De las entrañas de la tierra

—¡Es injusto, Martín! —dijo —. Saco tanta madera como los otros, eso lo sabes.

—Tengo un puesto —dije, no iba a tolerar insolencias —, y quiero que mantengamos esta conversación en el terreno de lo profesional.

—Patrón. Hago lo humanamente posible. Más que eso, el médico dice que estoy próximo a un colapso. Ya no duermo.

Excusas de un vago de mierda. Abrí el cajón del escritorio y saqué las métricas.

—Tus números están debajo del promedio desde hace seis meses. El último mes fue el peor. Por como vas voy a tener que desvincularte.

—Pero, si el contrato dice…

Ahora quería negociar. Vi el reloj. Iba a llegar tarde a mi curso virtual de Gestión de capital humano. Le paré el carro.

—Con la reforma laboral en ciernes lo que dice tu contrato sería más bien una sugerencia.

—¡Pero si todavía lo están discutiendo, no entra en vigencia!

—Cuestión de tiempo. Mejor acostumbrarnos.

—Yo, patrón, por favor —empezó de a poco —. Le ruego que reconsidere. Mi hija, mi nena, tiene leucemia. Ya no duermo, no tengo mi cabeza en el trabajo, sólo pienso en ella. Por favor, no me haga esto.

 Estuvo a punto de llorar. Lo disfruté por un momento pero me ablandé. Tengo que saber aflojar.

—Bien. Dejemoslo acá, Daniel. Pero estás advertido, cuida tus métricas. Si tanto te importa tu hija, si está tan mal, bueno, hace un esfuerzo más.

Ahí me di cuenta que no tuve que ablandarme. Me lanzó una mirada de desprecio. Cuando me iba a poner a hablar, llamaron a la puerta, era Ricardo.

—Jefe, descubrimos algo que tienen que ver.

—¿Es importante? Estoy ocupado.

—Es muy raro —Ricardo tenía la cara marcada por la confusión —. Estaba enterrado y salió nomás—. Vi el reloj, no llegaría al curso.

No me gustaba ir al monte. Los mosquitos en verano, sin hablar del calor, eran insoportables. Aunque lo peor no era eso sino tener que soportar las miradas burlonas de mis subordinados. Nunca los escuché decirlo, pero estaba seguro de que se trataba de mi ascenso. El jefe anterior, Oscar, mantuvo un cargo similar, pero debido a ciertos cambios, y a mi gestión satisfactoria en recursos humanos, me nombraron Director de obra y recursos de esta extracción en particular.

Eso fue hace tres años. De haber sabido que mi carrera se estancaría, me hubiera quedado en la oficina. Me ofrecieron el puesto gracias a la recomendación de mi hermano. De haber sabido que este puesto se lo inventaron para reírse de mi un rato entre directores, que me quedaría monitoreando entradas y salidas en un monte olvidado por Dios, habría insultado a mis jefes y abandonado la empresa. Debido a todo eso tengo que aguantar las miradas y las risitas de estos hombres ignorantes y robustos, partidos por el sol. Aún así, era su jefe, ese era un pequeño consuelo.

Nos dirigimos al punto donde estaba el objeto que salió de la tierra. Atravesamos un terreno frondoso y después pasamos por los troncos que esperaban ser recogidos y transportados. Todo el territorio sería en unos años donde se levantaría el Hotel Moloch, lugar de estadía para los turistas del desierto del Impenetrable.

El lugar estaba repleto de chismosos. El operario de la grúa miraba desde el techo de la máquina, cubriéndose los ojos de la luz del sol. La multitud rodeaba una especie de agujero que parecía cavado, pero luego supe que lo que había ahí salió como rechazado por la tierra.

Eran figuras de piedra que representaban personas. Había diez, hombres y mujeres. Un grupo de nueve estaba en la misma posición: marchando y con las manos abiertas por encima de los hombros, como si cargaran algo invisible; sus ropas lucían un patrón de múltiples soles entrelazados, el tallado era preciso y profundo. La décima figura parecía un sacerdote o un líder con las mismas ropas y un sombrero ya roto, en el que pude notar un único sol grande dibujado en la piedra. Este último apuntaba con el dedo, que sorprendentemente se mantuvo intacto en una mano desgastada.

