nuevo!? Esas cosas salen como pendejos— se río con una tos áspera, estiró los brazos al cielo y se acomodó en el escalón. —Gracias por el aviso, oficial, iré cuando deje de tomar sol. Cuídese con ayudar gente hoy, no se lo merecen estos ingratos.
Aima dudó con sus palabras, aunque descartó preguntarle sobre ellas o la pelea, no se podía fiar de alguien tan errático. Le habían ofrecido asistencia en el hospital y se había rehusado, de base tenía una aversión a ella. Se despidió de él y siguió su camino, tenía una lista de citas pendientes que avanzar, tan larga que no se conocía terminarla en una jornada. La abrió en su procesador pero la cerró al actualizarse, sobrecargade.
Cada actividad de la cárcel generaba pedidos de reunión, revisión o consulta, y a esas se les sumaban las solicitudes individuales para un seguimiento de sus casos. El criterio de respuesta del departamento marcaba que debían ser atendidos en siete días o menos, por lo que retomó la tarea con la antigüedad como orden. Cinco días tenía el pedido más viejo y estaba asignado a otro oficial, por lo que cambió de filtro para no pisarse.
Agrupó las solicitudes por persona, aunque antes de aceptar a quienes tenían la mayor cantidad se pausó. Sucedía que una fracción de la cárcel era quienes generaban buena parte de la actividad, los encarrilados en el proceso de rehabilitación. Otro grupo eran quienes tenían contacto, todavía no de manera regular, y el resto, la mitad de la población criminal, ni siquiera respondía sus avisos o preguntas rutinarias.
Las podía observar a su alrededor: una persona que le vigilaba desde su ventana, otra echada como José sin hacer nada, la que conducía el carro que se movía por la calle Segunda, todas alzaban la guardia ante su presencia. Ordenó las solicitudes por quienes menos habían contactado al departamento, esas eran las oportunidades donde podía ir más allá y cambiar vidas. Eligió la primera que se encontraba en su domicilio y se dirigió hacia ella.
Emiliano Torres nunca había llamado a Rehabilitación hasta hacía dos días. Enviado a El Balde por su apoyo económico a organizaciones criminales, el tribunal le había negado la expiación de su enemistad por reivindicar sus actividades. Hasta que no se retractara permanecería encerrado, un destino que aceptaba en nombre de la política, pero bastaban unas palabras para una nueva audiencia. Tal vez ese día podrían ponerle fecha.
Giró en unos los pasajes diagonales y siguió por la calle Tercera, saludando a reos y oficiales con la presura de estar en servicio. Elevó un reporte cuando registró que la bachata en la 3419 sonaba por encima del límite y llegó al 3488, la casa del señor Torres. Un par de rosas de Venezuela crecían en el frente, todavía demasiado bajas para dar sombra, y en la puerta había un letrero con sus promociones comerciales de comida.
Trepó los escalones y tocó el timbre. Tras un momento, una voz le habló a través de un parlante:
—Hola, ¿quién es?
—Buenas tardes, soy le oficial Aima, de Rehabilitación.
No le contestó por el interfono, la puerta se escondió dentro de la pared y lo vio junto al panel de portería. Vestido con un mameluco manchado con lo que parecía tierra y grasa, el señor Torres era alto y con un rostro poblado de rulos densos. En él detectó rastros de ansiedad y de miedo, su mirada que lo cruzó del casco a las botas con un breve desvío al arma en su costado. Dio media vuelta y se dirigió a la barra de su cocina.
—Por favor, pase— le dijo con un tono brusco y amable. —Disculpe que me encontró preparando la cena, tome asiento y ya estoy con usted.
Aima dio un paso dentro de la cabaña. Tenía una división interna que achicaba el espacio, ocultando el cuarto del agua y el dormitorio, decorada con recuerdos de sus crías y parafernalia de un club de fútbol de Bogotá. Esta era previa a que su sociedad fuese intervenida y abierta a la asociación del público, y la literatura sobre unos estantes también parecía antigua. Del otro lado, hamacas y almohadones rodeaban una pantalla junto a la puerta, pero se quedó en su lugar.
Estudió el sector de cocina, una barra rodeada de electrodomésticos y una cuba. Emiliano limpiaba berenjenas en ella, otras verduras a su lado, también ñames y calabaza. Dos ollas hervían un pollo y frijoles sobre el calentador magnético, era una cantidad enorme de comida.
—Veo que viene bien el negocio— mencionó, —mis felicitaciones.
El hombre giró la cabeza y lo miró con las cejas fruncidas.
—¿Eso que significa, oficial?— respondió cortante y pasó una berenjena por la rebanadora. —Apenas me alcanza para sostenerme y encima vienen a contarme las costillas. Si fuera por el Ejército de Liberación Humana me moriría de hambre.
