Día uno: tenía 9 años, corría 1982, y mamá dijo en el almuerzo: mañana nos vamos a Uruguayana. Ahí empezó el viaje. Hacía poco que se había casado con el gordo, él sonreía ladeando la cabeza de izquierda a derecha mientras cortaba el bife. Le pregunté dónde era eso, y me dijo que era un lugar de Brasil, enseguida se me vinieron las palmeras, y esas playas donde se bailaba y cantaba que había visto por la tele.
Después de almorzar la Susi empezó a armar los bolsos azules de tela de avión, era la primera vez que los tres íbamos juntos de viaje. Armó el de ella y el de Vicente, y me dio instrucciones de lo que tenía que poner en el mío. No le hice demasiado caso, puse esa pollera con cintas de raso, encajes, broderí, cuadrillé, que era puro volado, uno sobre otro, una escalera de colores, y metí la malla. Brasil me esperaba. Aquella noche soñé con una comparsa de garotas y garotos.
Día dos: tomamos el Expreso Cabildo a Bahía Blanca, manejaba Don Gómez, papá iba entusiasmado charlando de pesca con él. Yo iba mirando nubes y jugando a reconocer sus formas, encontré un dragón, un corazón y una flor. Mamá contemplaba las sierras. Los 22 kilómetros de camino de tierra hasta Frapal nos hicieron milanesa. Llegamos sacudiéndonos tierra a la terminal de ómnibus de Bahía, ahí teníamos que esperar una hora para que salga el micro a Santa Rosa- La Pampa, me sonaba lindo ese lugar, lo imaginaba lleno de rosas perfumando. Como era media mañana decidieron hacer tiempo en la confitería, mamá me dijo que elija mesa, elegí una al lado de la ventana. El mozo trajo café con leche, tostado y medias lunas saladas con un platito con manteca. Ver tantos autos y gente, y sentir el olor a ciudad me daba extrañeza. Sierra de la Ventana huele distinto, a agua de río, a campo, a salamandras encendidas cuando hace frío, a asado, a tierra mojada o seca. ¿Por qué hay tantas palomas en la ciudad? Pensaba cosas en esa línea al masticar el tostado. Mi viejo fue hasta el puesto de revistas, lo acompañé, él se compró Condorito, Nippur de Lagash y Paturuzú para el viaje, separó una Mía para mamá, y me dijo que elija algo, hojeé una Billiken, y una Humi ya que al pueblo no llegaban, y salí contenta. En el kiosko compramos chiclets, caramelos, galletitas y agua. Mamá estaba fumándose un pucho de esos largos, como actriz de Hollywood en la mesa de la confitería, tiraba la ceniza en un cenicero de metal que decía Cinzano, se veía tan diosa. Desde los parlantes de la propaladora anunciaban que salía el micro a Santa Rosa por la plataforma 3. Seguimos el viaje.
Día tres: no llegué a leer ni dos páginas de la Billiken, que me quedé dormida. Dormirme en micros y autos cuando toman la ruta es mi debilidad desde la infancia. De Santa Rosa recuerdo que era blanca, tenía pocos árboles, no había rosas como la imaginé, no se podía tomar agua de la canilla porque era salada, y el pelo al bañarte te quedaba duro. El hotel se llamaba como la ciudad. Enfrente había un restaurant en el que cenamos milanesas a la napolitana con papas fritas. Soñé que iba en un barquito a llevarle ofrendas a la reina del mar, esa que había visto divina en una revista. A las 6 de la mañana estaba arrojando flores, vino una ola, y la Susi me despertó. Teníamos que desayunar y tomar el micro a Uruguayana. La emoción me hizo pegar unos saltitos, iba a conocer Brasil.
Día cuatro: al subir al micro me resultó raro que no tenía asientos reclinables. Una rubia teñida con la boca pintada de fucsia pasaba asistencia a los pasajeros. Sonaba Sergio Denis. Los choferes fumaban y hablaban fuerte con la rubia. Me hice amiga del único nene que viajaba en ese micro, me convidó un sanguche de salame, se llamaba Pablo, era de un lugar de La Pampa que no me acuerdo el nombre. Unas horas después papá me mostró que estábamos llegando a El Palmar de Entre Ríos, era la primera vez que vi tantas palmeras juntas. Paramos a cenar en un restaurant de la ruta, era tenedor libre, cada cual se servía lo que quería. No existía eso en Sierra. Papá y yo comimos hasta hartarnos, él decía que “como limas nuevas”. Nunca le pregunté qué significaba eso. Con Pablo fuimos a jugar un rato afuera, había unas hamacas, quien llegaba más alto le ponía nombre a una estrella, y ese nombre era secreto.