Esta estatua me desafiaba, me maravilló de inmediato porque me recordó a mi mismo: un solo individuo liderando a un grupo en un monte agotador. Pero me desafiaba, me decía “¿Vos sos un líder? No, sos un oficinista con aires de grandeza”. Y era cierto, un líder mandaba. Un patrón no necesitaba más que un gesto para que su mano pusiera a funcionar a otras cientos de manos que cortaban, transportaban y se estrechaban bajo el ritmo de un solo dedo índice. Pero de mí, mis subordinados desconfiaban.

—Daniel —dije —. Poné la correa para sacar las estatuas de ahí.

—¿Yo?

—Acordate de lo que hablamos, hace el esfuerzo —hice un gesto con la mano y me dejé llevar por el placer de la obediencia.

Mientras él hacía lo que le pedí imaginé que tanto pagarían en un museo por estas cosas. Podría hacerme rico, algo tiene que valer, me dije. Luego, un grito. Daniel se había tirado al suelo y se sostenía una mano con la otra, dando alaridos. Miré al pecho de la estatua del líder, la piel la piel de la palma de la mano de Daniel se le pegó como una calcomanía. En unos segundos la piedra consumió el rastro de carne y piel y sangre, hasta no dejar nada.

—¡Llévenlo al médico! —gritó Oscar, no había notado su presencia.

Supe enseguida que un museo no sería suficiente, debía venderlas por muchísimo más.

—Ricardo, que nadie toque nada. Pongan cintas de peligro, trabajen al rededor. ¡El resto sigue laburando!

Durante esa noche, todos pudimos escuchar los quejidos de Daniel en la enfermería. El enfermero me contó que fue difícil hacer que se acostara, Daniel quería salir a toda costa. Le dieron un calmante y lo hidrataron, pero no lograron bajarle la fiebre. “El monte, lleven me al monte”, le escucharon decir antes de que se durmiera, notaron que tenía la piel reseca y chupada.

Temprano a la mañana me despertó el ruido de gritos. Al salir me encontré al enfermero; lejos, en el monte, gente corriendo.

—Daniel no está —dijo —. Cerré la puerta con llave para buscar unos papeles. Cuando volví la cerradura estaba rota y ni un rastro de él.

Me excusé y me dirigí al monte. Donde debió haber estado la estatua del líder se hallaba un montón de tierra removida. El resto de las figuras de piedra estaban igual que antes. Ricardo parecía a punto de ponerse a llorar, se disculpó incesantemente hasta que lo calmé.

—Basta —dije, ocultando mi ira —. Escuchame, mirame —le tomé el rostro con ambas manos —¿Querés cagarte en guita? —me miró confundido y asintió —. Entonces armá un grupo de gente y cuiden estas estatuas las veinticuatro horas, otro grupo tiene que buscar la que falta. Cuando tengamos todas vos y yo nos llevamos todo.

Ya en mi oficina, recordé el desafío de esa estatua, la falta de respeto de Daniel. Tomé el comunicador portátil y di un mensaje.

—Se exige la búsqueda de Daniel Martínez a todo el personal de seguridad, además de información de su paradero al personal en general. El señor Martínez debe ser llevado a la justicia por hurto de la propiedad de la empresa.

—Necesito que me escuches —Oscar llevaba varios minutos intentando que me importen sus quejas y excusas —. Los muchachos están incómodos, preocupados. No podemos tratar a uno de los nuestros como delincuente sin evidencias fuertes.

—Él desapareció junto con la escultura. No es coincidencia.

—Eso es el otro problema —se cruzó de brazos —. Esas cosas nos ponen en peligro a todos. ¿No querés que las saquemos, que tratemos de nuevo? Estuvimos pensando… —así que ese era tu plan, me dije, todos querían robarme.

—No les pago para pensar —dije —. Les pago para que tiren abajo árboles y encuentren al ladrón. No los necesito pensando.

El desgraciado abrió los ojos como platos, después se levantó y me sostuvo la mirada, desafiante.

—¿Algo más? —pregunté.

—Nada más —apretó los dientes—. Patrón —se retiró.