—Para nada, señor Torres— se defendió Aima, —la vagancia y la resistencia son derechos inalienables de la persona, aunque traen consecuencias con el resto. Si quisiera, podría obtener mucho más crédito en el exterior que cocinándoles a quienes sí salen.
—¿Ser cómplice de quienes nos robaron?— dijo el reo con fastidio. —Prefiero vivir de lo que obtengo con mis manos, gracias. Bastante ya lidiar con ustedes en la huerta.
—No difame, los llaneros de Cunaviche están aquí hace siglos— lo corrigió le oficial. —Esta tierra se la cedieron para que usted tenga una nueva oportunidad; en todo caso, sus ingresos dependen de ellos, por más intermediarios que le ponga.
Emiliano corrió en silencio el cuenco con las berenjenas rebanadas y comenzó a quitarle la cáscara a los ñames.
—No conozco mucho la historia de este lugar, es verdad— contestó con tranquilidad impostada. —Tome asiento y cuénteme, oficial, seguro algo aprendo de usurpaciones.
—No quiero molestarlo, puede consultar en la biblioteca sobre sus equivocaciones. Ahora, si quiere aprender, ¿sabe de los Reyes Caídos, por qué están aquí?
Emiliano se detuvo en seco, soltó el ñame con el pelador y lo miró por sobre el hombro, sus ojos sombríos repletos de odio y una sonrisa maliciosa en los labios.
—Mataron más de cuarenta oficiales del ELH, yo diría que en defensa propia.
Aima ignoró el comentario y prosiguió.
—Esa fue la operación que los detuvo, señor Torres, y quienes no murieron en ella están en la esfera. No, sus vecinos eran funcionarios municipales, comandantes de milicia, líderes sindicales, organizados para negarle su parte a gente como usted, y está aquí con ellos. Irónico.
Cuando escucho esto sus dientes desaparecieron en una mordida amarga y sus ojos y manos volvieron a las verduras.
—No sabía, oficial, seguro que tiene mucha información sobre los prisioneros. Podría oír más confidencias si quiere— dijo con sorna.
—Lo que le cuento es información pública— aclaró Aima, —estuvo en las redes de Tachira por meses cuando se descubrió. Sí podemos discutir sus crímenes, los mismos utilizando títulos privados en vez de públicos. ¿Por qué no aceptó la oferta de Barranquilla cuando pudo?
—¡¿Y aceptar que me quitaran el trabajo de generaciones?!— gritó sin mirarle siquiera. —No defraudaría a mis ancestros así, llamándolos delincuentes. Prefiero languidecer en este pozo antes que dejar que corrompan la verdad con mi lengua.
—Es al revés, su familia le robó su esfuerzo a miles amparada en títulos de propiedad criminales. Hasta su ex-esposa lo admite cuando se divorció para no seguirlo en su capricho, es usted el que elige un «todo o nada» que concluye en los crímenes de la milicia que financió.
La respiración de Emiliano se oía agitada, con palabras trabadas que terminaban como chasquidos de lengua.
—Bueno— alzó su voz, que temblaba de sentimientos, —podemos discutir mi situación si tanto lo desea, por favor tome asiento y comencemos.
—No quiero invadir su privacidad, señor Torres, sabe lo que hizo, ahora…
Otro aullido desesperado interrumpió a Aima.
—¡Basta de fingir, por Dios, ¿qué privacidad?!— exclamó mientras arrojaba con furia el ñame en la cuba. —Vivo rodeado, encerrado, sin nada, ven y escuchan mis movimientos en todo momento, saben todo de mí.
—Este es su hogar, señor Torres, si no lo siente así es porque se aferra a un pasado que no existe— explicó le oficial. —Y si sus derechos tienen límites estrictos es porque infringió los de otras personas y ni siquiera es capaz de aceptarlo.
Emiliano lo miró con su rostro desencajado, los ojos rojos sin siquiera haber cortado las cebollas.
—¿Entonces por qué no me acepta la invitación para charlar? Viven tratándome como si fuese la peste, a la vez que me dicen que somos iguales, que soy libre y es justo todo lo que me están haciendo. Es enfermizo.
—Porque eso sería fingir que no es un enemigo— contestó Aima, —y con esa máscara podríamos dañarnos sin saber. Lo invito al centro cultural de El Milagro, mi pueblo. Jugaremos al ajedrez y hablaremos, pero afuera, cuando salga. Aquí trabajo y usted está en penitencia.
—¿Me niega la conversación así, sin más, oficial?— preguntó con la voz quebrada.