Día cinco: me desperté, mamá estaba durmiendo en el asiento de al lado, papá charlaba de caballos con un señor. La teñida con boca fucsia dijo que preparemos los documentos porque íbamos a cruzar la frontera Argentina-Brasil. Le acaricié el pelo a Susi para despertarla, ella tenía los documentos en la cartera. Estrenaba mi DNI con el apellido de mi papá de crianza. Era lindo ver el Mónica Natalia al lado del Molina, aunque ya me había acostumbrado al apellido de mamá, y cuando me llamaban Molina todavía no terminaba de reaccionar, ya que tenía en el oído el Mendoza. ¿Faltaba mucho para llegar a esa playa de Brasil donde estaba la diosa del mar con las manos extendidas esperando mis ofrendas?
Subieron al micro unos tipos vestidos de verde militar a mirar los documentos, la rubia teñida se inquietó. Le pregunté a mamá qué pasaba, respondió que respire hondo y piense cosas lindas. Volví a meter las patas en los pensamientos de esa agua de mar brasilera, Lemanjá sonreía, sonaban tambores y voces de mujeres cantando, me había puesto la malla, y arriba la pollera de todos colores para conocerla. Dibujaba corazones en la arena.
Los de verde se fueron, el micro siguió camino. Mamá dijo que íbamos a ver a Garrincha, que era un hombre bueno que curaba. Renegué, yo quería ir a la playa a conocer a Lemanjá, por más bueno que decía que era ese Garrincha, seguro no lo era tanto como esa diosa. Le pregunté si Garrincha vivía al lado del mar. Me dijo que pare de preguntar pavadas, que me iba a gustar conocerlo. Hice retranca, dije que no quería, y ni se inmutó. Llegamos a un lugar que tenía muchos puestos con techito en donde vendían toallones, perfumes, tuper, pintalabios, ropa, y bocha de cosas. Nos metimos en un mar de gente, mamá me llevaba de la mano, papá iba atrás nuestro. Había que hacer una cola frente a una carpa como de circo para que te den un número para ver a Garrincha.
Día seis: se hizo de noche, cada cual tenía su número. Nos esperaba el micro en la calle, costó encontrarlo porque había muchos. Este tenía un cartel que decía Santa Rosa-La Pampa. Subimos, volví a ver a Pablo, y le dije que íbamos a conocer a la diosa del mar. Cruzamos un puente muy largo sobre agua, me emocioné, y le pregunté a papá si estábamos sobre el mar, respondió que no, que era un río. Llegamos a un hotel que tenía varios pisos, en el hall había unos señores morochos vestidos de traje que sonreían y daban la bienvenida. La habitación tenía una cama grande y una chica. Dejamos los bolsos, bajamos con mamá a dar una vuelta mientras papá se bañaba. Después nos duchamos, perfumamos, y salimos al restaurant del hotel a cenar. Era tenedor libre, con papá sonreímos. Mami se había soltado el pelo, y tenía una camisa colorinche con una pollera, yo me había puesto un vestido floreado, papá tenía una chomba blanca con un pantalón vaquero, teníamos toda la pintusa, como decía él. La comida era un lenguaje importante en nuestro vínculo, no tenía su sangre, pero sí sus gustos y gestos. Había de todo: milanesas, papas fritas, pizzas, pastas, ensaladas, fiambres, asado, pescados, mariscos, y comidas que ni conocía. Mamá me enseñó cómo se pelaba un langostino. Papá le sacaba las espinas al pescado para dármelo (ahora caigo por qué siempre espero comer pescado sin espinas). El asado estaba riquísimo. Papá decía que íbamos a dejar marcado nuestro caminito de la mesa a la comida, de tantas veces que fuimos a servirnos. La mesa de postres estaba adornada con frutas y flores. En la sobremesa me preguntaron si podían ir al casino, y si les hacía la gamba de esperarlos en el hall del hotel, porque como era menor de edad no me iban a dejar entrar. Bueno, no me quedaba otra que decir que sí. Por suerte me encontré con Pablo en los sillones del hall, y nos pusimos a charlar con los señores de traje, pregunté por la diosa del mar, y uno de ellos sacó de su billetera una estampita, y me la regaló.
