Literatura

Relatos de lo Oculto: El Vampiro de Highgate

Una noche tranquila envolvía la ciudad de Londres a fines de los años sesenta. El aire olía a carbón y humedad, y solo el eco de los pasos de un policía rompía el silencio de una calle vacía.

De repente, a dos cuadras en el cruce entre Archway Road y Cromwell Avenue. El cristal estalló y la alarma de la joyería Edelman & Sons comenzó a aullar como un animal herido. Dos figuras vestidas de negro irrumpieron en el local y, sin perder tiempo, llenaron sus mochilas con anillos, collares, relojes de bolsillo y pulseras bañadas en oro.
Se trataba de Danny y Paul, dos jóvenes de Kentish Town, acostumbrados a las malas rachas y a los buenos tragos. Esa noche habían salido del The Dog and Lantern, un pub mugriento de barra pegajosa y olor a sudor seco, donde el viejo McArthur servía la cerveza más barata del norte de Londres. Borrachos de rabia más que de alcohol, decidieron que estaban hartos de la pobreza. Querían más. Querían autos relucientes, trajes a medida y mujeres que olieran a Chanel y peligro. Y el primer paso para lograrlo era reventar una joyería.

Apenas cruzaron la puerta con el botín, vieron cómo desde la esquina un policía venía corriendo a toda velocidad.
—¡ALTO! —gritó mientras soplaba su silbato sin tregua.

Pero ellos se reían mientras corrían, lanzándose miradas de complicidad. En Kentish Town eran leyenda: en cada partido de fútbol bastaba con darles la pelota para que cruzaran toda la cancha como flechas. Ningún poli con bastón de madera iba a alcanzarlos.

Después de correr unas cuatro cuadras, el oficial ya había quedado atrás. Igual siguieron. Una regla de calle decía que el segundo error era confiarse. Giraron por Waterlow Road y llegaron a una esquina. Entonces lo inesperado: un patrullero dobló sin aviso y atropelló a Paul de lleno. Su cuerpo voló dos metros y cayó con violencia junto a su mochila, que se abrió dejando escapar un torrente de joyas brillantes.

El conductor frenó de golpe y un policía joven bajó aturdido.
—¡¿Señor, está bien?! —preguntó mientras se acercaba—. Lo siento, venía doblando y no lo vi…

Entonces vio la mochila. Y las joyas. Y entendió.

Paul gruñó algo inentendible mientras se incorporaba y, sin aviso, le soltó un izquierdazo. El policía trastabilló, y Danny aprovechó para patearle la espalda y tirarlo al piso. Desde el patrullero, el copiloto bajó con el bastón en mano, pero ya era tarde: los dos amigos habían recuperado la mochila y salieron al escape.

Corrieron dos cuadras más y vieron un paredón largo y oscuro. Sin pensarlo, lanzaron las mochilas por encima y luego treparon ellos.
Cayeron del otro lado y se incorporaron jadeando.
Estaban dentro de un cementerio, para ser más específico era el Highgate Cemetery.

El cementerio no era solo un campo de tumbas. Era una ciudad de los muertos.

Las lápidas se inclinaban como borrachos olvidados, y los mausoleos, altos y antiguos, se erguían como templos paganos. Todo estaba envuelto en una niebla espesa, densa como lana húmeda. Los árboles, altos y retorcidos, parecían crecer en direcciones imposibles, como si trataran de escapar del suelo.
Gárgolas de piedra con los rostros erosionados vigilaban desde lo alto de las criptas. Las enredaderas subían por las paredes como dedos cadavéricos. Algunas tumbas estaban abiertas, otras medio derrumbadas, y el silencio era tan completo que se podía oír cómo las hojas secas crujían bajo sus pasos.

Había algo fuera de lugar en el aire frío. No era solo el miedo a ser atrapados. Era otra cosa. Algo más hondo. Como si hubieran cruzado una frontera invisible entre el mundo de los vivos y algo más viejo, más callado y más oscuro.

Detrás de ellos, el silbato del policía sonó de nuevo, del otro lado del muro. ¿Los había visto saltar? ¿O solo adivinaba su escondite?
No lo sabían. Pero igual decidieron ocultarse entre las lápidas, al menos por un rato. Tal vez podían esconder las joyas y regresar más tarde, cuando la ciudad durmiera de verdad.

El robo fue improvisado. ¿Qué les impedía seguir improvisando?

Avanzaron por los senderos del cementerio, se veían olvidados y rodeados de vegetación que se mezclaba con las criptas.
—Tanto silencio me da mala espina.
—¿Qué esperabas? ¿Que los muertos jueguen cartas? —respondió Danny intentando ser irónico, pero la preocupación se veía reflejada en su rostro.