—Eso depende de usted, señor Torres. Déjeme señalarle algo: le admito que es víctima de sus antepasados, de sociedades que le legaron atrocidades como tesoros. Su trabajo se contaminó con estas al punto que se volvió indistinguible de los instrumentos delictivos, pero eso es algo en lo que no tuvo alternativa. Nadie lo responsabiliza por eso, por lo menos nadie fuera de esta cárcel. No vaya a preguntarle a los Reyes Caídos que opinan— bromeó Aima.
La cara de Emiliano se hundió entre sus manos, por lo que no esperó una risa.
—El problema es que hizo cuando hubo una oportunidad de cambio, señor Torres. Podría haber aceptado que usted era víctima de organizaciones criminales más poderosas, pero eso implicaba renunciar a los privilegios que su familia había conseguido con el tiempo. En cambio, eligió ser cómplice de estas, trabajar para que sus delitos triunfen, y por esa decisión es que se lo exilió a El Balde. El primer paso sería aceptar su error ante el tribunal, pero eso ya no pasa por mí.
Esperó una respuesta por segundos, hasta que la voz de Emiliano sonó aplastada mientras alzaba la cabeza.
—Entonces, si no es para hablar, ¿por qué está aquí, oficial?
Aima se extrañó con la pregunta.
—Llamó el otro día al departamento, señor Torres, ¿ya lo olvidó? Usted sabrá que quería decirme.
Al decir eso, el cuerpo de Emiliano se irguió de repente, en su rostro detectables nuevamente la ansiedad y el miedo por sobre el sollozo.
—Cierto, ¡cierto! Perdón, oficial, se me pasó completamente— explicó mientras acariciaba sus sienes con los ojos entrecerrados. —Fue en la huerta anteayer, verá: presenté un cultivo que quería hacer y me lo impugnaron, por lo que me dijeron que hablara con Rehabilitación.
Aima abrió en el registro su archivo y buscó los permisos presentados en la huerta. Eran pocos, todos aprobados, salvo el último, al que ni siquiera le habían colocado los fundamentos del rechazo.
—Sí, hizo bien en consultarnos, señor Torres— le respondió. —No se preocupe, hablare con la oficial Jimenez, esto no puede quedar así.
—¿Me ayudará con el proyecto?— se sorprendió. —¡Gracias!
—Bueno, antes confío en el criterio de la responsable de la huerta, pero es necesario que informe los motivos por el cual tomó la decisión. ¿Cómo plantará su cannabis si ni siquiera sabe que tiene que cambiar en el plan para que lo acepten? En fin, ¿alguna otra cosa?
Emiliano se quedó rígido en su lugar y negó con la cabeza, sin emitir palabras.
—Excelente, señor Torres, le llegarán novedades del asunto por el correo— dijo Aima y abrió la puerta, sin esperar que fuese hasta el panel. —Piense en lo que le dije, sus colaboradores del restaurante en Barranquilla lo esperan todavía. Ahora, ¿podrá verlos alguna vez así?
Le oficial se fue sin despedida, pasado de tiempo con la reunión, y bajó los escalones mientras la puerta se cerraba detrás suyo. Pasó el archivo del reo al grupo de contactados, agregó la información recopilada, y sintió como otra persona daba un paso más cerca de la liberación. Realizó otra búsqueda de solicitudes con el mismo criterio, eligió el siguiente caso y emprendió su camino hacia él.
Pisó la calle y, al girar, notó que alguien la había ensuciado con un papel abollado. Este había terminado bajo las ramas de una de las rosas de Venezuela, entre las cuales metió la garra para sacarlo y llevarlo al basurero. Le costó llegar a él, aunque pudo sacarlo sin problema, una hoja blanca manchada de tierra. Denunció el incidente para que buscaran con las cámaras quien era la persona contaminante y retomó su rutina.
Libre de la presión, los pliegues del bollo fueron abriéndose en la marcha, y pronto Aima notó que tenía algo escrito. Estiró el papel y reveló un billete de los Reyes Caídos, la W del wu corrompida en la corona que usaban como símbolo. De inmediato avisó a la seccional de la Oficina Federal de Investigación para que lo llevaran al laboratorio. Como una de las denominaciones más altas, podían obtener bastante información de esa moneda.
En su hogar, Emiliano Torres lloraba sin consuelo, el encuentro con sus demonios tan cercano que sentía el ardor de las garras por todo el pecho. El pedido de aquella noche caído, un pitido cortó en seco su llanto y, sin siquiera ver el mensaje, golpeó las cosas dentro de la cuba y la cuchilla oculta en el repollo sonó fuerte como una bala. Corrió bajo su cama, aterrado, y decidió que se guardaría una semana. Tal vez, lo mejor era irse de El Balde.