Antes de que tu cuerpo cayera a la lona, la estela multicolor que me cubría los ojos me llevó a ese tiempo en que todavía éramos amigos. A cuando escalábamos las cataratas, y yo no hacía más que seguirte, estirando los brazos para terminar con un puñado del arcoíris que dejabas a tu paso. Siento las manos entumecidas, la cara machucada.
Solo en esas carreras podías ganarme, nunca con los guantes puestos. Te apodaron “El Toro” de joven, siempre de frente, siempre tan bruto. Yo admiraba eso, aún cuando todo tu esfuerzo no pudiera superar mi talento natural. La gente grita, flashes iluminan la espalda del árbitro. Jamás lo puse en palabras, pero mi talento fue siempre una mentira, nunca fui mejor peleador que vos. Siempre fuiste más abierto a adaptarte entre peleas. Yo sólo sabía leer tus movimientos, lo que pensabas. Nuestra amistad duró largos años, incluso enfrentándonos por el campeonato, yo daba un paso y vos dabas diez, así éramos, así nos gustaba.
Uno, dos… Lo que desencadenó que nos alejaramos fue una serie de tonterías. Ya no reíamos de los chistes del otro, viejos gestos de aprecio se volvieron motivos de burla, discusiones estúpidas por orgullos heridos, hasta que me marché del gimnasio, el peor de los insultos. Todo eso no era más que síntomas vagos de una causa mayor: el fundamento de nuestra amistad consistía en usar al otro para mejorar, y en un punto ya no lo aguantamos más.
Nuestros amigos mutuos insistían en reconciliarnos y cada vez que lo intentaban les mostrabamos el error en el que caían. Se detuvieron sólo cuando peleamos a mano limpia en una plaza e hicimos llorar a los niños que jugaban. Alguien corre, no te levantas.
La pelea de hoy era tu última oportunidad para empezar a pelear por la gloria que yo supe ganar y perder en nuestro tiempo separados. “El Toro” te quedaba muy bien, te hice recorrer el ring de lado a lado, sin dejar que me tocaras. Por supuesto que sabía que tenías un comienzo de demencia pugilística, lo vi venir hace tiempo, viéndote tambalear, desvanecer, con los ojos de bovino caído. Claro que también sabía que no dejarías de pelear hasta morir. Yo tengo el nombre de varias generaciones por mantener en el ring, vos tenes que llevar comida a la mesa.
Desde el cuarto round me la pusiste más difícil. Un golpe a la cara y terminé en las cuerdas, ciego por una luz cuyo origen no pude encontrar. Traté en vano de encontrarte mientras acomodaba mi mandíbula en el lugar correcto de la cara. Cuando volviste, sentí en primer lugar tu mano hurgando en mi hígado, luego me llovieron golpes en el abdomen. Mis piernas se volvieron de gelatina y caí de rodillas. No recuerdo haberme levantado, pero si recuerdo tu sonrisa del round siguiente. Yo debí haber sonreído también, porque chocamos los guantes antes de volver a pelear.
Entonces fue cuando el toro me hizo correr a mi. De alguna parte sacaste un segundo aliento y nos portamos como niños que juegan en vacaciones. Los tuyos no eran golpes sino brazadas, los míos eran intentos de seguirte el ritmo. En cuanto daba un golpe vos ya te encontrabas del otro lado, con una sonrisa en la cara. Vos parecías bailar y yo, mientras tanto, agarraba el arcoíris que tus pasos dibujaban en mis ojos bamboleantes. Otra vez, vos te acercabas a la cima y yo iba detrás, pidiéndote que vayas más despacio. Aquella carrera fue la última que tuvimos. Allí nos dimos cuenta de que iríamos por caminos separados. Dos amigos subieron y a la cima llegaron dos muchachos, extraños uno para el otro. De haber sabido hablar no seríamos lo que somos, quizá nos hubiéramos entendido, pero somos hombres que conversan con los puños.
Me despertó de ese sueño notar que mantenías una mala costumbre de principiante: bajaste la guardia al lanzar un gancho. Apenas lo noté cuando lo hice, ya que el hábito tomó el control, en las pantallas veo que le di un uppercut y cayó inerte, como si apagara una máquina. Pensé en alguna parte de todo esto que quisiera que nos reconciliemos, que consideremos el retiro, unos días juntos en las cataratas.