Meses después de la muerte de su madre, para escapar del resto de la familia y de las disputas de dinero y propiedad, Marina juntó sus cosas y lo que le dejó la difunta y fue a parar a un hotel barato y silencioso. 

Era verano en la ciudad de Los Soles, como tal estar en la calle no era una opción si lo que se quería era sobrevivir. El hotel Esmeralda quedaba cerca de las vías del tren, alejado del centro comercial y de la concurrencia. 

Marina había subido de peso durante los meses luego de la muerte de su madre. Le apretaban los jeans y le dolían los muslos de tanto rozarlos.

— Que tal, imagino que quiere quedarse— le dijo la recepcionista advirtiendo las mochilas y el maletín.

— Indefinidamente, si— respondió Marina.

— Bueno, tenemos desayuno pero lo tiene que buscar en la cocina del hotel. El resto de comidas te las tendrás que facilitar vos, no hacemos como en las películas, para que sepas no más te lo digo. 

A Marina le pareció que la tomaban de estúpida, siempre era así últimamente. Decidió que ya estaba allí y que con el calor de la tarde buscar otro hospedaje no era opción. Pagó y subió hasta su nueva habitación en el ascensor.

Los pasillos estaban sucios de la pintura seca que caía de las paredes y las ventanas se mantenían cerradas, el ambiente, agobiante. El lugar era silencioso, Marina pensó que sería la única persona en el hotel. 

La habitación era sencilla, unos pocos metros cuadrados, ventilador, mesa y dos sillas de estructura cuestionable, de colchón fino en un cuarto pequeño tras una puerta, el baño tenía mal olor y la ducha parecía funcionar por pocos minutos hasta que progresivamente iba disminuyendo la cantidad de agua que salía. Marina encendió el ventilador y abrió la ventana, la vista era la de siempre: una ciudad capital que bien podría ser un pueblo chico de pocas oportunidades. Sus amigas de Buenos Aires siempre decían eso, en Chaco no hay nada, que vas a hacer ahí, venite, te alojamos hasta que consigas algo. Marina se puso a fumar. Le parecía que sus amigas tenían razón; a la vez, dejar la ciudad donde creció no le era fácil. Donde ocurre la vida es tan importante como lo vivido. Dejarlo todo por una ciudad gigante comparativamente, como lo era Buenos Aires, le daba miedo. Así que esa era la situación, hogar vacío y una oportunidad riesgosa. Después del quinto cigarrillo Marina dejó de pensar y se consiguió algo para comer, luego de eso se fue a dormir.

Soñó con arañas que lloraban, con flautas distantes, y que observaba a alguien dormir. 

Al día siguiente se levantó con dolor de espalda, casi cayendo de la cama. Inmediatamente de mal humor, fumó un poco en la ventana, se dio una ducha y bajó a buscar el desayuno. Una zona del hotel hacía las veces de comedor para todo el hotel, había una cafetera, una pava, distintos tipos de té y facturas. Nadie alrededor. Marina se sentó a la mesa con un café y facturas aprovechando la quietud. 

— ¡Hola, buen día! —dijo una voz masculina cerca de Marina. Se trataba de un hombre que no podía tener más de 30, vestido con bermudas de gabardina, camisa, zapatos, sueter en los hombros, un sujeto sacado de un catálogo. Lo acompañaba una mujer de la misma edad. Cabello hasta los hombros, zapatos a juego con un vestido beige.

— Hola —dijo Marina—, no sabía que había mas gente en el hotel. Soy Marina.

— Yo soy la señora Alberti, y él es mi marido, el señor Alberti — dijo la señora Alberti. Los dos se sentaron

— Si, si, andamos viajando, somos de La Plata —comenzó la mujer, sin que nadie le preguntara—. Mi marido es propietario allá y yo soy diseñadora de interiores. Vinimos de vacaciones de verano.