Avanzaron por el cementerio, lo único que podía escucharse eran sus pasos y el tintineo de las joyas en sus mochilas.
—Deberíamos esconder el botín por aquí y buscarlo mañana —dijo Paul.
—¿Estás loco? ¿Y si alguien lo encuentra?
—Este cementerio parece abandonado, busquemos la cripta más vieja y olvidada y escondámoslo ahí, nadie va a encontrarlo.
Danny escuchó la idea y lo pensó por un momento.
—Paul… no me pidas que abandone una mochila cargada con miles de libras.

Escucharon un ruido detrás de ellos, voltearon y vieron una linterna asomándose sobre el paredón. Se escondieron detrás de una cripta.
—Okey, me convenciste —dijo Danny con tono nervioso—. Pero si mañana volvemos y no están las mochilas te daré una paliza.
—No lo dudo, amigo —respondió Paul.

Siguieron caminando hasta encontrar una tumba con la silueta de una mujer tallada en piedra, y detrás de ella, una cripta casi derrumbada, con enredaderas creciendo sobre ella.
—Ésta —dijo Danny.
Paul se quedó mirando a la mujer tallada en piedra.
—No lo sé… no me da buena espina —dijo Paul.
Danny se volteó algo molesto.
—¿De qué carajo hablas? Esta es tu idea.
—Sí, pero… —Paul volteó a ambos lados—. No lo sé, hay algo raro aquí, tengo un mal presentimiento.
Danny se quedó parado frente a él con una expresión de confusión.
Las pupilas de Paul se dilataron y comenzó a hacerle señas a Danny de que se esconda.
Ambos vieron cómo las luces de las linternas comenzaban a merodear los alrededores.
Sin dudarlo, comenzaron a tirar de la pesada puerta de la cripta hasta que la abrieron un poco, lo suficiente como para que alguien delgado entre con cuidado.

El interior de la cripta olía a humedad, dentro la temperatura era aún más baja, las paredes estaban repletas de arañazos.
Había unas cuantas rosas secas, casi petrificadas.
Y en el centro, un ataúd de piedra cubierto de polvo, y detrás de él, dos estatuas de mujeres con largos vestidos que sostenían cuencos vacíos y ojos fríos que parecían observarlos, y entre ellas un elegante trono con almohadones viejos.

Danny y Paul se pararon a cada lado del ataúd y sus miradas se encontraron.
—A la de tres —dijo Danny y Paul asintió.
—Uno, dos, tres.
Empujaron la pesada tapa del ataúd y abrieron una brecha, lo suficientemente grande para colar las mochilas dentro. En la oscuridad del interior vieron las manos del difunto en un sorprendente buen estado para el aparente largo tiempo que llevaba sepultado, sus manos pálidas, dedos con uñas largas y entre ellos un brillante anillo de oro con una joya roja.
—¿Qué carajo? —dijo Danny extrañado.

Se escucharon las voces de los policías fuera de la cripta.
Paul tomó las dos mochilas y las puso dentro del ataúd rápidamente. La luz de las linternas se coló por la pequeña brecha que dejaron en la puerta de la cripta.
Ambos se agazaparon en la oscuridad en silencio.
La tensión era tan espesa que se cortaba con cuchillo.
De pronto, la tapa del ataúd comenzó a abrirse sola. El ruido de la piedra arrastrándose alertó a los policías, que comenzaron a acercarse a la cripta.
Paul dirigió su vista al ataúd y vio cómo una mano salía de su interior y empujaba la tapa hacia afuera, y al mismo tiempo unas antorchas en lo alto de la cripta se encendieron.
Paul suspiró hacia adentro y en ese momento la luz de una linterna alumbró su rostro.
—¡ALTO AHÍ! —gritó un policía—. ¡Salgan con las manos en alto!
El policía veía el rostro de Paul que reflejaba el horror, pero casi no le dio importancia a su autoridad. Paul rápidamente volteó y siguió con la vista a algo que se movía dentro de la cripta.

Entonces los policías vieron como la gran puerta de piedra se abrió.

Desde la penumbra, apenas distinguible por la débil luz de la linterna, se alzaba una figura inquietante. El espectro observaba en silencio, inmóvil como una estatua olvidada por el tiempo. Su rostro era una máscara de muerte: piel como de ceniza y tensa, tan pálida que parecía absorber la luz. Tenía la frente amplia y calva, pero de los costados colgaban mechones largos y secos de cabello gris, como restos de una cabellera que el tiempo se había empeñado en destruir.

Sus orejas, delgadas y alargadas, terminaban en puntas agudas que emergían como dagas de entre su cráneo huesudo. Los ojos eran dos brasas encendidas en medio de la oscuridad, sin párpados que parpadearan, solo dos pozos rojos de vigilancia y hambre.