Los días siguientes me parecieron tranquilos. Investigué, sin buenos resultados, dónde vender las estatuas. Tenía la radio encendida, esperando saber algo de la reforma laboral, cuando noté algo raro. No me cerraban los números, había mucha menos madera saliendo que la semana pasada. Salí a encontrarme con Ricardo, le pregunté si notó algún problema entre los muchachos.

—Varias máquinas están fallando, otros dicen que les cuesta trabajar sin pensar, no entiendo eso muy bien.

Oscar, que hijo de puta.

—A ver esas máquinas.

Era como si hubieran arrojado agua de mar a las motosierras. Las ruedas de varios vehículos estaban tan llenas de óxido que no se movían. Dos de las grúas estaban arruinadas. A una le reemplazaron el motor por tierra, a la otra por un nido de pájaros.

Por otro lado, buena parte la gente llevaba en la cara esa expresión que yo odiaba. Se decían mutuamente que “algo hay que hacer” y “no podemos seguir así” y, lo peor, “organizarse”. Así empezaban. Se organizaban, luego te roban la plata con los impuestos.

Me dirigí hasta donde estaban las estatuas. Necesitaba admirar su belleza incompleta, calmarme. Allí noté que los encargados de hacer guardia iban de un lado a otro, susurrándose cosas.

—¿Qué pasa?

—No, nada patrón.

Pose los ojos en el grupo de figuras de piedra. Por un segundo no lo vi, debido al ángulo, pero donde debía estar una estatua de una mujer no había nada, solo más tierra removida. Antes de que pudiera preguntar algo, uno de los hombres se acercó.

—Patrón, le iba a explicar. Desapareció así nomás. Di una ronde y ahí estaba, en la segunda ronda ya no estaba. Cuando las otras la taparon en mi punto de vista, se esfumó.

—Muy bien —mentiras, ladrones todos, confabulados con el otro —. Junte sus cosas y diga adiós. Ustedes también —estaba seguro de que era uno de ellos, ahora se venían los ruegos. Me calmé, vi en sus ojos la falta de intelecto necesaria para robar algo así —. Bien, basta de llorar, recuperen lo que perdieron.

Recordé que durante la preparación del terreno debieron matar muchos gatos monteses. Le pedí a Ricardo que armara a los guardias y que protegiera las estatuas con sus vidas. Por un momento creí que me estaba excediendo, pero me obedecieron tan voluntariamente que tuve que alejar mis preocupaciones.

Envié un comunicado de emergencia: quien holgazanee, no de el cien por ciento, u oculte el paradero de Daniel estaría en riesgo de despido.

Ya en la oficina, intenté calmarme. Pensé en el óxido, la tierra y los animales en las máquinas. No tenía idea de quién sabotearía la maquinaria de forma tan extraña. Si fue Daniel, ¿porqué arriesgaría a ser atrapado y cómo movió la estatua sin ser visto, sin sufrir heridas?

—Patrón —Ricardo entró.

—¿Qué pasa?

—Avisaron que la mitad de los muchachos entra en huelga, otra porción discute si se suma.

—Qué lío. Bueno, pronto será justificación para echarlos. Presión ideológica y todo eso.

Cuando Ricardo se marchó presté atención a la radio. Habían rechazado la reforma laboral.

—Vi un fantasma el otro día —dijo uno.

—Todo esto era territorio indígena —dijo otro.

—¿Sabés qué les hicieron los militares?

—Hicieron nuestro laburo más fácil —intervino un tercero.

Debido a la falta de personal y la maquinaria estropeada los muchachos tenían mucho tiempo libre. Las últimas semanas fueron así: calor, trabajo lento y líos del otro lado del portón. Buena parte de los huelguistas se encargaban de los camiones, así que ahora, con dichos camiones cortando caminos, nada salía. La poca madera que sacábamos quedaba en el asentamiento, hasta que los que afuera se cansaran de hacernos perder el tiempo.

Una oportunidad se presentó. Oscar me llamó a una charla, cada uno de un lado del portón.

—Necesitamos enfermero. Cinco de los muchachos tienen diarrea y fiebre. Dos más solo fiebre. Creemos que fueron los mosquitos o alguna intoxicación.