— ¡Vinimos a hacer safari! —dijo de pronto el hombre—, me sorprende que no todo sea monte como decían en casa. Creí que veríamos indios y resulta que hay ciudades.

— Hay aborígenes en el Chaco, pero no creo que puedan hacer safari, no es África esto— aclaró Marina.

— Sorpresas te da la vida y de sorpresas se vive bien— dijo el señor Alberti.

Marina no entendió de qué hablaba ese sujeto extraño.

— Mi marido habla así, hay tantas verdades sueltas por ahí que tiene que agarrarlas al hablar— dijo la señora Alberti. Marina notó unas ojeras pronunciadas debajo del maquillaje de la mujer.

— ¿Usted a qué se dedica, si se puede saber?— preguntó el señor Alberti.

— Soy arquitecta. Estoy a punto de terminar un proyecto, por eso busqué un hotel, se trabaja más tranquilamente— mintió Marina, no podía terminar el proyecto que dejó a la mitad desde hacía dos meses.

— Tiene toda la razón— dijo el señor Alberti mirando hacia otra parte. Marina quería verse en los ojos de sus interlocutores, notaba que apenas le prestaban atención pero persistían en hacer conversación. 

— Encontré una tienda de ropa buenísima, se llama Aquino o algo así. Si querés ir después, querida, yo estaría encantada— dijo la señora Alberti.

— La verdad yo estoy ocupada con mi proyecto— intentó zafarse Marina—. Y ese lugar yo lo conozco y no tengo tanto dinero para gastar por el momento. Además, no tienen nada que me quede bien.

— Y la verdad que estás gordita, querida— dijo la señora Alberti.

— ¿Perdón?— se sobresaltó Marina. 

— Disculpame que me entrometa, obvio. Pero yo leí en unas revistas, también en la televisión, de gente especializada en el tema, que la gordura es una falta de cuidado importante.

Marina no tenía palabras ante la caradurez de la mujer que acababa de conocer.

— Y te digo porque es muy importante nada más— siguió la mujer—, todos tenemos que cuidar como nos vemos. El cuerpo refleja el interior, dicen, si no te ves bien es que no estás bien.

Marina se quedó perpleja. Observó al marido, luego a la esposa, luego de nuevo al marido. Ambos compartían una mirada de satisfacción que rayaba la estupidez. Antes de alterarse del todo, Marina notó una mancha roja en la camisa del señor Alberti, este notó la mirada y vio su propia ropa.

— ¡Ah!— se alarmó el señor Alberti.

— Mi amor, te olvidaste de vendarte otra vez— dijo la señora Alberti.

Ambos se levantaron de la mesa.

— Nos vas a tener que disculpar, mi marido, verás, tiene una condición…— detuvo la explicación la señora Alberti al ver que su esposo ya se dirigía a su cuarto—. Ay, hablamos después querida, un placer— y se retiró también la señora Alberti.

Qué platenses hijos de puta, pensó Marina, con menos ganas de ir a Buenos aires que la noche anterior. Dio un sorbo al café, estaba frío.

Marina se sentó a la mesa de su cuarto, sacó el tablero del maletín, preparó los lápices y la tinta, encendió un cigarrillo y se puso a trabajar.

Después de varios cigarrillos, ya de noche, no avanzó ni un poco. Se puso a dar vueltas por la habitación, aburrida. Escuchó que en una habitación contigua hablaban. Eran dos personas, también escuchó la televisión de fondo. Debe ser la pareja de hoy, se dijo. En su ida y venida por el cuarto escuchó, desde la otra habitación que creía vacía, provenía un sonido de trompeta leve; quien sea que estuviera tocando no quería molestar. Marina apagó las luces y se acostó con la esperanza de que alguna idea le cayera del techo. Le entró sueño. Lado izquierdo, lado derecho, dar vuelta el colchón, las voces de al lado, quién será el otro vecino, boca abajo, las ideas, las ideas, las ideas, el dinero de la madre solo duraría unos meses. Marina pensó en su madre y comenzó a dolerle el pecho. Desde que engordé me tratan distinto, se dió cuenta, me tratan como si fuera idiota, o si estuviera mal, solo por estar. Soy la misma persona de siempre, pero de repente tengo que cuidarme, como si estuviera enferma. No, no estoy enferma, estoy triste. Eso pensaba Marina mientras luchaba por encontrar una posición cómoda en la cama de hospedaje.

