La utopía de las ratas fue un experimento por 1960 sobre la sobre-población en roedores que quedó en la historia científica. Previo a las conductas éticas en experimentos, se construyeron madrigueras enormes donde a la población se le brindó alimento y cuidado sin límite. En pocas generaciones, la población creció tanto que las madrigueras no tenían más espacio donde habitar, pero las ratas estaban atrapadas dentro de estas.

 

Sin poder recurrir a la migración para aliviar la presión, la conducta social cambió de manera drástica: las comunidades, que eran pacíficas hasta entonces, devinieron una orgía de sangre y sexo hasta que colapsaron de manera total. La personalidad alterada fue categorizada entre las ratas que se entregaban a la violencia caníbal, las hiper-sexualizadas que solo se alimentaban y se refregaban con quien fuera, y las alienadas, las últimas sobrevivientes. Estas abandonaban la interacción social y existían en un estado de apatía del que no salían ni al ser trasladadas a colonias más amenas, donde morían en soledad.
 
Con su publicación surgió una lectura oscura, que veía en ese experimento una analogía del planeta Tierra, una comparación que el director de la investigación rechazó. Con el tiempo nuevas iteraciones del experimento (adaptándolo incluso a humanos) precisaron las cosas: no era la densidad en sí lo que causaba el problema, eran las interacciones sociales indeseadas que venían aparejadas a esta. No solo eso, los experimentos con humanos mostraron una correlación débil, no se puede transpolar lo que pasaba con las ratas tan fácilmente.

 

Esas interacciones sociales indeseadas no provocan el mismo efecto en los humanos, no llevan a la destrucción de la sociedad más allá de similitudes en algún comportamiento. Esto es así en todos los animales domesticados, entre los que nos contamos como especie. La diferencia clave en este aspecto se da por una disminución en la respuesta de estrés, la que lleva al instinto de lucha o huida.

 

¿Alguna vez les invadió la ira o el pánico hasta que no podían pensar en nada? Eso es lo que causa la distopía de las ratas, el instinto de lucha o huida con sus narcóticos que es un gran motor de los animales. Los domesticados, sin embargo, llegamos menos a él, el trance es más ligero, algo que refleja la evolución de nuestros genes. Esa disminución en la «capacidad de lectura» es una condición que nos hermana entre especies, y nos diferencia a cada una de nuestra versión «salvaje».
 
¿Cómo sucedió la domesticación? Los primeros fuimos los humanos, que la propagamos a otras especies, y ese proceso se dio por la inteligencia. Con ella, fuimos capaces de darnos cuenta quién reaccionaba con violencia al estrés y tomar medidas que protegieran al resto del grupo: el ostracismo social y el asesinato premeditado. Luego, aplicamos los mismos mecanismos a otras especies, y así se dio la domesticación.
 
La distopía de las ratas es un ejemplo de como funciona en «lo salvaje». La madriguera colapsaba porque los machos más agresivos atacaban a cualquiera y mataban a las crías, que eran abandonadas por las hembras en el espiral de violencia. Debido a la actividad sexual prolífica la reproducción era alta, pero la mortalidad infantil alcanzaba el 96% y así llegaba el colapso, porque ese 4% quedaba con tal trauma que se retraía socialmente.
 
En cambio, al eliminar del grupo a los individuos más reactivos, cada generación humana se volvió más dócil que la anterior. No solo cayeron ellos, también los menos comunicativos o sociales, ya que era más fácil que sean el objetivo de la conspiración. Así se formaron las sociedades humanas, este asesinato premeditado y aceptado sucede todavía, es la base del poder de cualquier policía que mata o cualquier ejército que invade.
 
También la expulsión de la comunidad, ese apuro para dejar de lado a quienes no se llevan con las normas sociales o buscan imponerse con violencia, fue una herramienta. Con esto, la selección sexual de rasgos prosociales puede haber sido tan importante como la eliminación violenta de los individuos antisociales. La velocidad explosiva de la evolución humana en los últimos cientos de miles de años es el producto de ambas fuerzas sobre nuestros cuerpos.

 

Ambos procesos fueron los que utilizamos para domesticar a otras especies animales tan rápido. La URSS dio así el primer indicio del síndrome de domesticación humana cuando logró, en un par de generaciones, cambios físicos y de comportamiento en zorros. Lo hizo eliminando individuos combativos y recompensando individuos cooperativos, un trabajo de pastor que se dio a lo largo de milenios con otras especies actuales.
 
Así se construye la diferenciación entre violencia prosocial, que es alentada o permitida, y violencia antisocial, que es castigada y desterrada. Mientras que la primera favorezca la reproducción del grupo, no importa si es patoteo patriarcal o alzamiento popular. Tampoco la causa del segundo, ya sea un crimen pasional o terrorismo para la libertad. Esa división es sobre la que se construye y se sostiene la civilización.
 
En todas, igual, esta la furia. Nunca se fue, perdió potencia hasta que la canalizamos y, como con tantas otras cosas, la usamos en la construcción de «lo doméstico». Nuestra cultura y nuestro ADN se levantaron con esa emoción adrenalínica como motor, templada por la racionalidad en la ejecución y la compasión del amor. Por eso le desconfiamos también, hasta en nosotros mismo. A fin de cuenta, si nos dejásemos llevar, podríamos ser los siguientes en el sacrificio.

 

Fuentes:

https://idus.us.es/handle/11441/136338

https://www.cambridge.org/core/journals/evolutionary-human-sciences/article/targeted-conspiratorial-killing-human-selfdomestication-and-the-evolution-of-groupishness/B70C0490CEFFFB3B5231A5426A1D1577

https://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S0149763419305433