—Así que me necesitan ahora.

—Dale Martín, no empieces.

—Si quieren beneficios de empleado tienen que estar adentro, trabajando.

—Ya conoces nuestras demandas.

—No estás en posición de demandar. Si quieren médico, paren este desastre.

—¡¿Querés que ruegue?! Los más urgentes al menos. Los centros médicos meas cercanos apenas pueden tratar la fiebre, acá tenemos de todo.

—Bien. Para mostrarte que tengo corazón, traigan a los enfermos. Pero, avisales, si quieren ser tratados tienen que salir del sindicato y volver al trabajo.

Oscar miró al suelo, apretó los puños y se dio media vuelta. Creí que era una buena idea. Quizá no fuera efectivo de inmediato, pero a la larga varios se enfermarían, cansarían o aburrirían, y volverían al trabajo, lo que evidentemente era lo mejor. Volvió después de un largo rato, parecía cansado.

—¿Qué te dijeron?

—¡Medico, ayuda! —comenzó a gritar como desquiciado.

Ni loco, pensé. Corrí hasta la enfermería y entré. Ambos doctores me dieron su mejor cara de circunstancia. Revolví el escritorio hasta dar con las llaves y salí. Cerré la puerta.

—Disculpen —dije —, después les explico.

Oscar y su gente siguieron gritando en vano por horas, hasta que se rindieron y los enfermos accedieron a dejar el sindicato, así que fueron atendidos. Uno de ellos falleció. Ordené que pusieran guardias armados en el portón.

Esa noche salí a caminar. No podía dormir, me sentía angustiado por el muerto. Tragedia evitable, además, solo tenía que aceptar mis condiciones cuanto antes, o mejor, no hacer estupideces como una huelga. Oscar, y el resto de su grupo, tenían sangre en sus manos.

Me quedé quieto de pronto, creí ver entre los árboles a un muerto vivo. La luz de la luna me permitió ver claramente a Daniel. Estaba desnudo, cubierto de tierra, y la mano con la que había tocado la estatua parecía ahora hecha de una piedra negra. Corrí hasta uno de los guardias y le saqué el rifle. Luego le seguí la pista a Daniel.

Las hojas de los árboles me dejaban la cara mojada, cada paso era un constante trastabillar en barro, la luz de la luna no era suficiente para abrir la oscuridad a mi paso, pero podía seguir unas huellas. Volví a ver el arma, tenía doble cañón y dos balas. A lo lejos noté una luz anaranjada.

Me agaché detrás de unas raíces y vi un espectáculo espantoso. Gente, algunos llevaban los signos del sindicato y otros no, todos cubiertos de tierra, sentados al fuego, fumando, bebiendo, riendo. En otra parte, metidos hasta las rodillas en un charco fangoso, Daniel y otro hombre. En varias direcciones vi también estatuas como las mías. No pude reconocerlas al inicio, pero los símbolos de múltiples soles eran inconfundibles. Estaban como encastradas en los troncos muertos y saliendo de la tierra. Allí se confirmó mi sospecha, de alguna manera me estaba robando las estatuas. Apunté a Daniel y disparé. El arma salió volando hasta algún rincón de la maleza y yo me quedé sordo unos segundos.

Lo primero que llamó mi atención fueron las esculturas. Emitían una luz tenue y grisácea de los ojos. Al mirar a Daniel observé que había fallado. Frente a él yacía el cuerpo de aquel otro hombre hundiéndose en el agua turbia, con un agujero en el cráneo.

Entré en pánico y busqué a tientas hasta hallar el arma. Apunté otra vez pero al apretar el gatillo este no se movió. Revisé el arma y sentí el metal mucho más aperos y la culata se deshizo como si manipulara cartón mojado. Me dejó en las manos olor a óxido y madera podrida.

Más allá, el agua del chasco burbujeaba y humeaba. Luego, el hombre que había matado se levantó y me buscó con los ojos. El hueco en su cabeza se había reconstruido con barro y hojas.

Corrí. Corrí hasta que me di cuenta de que mis zapatos estaban destruidos, y seguí corriendo. Al llegar al asentamiento vi que traje conmigo un rastro de sangre. Me había cortado el pie.