Al final durmió de puro hartazgo y despertaría con dolor de espalda.

Una mañana Marina se cruzó con alguien nuevo. Era un muchacho que se encargaba de la limpieza. Tenía la piel muy blanca, era flacucho y narigón, con el cabello negrísimo. Visto desde cierto ángulo a Marina le parecía casi andrógino. 

— Soy Cecilio, Cecilio Nowak. Mis amigos me dicen Nowak, me gusta más— dijo el muchacho—. Vivo acá de hecho, justo al lado tuyo. Estuve una semana visitando a mi familia, quizás por eso no nos vimos antes.

A Marina algo le atrajo inmediatamente de Nowak. Creyó que se trataba de la forma en que la veía, la manera en que él le prestaba atención. A diferencia del resto del hotel, Marina podía verse en los ojos negros, grandes y profundos del muchacho. Era como si pudiera viajar en ellos. 

— ¿Vos sos el que toca la trompeta entonces?— preguntó Marina—. Suena bien aunque apenas se escucha.

— Si, soy yo—dijo Nowak con un poco de vergüenza—, no me gusta molestar así que toco cuando sé que los vecinos están viendo la televisión o haciendo otra cosa. ¿No te jode?

— No, me gusta. A mi mamá le encantaba Miles Davis. La verdad es que no escucho mucho, pero me gusta, me recuerda a ella. Quizás, si te escuchara más fuerte me ayudaría a terminar de trabajar. Inspiración.

— Genial— dijo Nowak sonriendo—, voy a tocar más fuerte para vos entonces.

Conversaron un poco sobre trabajo, sobre música, sobre los vecinos estirados y ambos encontraron un poco de amistad en el hotel casi deshabitado.

Pero había algo más en Nowak. Marina no sabía bien qué. Al paso de los días notaba que en su compañía los dolores de espalda se le hacían tolerables. Algo inexplicable, pero por supuesto no debería tener ninguna relación. 

Mientras Marina seguía intentando comenzar a trabajar, y fallaba, una y otra vez fallaba, se acostumbró a escuchar la música de Nowak. También escuchó que la pareja de al lado comenzaba a discutir seguido. Una noche en la que Nowak llenaba de música el edificio, justo cuando terminaba, Marina escuchó un poco del llanto de la Señora Alberti. Cuando los veía en el desayuno o en los pasillos no le parecía que tuvieran problemas en su relación. Quería preguntar a la señora Alberti acerca de sus problemas, que sepa que la escucha llorar por la noche, conectar más humanamente. La mirada de la señora Alberti inmediatamente disuadió a Marina. Es como si viera una cosa rota, le decía a Nowak, que entendía el dolor que le causaba esa mirada; Nowak, el amigo que trataba a Marina con paciencia y afecto, no notaba que Marina lo miraba con deseo, más que un simple afecto. 

No era común esto en Marina. Cuando alguien le gustaba se trataba de personas con las que compartía mucho más tiempo que unos meses hablando a veces en un hotel. Era extraño, pero aún así ocurría.