Pasaban las horas, con Pablo pedimos una coca cola, y nos acercamos a un televisor. En la tele pasaban a una señora que cantaba en un escenario en el mar “Eu preciso te falar, te encontrar en cualquier jeitu/ pra sentar a conversar”. Sonaba tan linda, y era parecida a Lemanjá. A Pablo le brillaban los ojos grises del sueño, se corrió el flequillo para atrás, se durmió en mi hombro, tomándome de la mano. Hasta que yo también me dormí. Me desperté en la pieza con los ronquidos de Susi y Vicente. Por lo visto al salir de jugar en el casino me llevaron dormida.
Día siete: desayunamos tan rico esa mañana antes de subirnos al micro para ir a lo de Garrincha, había frutas, torta, sanguchitos, yogurt, café, té, tostadas, manteca y dulce. En la cola mamá hablaba con una señora que le contaba sobre el poder de hacer milagros que tenía ese tipo. Le pregunté al oído a mamá qué era un milagro:-vos sos un milagro, todo es un milagro, Natito, respondió acariciándome el pelo, y siguió como si nada charlando con la señora. No entendí para qué estábamos ahí, qué había que curar, qué milagro iba a hacer ese Garrincha, y me quedé pensando si yo era un milagro, podía hacer milagros, y para qué íbamos a ir a verlo, pero no le dije nada, ya que me iba a sacar carpiendo. La gente aprovechaba el tiempo hasta entrar a la carpa para comprar cosas, y las ponía en unos bolsos gigantes que tenían rueditas. Unos monos chiquitos eran la atracción en un puesto, papá me invitó a ir a verlos, los monos chillaban, y pedían comida. Mamá se quedó cuidando el lugar en la fila. Nos tocó el turno de entrar a la carpa, Garrincha era de altura mediana, tenía rulos chiquitos y barba, su piel morocha refulgía con el pantalón y la camisa blanca, usaba collares y pulseras, con las manos pasaba sobre la gente unos ramos de yuyos que largaban humo, luego se los daba a una mujer con un vestido blanco. Miró a mamá, le puso la mano a unos centímetros del tobillo, decía cosas en un lenguaje inentendible con los ojos que se le iban para atrás, con un bisturí le hizo unos cortecitos, apenas le salió sangre. A mí me colocó la mano sobre el entrecejo, e hizo unos cortes en forma de cruz, me ardieron. Papá se desmayó. Unos tipos de túnica blanca lo levantaron del piso, lo sentaron en una silla, lo abanicaron y le dieron agua. El corazón me latía fuerte del susto. Unas señoras gritaban que estaban sanadas, que era un milagro como Dios le hacía usar el láser a Garrincha ¿Qué laser? Si era un bisturí… No me gustó nada conocerlo. Papá se recuperó, y se negó a que el curandero lo toque.
Entre la gente vi a Pablo, me acerqué a abrazarlo, nos miramos y teníamos en el entrecejo dos cortes que formaban una cruz. Le dije que nos escapemos a buscar a Lemanjá. Salimos corriendo de la mano entre la multitud. La huida terminó en una carpa con policías, mientras sonaban nuestros nombres en los parlantes para que nos vengan a buscar. Esa noche Susi y Vicente no me dejaron comer postre, y me prohibieron ver a Pablo. Pero igual lo comí cuando se fueron al casino, me encontré con Pablo en la confitería, y nos pedimos una copa melba, tenía dos cerezas de adorno. No podíamos parar de reírnos. Ya casi ni sentíamos los cortecitos que nos había hecho el Garrincha. A él tampoco le había caído bien ese curandero. Terminamos la copa Melba, los mozos nos preguntaron si queríamos algo más, pedimos una Fanta. Sacó del bolsillo un sobre, adentro tenía un colgante con la imagen de Lemanjá. Es para vos, para que nunca te olvides de mí, ¿te acordás cuando jugamos a ponerle nombre a una estrella, y el nombre era un secreto? le puse el tuyo, dijo medio de corrido, medio tartamudeando. Yo le toqué apenas los labios con los míos, ensayando un beso. Nos pusimos colorados.
Esa noche soñé que íbamos en un barquito entrando al mar brasilero, y Lemanjá nos recibía con los brazos abiertos.