Vestía de negro. Su atuendo tenía la elegancia antigua de un noble sepultado con honores: abrigo largo, de paño pesado, camisa de cuello alto algo abierta, dejando ver las venas negras de su cuello. En sus manos huesudas, casi esqueléticas. Los dedos eran tan largos que parecían articulaciones ajenas a lo humano, rematados en uñas afiladas y amarillentas, como pequeñas guadañas.

No hablaba. No respiraba. Solo miraba

Los policías se quedaron perplejos y confundidos mirando al espectro.

—No se mueva, está bajo arresto —dijo uno.
El espectro sonrió mostrando los colmillos, como si le causaran gracia las palabras del policía.
En un segundo una nube de murciélagos se desprendió de él haciendo que desaparezca.
Los murciélagos volaron entre los policías causándoles arañazos mientras se desplazaban.
Finalmente, detrás de ellos, los murciélagos formaron un remolino y de allí se volvió a materializar el espectro que, sin pestañear, tomó al policía más cercano.


Uno de sus compañeros lo alumbró con la linterna y vio la expresión de terror y un grito ahogado de su colega mientras el espectro hundía sus colmillos en su cuello.
Algunos gritaron, otros tomaron sus garrotes temblando.
—¡SUÉLTALO!
Los policías comenzaron a garrotear al espectro que parecía insensible ante sus golpes.
En cuestión de segundos, el rostro de su compañero se palideció, su piel se resecó y la luz de sus ojos se apagó.

Cayó seco en el suelo y el espectro comenzó a lanzar manotazos lastimando a los policías. Con sus largas uñas hirió de gravedad a algunos que comenzaron a desangrarse, haciendo que los ojos del espectro se volvieran rojos y atacara con más ferocidad.

Danny y Paul seguían en el interior de la cripta tan sorprendidos como aterrados.
Ambos se miraron y corrieron hacia la puerta. Cuando estaban a punto de salir, los policías comenzaron a ser lanzados hacia el interior de la cripta como si fueran costales de papas.

Uno de ellos impactó contra Danny. El golpe fue tan fuerte que lo dejó sin aire. Paul lo tomó del brazo y continuaron corriendo dejando atrás a la criatura que estaba masacrando a los policías.

Corrieron desesperadamente buscando la salida, pero ese cementerio era como un laberinto.
Una fría brisa comenzó a recorrer los caminos y pasadizos del lugar. Vieron un grupo de murciélagos volando, tapando la poca luz que les brindaba la luna.

Ellos se lanzaron al suelo y se escondieron detrás de unas lápidas.
Allá en lo alto, sobre la estatua de un ángel, vieron una sombra de pie y unos ojos rojos que los observaban.
Se convirtió en un torbellino de murciélagos que, amenazante fue hacia ellos. Aterrizaron sobre Paul, que desapareció entre gritos, y cuando fueron por Danny, él sacó un pequeño rosario con un crucifijo que le había regalado su abuela, quien siempre le hacía una oración cada vez que lo veía salir a la calle.
Los murciélagos lo esquivaron y solo alcanzaron a arañar su rostro.
El torbellino de murciélagos comenzó a arrastrar a Paul hasta la vieja cripta.
—¡Danny! ¡Danny!
Los gritos desesperados de Paul mientras era arrastrado hacia la muerte.
—¡Paul! —gritaba Danny mientras corría detrás de él.
Los murciélagos doblaron y metieron a Paul dentro de la cripta.
Danny, que ya estaba a pocos metros, vio cómo una mochila fue lanzada desde la cripta hacia afuera.
La puerta de la cripta comenzó a cerrarse lentamente, ahogando los gritos desesperados de Paul, que se mezclaban con una grave carcajada diabólica.
Danny tiró de la puerta con todas sus fuerzas sin éxito, golpeó y pateó hasta el hartazgo. No logró nada.

Finalmente, una mañana cubierta de neblina se hizo presente. Danny se encontraba sentado y exhausto, recostado sobre la puerta de la cripta. Con la mirada perdida, por todo lo que había presenciado y aún sin aceptar la pérdida de su amigo.
Frente a él, el suelo que anteriormente estaba plagado de policías se encontraba vacío, como si nada hubiera ocurrido.
Solamente había una de las mochilas donde guardaban las joyas.
Danny se acercó y la abrió.
No había joyas, solamente un bastón de policía y el anillo de oro con el rubí rojo que estaba en el dedo del espectro. Tomó el bastón y notó que había algo tallado en la madera.
«Gracias por la ofrenda y el sacrificio – Sr. D.»

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