Una de las noches que Marina se preparaba para dormir, como todas las noches, incómodamente, notó un pequeño chorro de luz que salía de uno de los cuadros colgados en la pared. Descolgó el cuadro y vió un hueco que parecía haber estado abriéndose durante un tiempo. Vio que comunicaba con la habitación de Nowak. Pensó en contarle y así poder taparlo. Dio un vistazo. El hueco parecía estar entre dos muebles bien juntos del otro lado, por lo que Nowak no lo notaría a menos que moviera las cosas en su habitación. Apareció en escena Cecilio Nowak, semidesnudo, se sentó frente al ventilador y se puso a limpiar las piezas de su trompeta. Mariana estaba, sin ninguna duda, cometiendo un acto que violaba la confianza de su reciente amigo. Lo deseaba, no creía que tanto como para seguir viendo a Cecilio hacer su vida, pero ahora que lo había hecho sabía que era capáz y le gustaba. No era valiente como para ser honesta sobre sus sentimientos. Observarlo, tenerlo para ella, sin que él supiera, durante varios minutos, descubrió que era suficiente. Marina se volvió voyeur.

Luego de esa primera vez Marina siguió observando por el agujero. Sentía una fuerza sobrenatural que la llevaba al agujero de la puerta. Se quedaba mirando como quien necesita un cigarrillo luego de momentos de estrés. Cuando no tenía el ojo pegado a la pared sentía una ansiedad terrible. El mejor momento del día era cuando veía a Nowak, y esperaba ese momento todo el tiempo.

Nowak no hacía mucho. La vida del observado era volver del trabajo y descansar, escuchar música o hacerla, ver algo de televisión de vez en cuando. Apenas salía y parecía que le gustaba su tranquilidad más que otra cosa. A veces se quedaba viendo por la ventana durante mucho tiempo, fumando y pensando, como quien medita con los ojos fijos en el horizonte estriado de paisaje urbano. Marina siempre le buscaba los ojos.

Una de las veces en las que Marina observó por el agujero vio a la pareja Alberti en la habitación de Nowak. Le sorprendió ver a la señora Alberti llorando; al señor Alberti con su sonrisa de revista, con los brazos levantados ofreciendo consuelo; la señora Alberti que no, no, que dejame, se terminó y gritos. Vio a la señora Alberti dirigirse hasta la puerta y a ambos hombres seguirla. Pronto estaban todos los vecinos en el pasillo.

— ¡Ay de mí! —dijo la señora Alberti—, este tipo es un mentiroso, y estamos casados. ¡Le mentiste a tu propia esposa!

— ¡Nunca te mentí! —dijo el señor Alberti—. No puedo mentir en algo que acabo de descubrir.

— Por favor, cálmense —dijo Nowak sin mucha esperanza ni autoridad.

La señora Alberti se dirigió a Marina.

— No sabes lo que viene a «descubrir» este degenerado. Le gustan los hombres. Es gay —pronunció «gay» como quien habla de la gripe.

Marina se quedó sin palabras. La primera reacción que tiene la señora Alberti es contarle un detalle de vida íntima a la vecina. Vio entonces Marina en los ojos de la señora, que la miraban todavía como quien mira una cosa, la desesperación de alguien a quien la vida y los planes se le desmoronan. Una situación para la que el pequeño mundo de plástico de la señora Alberti no la había preparado.

— ¡Basta, por favor!— dijo el señor Alberti—. Perdoname, de haber sabido antes… no te habría puesto en esta situación.

El señor Alberti hablaba como quien comete un crimen. Se atragantaba de palabras que no salían. En los hombros le pesaba la vida de hombre varonil que lo había dejado desnudo y frágil en un escenario en el que los slogans y la seguridad de hombre de negocios no sirven de nada.

Allí estuvieron los cuatro. La señora Alberti que lloraba y refunfuñaba, el señor Alberti que se quedaba entre que a quién la vida le da limones planta un limonero y que no se puede adivinar para qué lado apunta el rancho, cosas así. Y los otros dos, claro, sin saber qué hacer.

Marina vio al señor Alberti y notó la mancha en la camisa, en la zona del ombligo, que se agrandaba cada vez más. El manchado notó que lo veían, se apresuró a cubrirse y correr hacia el baño.

