Abrir el Word. El terror de la hoja en blanco. Pensar una idea. Masticarla un rato. Un par de ratos. Un par de pares de ratos.

El sueño de adolescente: máquina de escribir, vaso de whisky, mover los hielos con el dedo en postura sexy e intelectual a la vez, la cabaña en el bosque, el silencio de la naturaleza, una chimenea crepitando y la tranquilidad de saber que hay dinero esperando a cambio de eso que se escribe. La realidad, un par de décadas después: un país desmoronándose y dejando cada vez más gente afuera del sistema, la más absoluta precarización laboral, la desesperación por juntar el mango para el alquiler, cierto que también hay que comer, un mate siempre a punto de lavarse, la sensualidad del pelo revuelto que en realidad desconoce la existencia del peine, una computadora prestada, uno de los inviernos más crudos que recuerdo, la acidez diaria porque acá sí que hay preocupaciones, un cuerpo en absoluta rebeldía que asume de la peor manera todo lo que pasa.

Letras sueltas. Que forman palabras. Palabras que forman oraciones. Oraciones que forman párrafos. Contar palabras.

A veces todo fluye sin distracción. Las palabras se amontonan en la cabeza y necesitan salir. Salen desordenadas. Ordenadas. Todas juntas. De la mano de lágrimas. En las raíces de las carcajadas.

Otras veces hay que darles vueltas como perro que busca la posición para dormir. Ir a poner agua para el mate. Ver el pedacito de mundo desde la ventana de la cocina. El vecino de enfrente está en su terraza. Su perro da vueltas como yo al texto. Los autos pasan. Las hojas de los árboles caen a la vereda. Las palabras siguen sin caer. El agua que está por hervir.

La yerba se está acabando. Debería poner ropa a lavar. Debería lavar la taza que me mira desde la pileta. Todos los deberías que se hacen cuando se debería estar haciendo otra cosa.

Algo se me había ocurrido para este texto pero se me fue con el ringtone que ya detesto pero no encuentro uno mejor.

Una idea. Un párrafo. Hace frío. Alguna de las mantas que me rodean va a arreglar esa situación por el momento.

En una entrevista de trabajo me dijeron que se me notaba que escribir era lo que más me gustaba en la vida y debería dedicarme a ello. Otro debería pero que esta vez viene desde afuera. Ese “y quién paga mi alquiler?” que se quedó atorado en un instante de vida políticamente correcta.

Las dudas. Esto no es bueno. A quién le va a gustar. Quién lo podría leer. Bajarse el precio a uno mismo como forma de vida. De golpe un brillo. Una frase que ilumina la habitación. La bombilla que se destapa. Un momento de silencio en el tránsito Palermitano. La esperanza de que la esperanza siga vigente. Aún en un contexto tan terrible. Aún en un país que ya sólo piensa de manera individual. En el que un millón de pibes se van a dormir sin cenar.

Y ahí se despatarran las palabras. Bailan los dedos en el teclado. La espalda se arquea. Va a doler en un rato. Pero mientras tanto qué lindo esto de escribir.

A veces dar una vuelta alrededor del pequeño living. Volver a mirar por la ventana. Jugar a adivinar esas vidas posibles que caminan por la calle. Dialogar un rato con la luna. Buscar la estrella más brillante de todas. Respirar. Volver con ese otro aire. Con los ojos más frescos y leer de otra manera. Lo que no gusta. Lo que sí. Lo que sigue. Lo que se va. Lo que se pone en otro lugar. 

Escribir. Como forma de expresión. Como descarga. Como forma de vida. Siempre escribir.