—Ármense, todos tomen un arma —dije más tarde, luego de vendar mi herida, a los hombres que aún procesaban mi historia —. Todos seremos ricos, vamos a vender las estatuas y seremos ricos. Pero por ahora, hay que sobrevivir.

El dolor en el pie se había vuelto insoportable. Ordené que llamen a un enfermero con un gesto de la mano.

—Los enfermeros renunciaron —dijo Ricardo.

El calor de la noche le dio sed a los muchachos y yo les permití beber. Solo quedaban los más fieles. Oscar y los huelguistas se fueron. Quedaron los tipos más brutos y raros. Del grupo al que le conté la verdad se fue la mitad, así que a los otros les mentí. Les dije que un montón de zurdos planeaba tomar el lugar y unos rapados de tatuajes extraños se ofrecieron en seguida. Los últimos en incluirse eran de los más antisociales, personas que parecían más equipadas para responder e-mails que para disparar. Ese era el equipo.

Estábamos rodeando las estatuas, esperando con las armas listas. Regamos el terreno húmedo con arena y ceniza. Debíamos evitar que alguno de aquellos muertos vivos pudiera volver levantarse luego de dispararle. El silencio de la noche era apenas interrumpido por la conversación escasa y el zumbido eléctrico de nuestras luces.

—Quizá Oscar tuvo razón en irse —dijo Ricardo.

—¿Por qué decís eso? —pregunté.

—No sé, digo, ¿es peligroso esto, no? Con armas y todo.

—Esto siempre fue peligroso. Siempre lo supiste y nunca te fuiste. ¿Por qué?

—Porque vamos a ser ricos.

—Tal cual. Te arriesgaste y ahora vas a ganar. No le des la razón a Oscar, no somos como él. No abandonamos. Sos un miembro importante de la empresa.

—Siempre tuve mis dudas, pero tiene razón patrón, no abandonamos. Yo quiero llegar lejos en la empresa, patrón. Trabajo mucho. ¿Usted cree que puedo ascender como usted, o más que usted?

Nunca, infeliz.

—Si le pones empeño todo es posible.

Sopló un viento que trajo consigo gotas de agua de los árboles cercanos. Mojó la tierra, las esculturas, nuestra ropa y, de pronto, de cada impacto del agua brotó un manojo de hojas y ramas, que en pocos segundos se achicharraron y pudrieron. Miré a mi al rededor y fue como si el monte se arrastrara hacia nosotros. De entre la vegetación que teníamos en frente algo escondido nos devolvía la mirada.

Di gritos, órdenes, dirigí los cuerpos de esos hombres, esas voluntades, con decididos movimientos de mis manos; donde yo apuntaba, un soldado se movía. Me sentí como si soñara, mi conciencia fuera de mí, puesta como un soberano en el cuerpo de mis súbditos. Absoluto placer.

Las sombras del monte se escurrían de un lado a otro. En un punto, sin pensar, hice un gesto y uno de los hombres disparó. La criatura que se había escabullido junto a él explotó en trozos de tierra plomiza. Como una reacción en cadena, una docena de manos iluminó el monte con sus armas, trayendo muerte a viejos compañeros.

Uno de los hombres del frente largó una risa mientras luchaba por destrabar su rifle.

—¡Estamos ganando!¡Vengan, hijos de puta!

Vi luego que la tierra que sus victimas dejaron sobre él, como cobrando vida, recorrió su cuerpo buscando introducirse en sus ojos. Se retorció con violencia y comenzó a achicharrarse, a volverse una flor marchita y acabó así, en una postura de dolor, inmóvil y del color de la piedra.

Miré a mi al rededor y toda la vanguardia, doce hombres, se volvieron piedra. Di la orden de retroceder. El placer del poder me mantuvo cuerdo ante el espectáculo. Oí una voz, Daniel.

—Bajen las armas, váyanse.

—¡Jamás! —grité.

El monte dio algo así como un paso, y se nos vino encima el viento y un golpe de ramas olor algarrobo. Trastabillé y me di en la nuca con algo duro. Al voltearme lo vi: una estatua, con el patrón de soles en el pecho, me miraba directo al alma. Ya no sentí más emoción que el miedo. En la claridad naciente encontré a Ricardo. Lo agarré de las orejas y le dije con firmeza:

—De cerca, en el pecho. Cuando le des a Daniel todo esto se termina.