— Ya está —sentenció la señora Alberti—, se acabó esto. Vuelvo con mi madre.

Velozmente se armaron las maletas. Se comprendió que ante tal muestra de prejuicio y pocas ganas de mantener una buena relación entre dos personas que fueron una pareja, pues, no había más que hacer.

Primero cruzó la puerta la señora, detrás, pero lejos, la siguió el señor. Y se retiraron las dos personas que ya no eran el señor o la señora Alberti.

Marina apenas lograba conciliar el sueño. Durante días todas las partes de la cama se le hacían insoportables. Se agarraba el abdomen prominente, los pechos doloridos, el cuello torcido, le dolía todo y le daba asco verse al espejo, como si le hubieran cambiado los ojos por los de la ex-señora Alberti. Toda la escena le había impactado. No sentía apreció por la mujer; sí sentía simpatía por el hombre, que no tenía la culpa de haberse encontrado a sí mismo muy tarde.

En la madrugada encendió la luz, decidió volver a ver. Cecilio estaba frente a su ventana, sin remera, agobiado de calor y tocando la trompeta bien bajo. A Marina se le ocurrió de pronto que lo que estaba haciendo era una locura y debía parar. Ya lo hacía sin pensar, hace tiempo no veía a Nowak sino a través del agujero. Pensó que quizá tenía algún vacío, algún problema no resuelto, alguna estupidez de psicoanalista que le importaría mucho a la señora Alberti y que a ella le molestaría pero en la que pensaría a dormir y se sentiría sucia de pensarlo. Veía a Nowak, le buscaba los ojos que la veían con cariño, quería aprender a mirar de la mirada correcta. Le buscaba los ojos, aquellos que si llegaban a verla ahora mismo no mostrarían una pizca de cariño.

Nowak tocaba lentamente, en la oscuridad, como serenando a la noche. Se levantó de su asiento, tomó aliento y dejó escapar de la trompeta un llanto metálico, luego una serie de exaltaciones interrumpidas, después una caminata sobre el mar. Parecía como si invocara la vida misma y dijera adiós a todas las cosas. Un sonido que viajaba por el éter para romper en dos el horizonte. Entonces Marina escuchó las flautas que provenían de ninguna parte, los címbalos, un coro. El cuerpo de Cecilio Nowak se hinchaba como un globo, se le llenaban los brazos de agujeros, creció y creció mientras tocaba los mil instrumentos que llenaban la habitación. Marina creyó que soñaba. Nowak abrió el esternón primero, luego la espalda, el aire pasaba a través de él igual que el agua pasa por un aro. Tenía el cuerpo vacío, sin huesos, sin carne, sin órganos. Marina dejó escapar un grito. Aquello que era Cecilio Nowak dejó de tocar y vio en la oscuridad directamente hacia el lugar del sonido. Acercó su cuerpo enorme a la pared, movió los muebles y notó el chorro de luz que venía del cuarto de Marina. Vió por el hueco y encontró a su vecina helada del miedo.

— ¡Marina!— gritó con un aire sin pulmones.

Se abrió de golpe, sin que nadie la toque, la puerta de Marina. Comenzó a entrar humo a la habitación y se oían los pasos de Nowak acercándose.

— ¡¿Qué crees que haces, Marina?!— como un trueno en el pasillo dijo Cecilio Nowak.

Marina se desmayó del susto.

— Buenas noches— dijo Nowak—, ¿estás bien?

Marina estaba sentada en su sofá. Apenas habían pasado unos minutos desde el desmayo. Nowak estaba lejos de ella, dándole espacio. 

Le tomó un momento pero recordó lo que había visto esa noche.

— Por Dios— dijo asustada—. Perdoname Nowak, por favor. Lo que hice estuvo mal, pero por favor, no me lastimes.

— ¿Qué?— dijo Nowak— Marina, estoy enojado, y si, lo que hiciste me duele mucho, traicionaste mi confianza. Pero no te voy a lastimar por eso. Perdoname por haberte dado esa impresión, debí haberme controlado.

Hubo un silencio incómodo durante unos segundos.

— Bueno— dijo Nowak—, ya que te disculpaste, podría contarte lo que quieras saber. Pero antes de eso, yo tengo unas preguntas para hacerte, espero que no te moleste.

Marina accedió, Nowak pretendía recuperar la confianza que ella había roto y no iba a oponerse a semejante oportunidad.

Prepararon té, encendieron cigarrillos, y se pusieron a hablar.

— Me preocupa una sola cosa— comenzó Nowak—. ¿Por qué me espiaste?

— No estoy segura— respondió Marina, avergonzada—. Había algo en vos. Pensé que te quería, al principio, que me gustabas y te quería para mi sola. Pero ahora no estoy segura. Pero había algo, eso es obvio, lo vi. Te convertiste en… eso.

— Marina soy un ser humano, no soy «eso».

— Perdón. Disculpame, es el shock, nunca lo hubiera imaginado. Pero es cierto, sos distinto a mí y a los Alberti. Hay algo en la forma en que miras a la gente, me hizo sentir…— Marina dudó un momento.

— ¿Deseo?— preguntó Nowak.

— Si— Marina se ruborizó—. ¿No tiene sentido, verdad? 

— Al señor Alberti le pasó algo parecido— dijo Nowak con aire pensativo—. Dijo que se enamoró de mí, de golpe, a primera vista. Después empezó a sangrarle el abdomen.

Marina no ocultó su confusión.

— Al principio— siguió Nowak— estaba convencido de que se enamoró de mí, de verdad, le tomó tiempo pero entendió que en realidad solo descubrió que era gay. Se puso muy feliz.

— Sigo sin entender porqué empezó a sangrarle el abdomen.

— Creo que, y esto es interpretación mía, su cuerpo contenía un dolor enorme, imaginate: vivir tan convencido de una cosa que ni siquiera podés pensar en otra posibilidad. Debe doler mucho. Pero claro, cuando lo notas y te decidís a cambiar, el dolor no se va tan rápido. 

— Le sangraba el abdomen como si tuviera una herida abierta y que le tomará tiempo sanar.

— Eso creo. Tendría que volverlo a ver en un tiempo y corroborar mi teoría.

— Entonces, ¿a mi me pasa algo parecido?— preguntó Marina.

— Puede ser. ¿Qué pensabas cuando me veías?

— En que cuando me ves no siento que te parezca una cosa rota; no me ves como la señora Alberti, o como la recepcionista. Envidio tu forma de mirar, quiero mirarme a mí misma así.

Nowak se quedó en silencio, pensando.

— Te puedo ayudar— dijo finalmente—, pero antes, te voy a contar porqué mi cuerpo hace lo que hace cuando hago música. Fuiste honesta conmigo así que voy a hacer lo mismo. 

Recargaron sus tazas. Cecilio Nowak comenzó diciendo:

— Cuando era niño fui muy enfermizo. Huesos frágiles, no digería la comida, vomitaba todo el tiempo, sangre en las encías, esas cosas. Lo peor eran los órganos, ninguno funcionaba del todo bien o aparecían patologías de la nada. Me sentía siempre al borde de la muerte. Quise morir muchas veces, por el dolor o el delirio de las fiebres. Mi familia apenas empezaba a establecerse desde que mis padres llegaron de Polonia, así que los tratamientos eran un peso enorme. Todavía me acuerdo que llegué a odiar mis órganos, mis huesos, todo mi cuerpo. Sé que quizá no tiene sentido para vos, pero entonces pensé que quizá el problema no eran las enfermedades sino el organismo. Mi cuerpo no estaba hecho para lo que contenía, así que trataba de sacarlo, siempre dejándome casi muerto, vegetal, pero vivo. Cuando cumplí catorce años ya me habían visto todos los médicos y brujos que pudiera encontrar mi madre. Ahí fue cuando conocí al doctor Antonín— creo que así se llamaba—, era un tipo raro, tenía tanques metálicos saliéndole del pecho, ojos electrónicos, partes de carne y cable bajo la piel. Salido de una película. Creo que él era como yo, compartía conmigo la idea de que el cuerpo no necesita el organismo. Uno se convence de que lo necesita porque médicos y padres están habituados a que el cuerpo funcione de tal forma, y el cuerpo de uno es distinto a esas abstracciones. 