Yo no tenía forma de saber lo que acababa de decir. Pero aún así, una vez más Ricardo, el mejor de los trabajadores, me obedeció sin pensar y corrió. Con esa distracción intenté correr a mi oficina, pero el dolor en el pie me subía como si mi pierna fuera a partirse en dos. Di saltos y disparé en todas direcciones. El monte dio otro paso y solo vi oscuridad.

No habré perdido la conciencia por más de un minuto. Apenas entraba luz en la vegetación. No se oían disparos, solo las ramas de los árboles empujándose en el viento. Tenía las piernas entumecidas cuando noté que no podía pararme. Estaba agachado y la tierra se tragaba mis piernas. Intenté buscar la escopeta pero unas ramas me inmovilizaban los brazos.

—Tuviste una chance, Martín —dijo Daniel entre la vegetación, no lograba verlo. A mi lado, recién me percataba, tenía la estatua del líder que tanto había querido volver a ver. Repartidas en la cercanía estaban las demás, manos hacia arriba.

—Hijo de puta —dije —, es todo tu culpa.

—¿No fuiste vos el que me ordenó tocar la estatua?

—Me robaste —ignoré su pregunta —. Esas estatuas iban a hacerme rico.

—No son tuyas, ni mías. Es como creerte dueño del aire —hubo un movimiento de hojas y su voz se oía más claramente. Más allá, donde luchamos, vi el cuerpo de Ricardo envuelto en vegetación gris — ¿Ellos también iban a ser ricos?

Se mostró por fin. Tenía la piel pálida, sucia, agrietada. En los ojos cargaba el peso de un tiempo incalculable y estos descansaban en un rostro que no pasaba los treinta años.

—¿Qué te pasó? —pregunté.

—Soñé por mucho tiempo, bajo la tierra, en la compañía de todos estos. Sentí cada árbol cayendo, el ardor de la tierra en mi piel, el lamento del viento. Y me lo mostraron.

—¿Qué cosa?

—¿Te gusta esa estatua, no? La del idiota —Habrá notado incredulidad en mi cara, porque se puso a explicar —. Así se llama. No sé si lo vi en sueños o lo pensé cuando la vi. Pero la historia es que él creyó que movía el sol con las manos porque hacía gestos y el sol salía. La verdad, los responsables eran ellos —apuntó a las otras —. Ellos hacían el trabajo, pero él era incapaz de verlo.

—Pero parecía como si les diera órdenes.

—Son parte de una pieza mayor, ahora incompleta. Él es poco importante.

—No, es un líder. Un ganador. Hay gente que está hecha para obedecer y otros para estar en la cima. Así es la naturaleza.

—Sí, supongo que para vos la naturaleza y otras personas son eso, cosas a dominar.

—¿Qué tiene de malo? Eso es ser jefe.

—Otro nombre para él —apuntó al líder —. Es chistoso.

—¡Sin jefe esto sería un caos! Alguien tiene que poner las cosas en su lugar.

—¿Eso hicieron tus jefes con vos, te pusieron en tu lugar?

—No —las palabras salieron de mi boca sin querer, ya era tarde, se lo concedí —. Los odio.

—Me haces acordar al idiota. Te identificaste con tus jefes, cuando vos y yo estamos al mismo nivel ¿Ibas a vender las estatuas y ellos te recibirían con los brazos abiertos? Pensaste que movías el sol con un ir y venir de tus manos, mientras ignorabas lo obvio —detrás de él el viento abrió los árboles y allí, inmenso, el sol cubría el cielo con su brillo —. Son estas manos las que traen la mañana.

—¿A dónde vas? —dije cuando me dio la espalda —¿Qué me vas a hacer?

—Yo nada. Ellos te van a juzgar como hicieron conmigo, si te va bien vas a salir de la tierra.

—¿Y si no?

Se encogió de hombros y se perdió en el monte. El suelo cedió y comencé a hundirme. Los ojos de la estatua parecían contener llamas. La mano, con el dedo extendido, apuntando hacia mí.

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