» En fin, el doctor me sacó todo, me dejó la piel y el cráneo, con todo adentro, que no tenía enfermedad alguna. Según mi madre el doctor había dejado todo mi organismo repartido por la ciudad, lo escondió en alguna parte. No nos preocupamos, me ayudó y ahora estoy bien. Nunca lo volví a ver, al doctor, creo que se mudó. Lo interesante es que años después descubrí que partes de mi organismo si están en la ciudad, cuando toco la trompeta, por la noche, siento que se activa, mis pulmones se llenan de aire, mi carne se mueve. Quizá hay todo un cuerpo sin piel ni cabeza bailando en las calles mientras yo pongo la música.

Terminado el relato de Nowak, se posó sobre ambos la certeza de un vínculo renovado. 

— Bien, yo voy a volver a tocar, y vos concentrate. Así funcionó con el señor Alberti.

Nowak sopló y regresaron al hotel el millar de instrumentos. Se le hinchó el cuerpo, abarcó toda la habitación, se le abrió la piel, como un telón que se abre para dejar ver el cielo y la ciudad. A Marina la revelación le vino de repente. No veía a Nowak, sino aquello que él señalaba con su cuerpo, su música y su existencia: una apertura a lo posible. Se vió a sí misma y sintió asco, vio que pedía prestado ojos ajenos para verse a sí misma, y sintió vergüenza. Recorrió el mundo urbano de la ciudad en busca de un cuerpo que pueda cambiar el actual, un cuerpo sin piel ni cabeza que pueda bailar, y que la música de Nowak siga eternamente. Percibió una huida, como si un insecto saltara para escapar de un gato que busca matar el tiempo. La huída podía ser ella. Podía tomar la mano de Nowak y deshacerse en una huida eterna y rehacerse en otra parte. Pero de esta ciudad no escaparía nunca, eso lo vió al final, ya no había necesidad de huir de Los Soles, Nowak le había mostrado que otras posibilidades estuvieron siempre allí, que no tenía más que tomar su mano y bailar, bailar, bailar.

 

Estaban agotados, con sueño, compartían la cama pequeña de Marina.

— ¿Descubriste algo?— preguntó Nowak

— Estaba convencida de que no merecía que me quieran, que soy tan idiota como me tratan, que estaba enferma, como decía la señora Alberti. Si no merezco que me amen, que me entiendan, es mejor quedarme a morir en este hotel horrible. Mi familia busca la plata de mi madre, que tengo yo, eso soy para ellos: un beneficio que les quedó pendiente cobrar. 

— Yo te quiero— dijo tímido Nowak—, no es solo para que te sientas mejor, es en serio, te lo iba a decir mañana, pero pasó todo esto.

— Te creo. Ya no estoy tan convencida de lo que dije antes, obvio. Aún así no me parece que sólo necesitara amor propio. Sin un poco de amistad todos seríamos miserables, no es posible que me ame así como así, en un vacío.

— ¿Podemos seguir mañana? Estoy muerto.

— Buenas noches. Yo no creo que duerma.

— Las camas son diminutas, hay que encontrarle el lado correcto.

— No, es que… Con mi cuerpo, no hay un lado bueno de la cama.

Aún luego de decir eso, Marina durmió profundamente, como nunca antes desde su llegada al hotel.