Era una siesta calurosa de viernes cuando Lucio Arzubita se encerró en su estudio a dejarse morir.
El acaudalado patriarca había organizado que se reuniera toda la familia de su esposa Susana- pero no la suya propia, ya que los odiaba-, que se encontraba esperándole en su casa. Al entrar lo persiguieron sus perros mientras sorteaba su gran mansión camino al jardín en el patio trasero. Disfrutó por última vez sus caléndulas, dalias y jazmines, pero en especial posó la mirada largo rato en su enorme colección de nomeolvides, que le daban la impresión de tener un pedazo de cielo en su patio. Tenía la vista borrosa, se mareó y buscó asiento. A lo lejos creyó ver una aparición, una mujer de su juventud que lo miraba con cariño. En realidad solo era su suegra Elena, que fumaba en el patio a un lado de los gatos, lo saludó al verlo. Junto a Lucio se acercó su sobrino, al que llamaban Oruguita, un adolescente de gran tamaño que se ganó su nombre debido a sus múltiples papadas. El muchacho era algo tonto y despistado, así que Lucio le habló de manera directa.
—Armá una corona para un funeral.
—¿El de quién?
—El mío. Que tenga nomeolvides, a ella le gusta el azul.
Mientras Lucio observaba la entrada al jardín como esperando a alguien, un grupo de sobrinos, todos niños, llevaban de la mano al cuñado de Lucio, Horacio, que todavía vestía el uniforme policial.
—¡Mostranos de nuevo la llave tío! —pidieron los niños.
Con una risa forzada, Horacio corrió hacia Oruguita y, sujetándole los brazos por la espalda, lo tiró de cara al suelo y lo retuvo allí mientras los niños reían.
—¡Me duele tío, por favor! — imploró Oruguita.
—Dale lechón, defendete.
—¡Pero si todos somos gordos, tío!
Lucio ya había entrado a la casa, así que no escuchó lo que Horacio le decía a Oruguita por lo bajo:
—Le contás a alguien lo de anoche y te voy a hacer algo peor.
Lucio caminó con la respiración pesada por su hogar adornado de cuadros y esculturas regaladas por amigos y colegas. Ignoró a Lila, esposa de Horacio, que tenía toda la atención puesta en los chismes de los familiares sentados a la mesa. El olor a masas fritas de la cocina inexplicablemente le daba náuseas. Se detuvo en la escalera frente a Susana, que solo tuvo que verlo a los ojos un momento para entender lo que pasaba.
—¿Y Margarita?
—En la facultad, tiene un examen.
Lucio asintió, le hubiera gustado esperar para ver a su hija una vez más, pero no le quedaba tiempo.
—Perdoname, creí que sería más fuerte pero al final me venció. Dentro de poco vendrán amigos, te toca recibirlos.
Y era cierto. Durante toda la tarde la casa se volvería un remolino de antiguos compañeros de trabajo, periodistas y curiosos que se acercarían a ver si el famoso arquitecto Lucio Arzubita había muerto. Susana se enfrentaría a un desfile de palabras encantadoras de parte de personas que sólo conocían el lado público del difunto y que le darían ganas de reír. Cargaría en su pecho lamentos, cargaría en su espalda recuerdos que estaban mejor olvidados. Prestaría oídos a palabras absurdas que preguntarían por la herencia, por el legado de la familia, y luego, como quien se vuelve porque recuerda algo antes de marcharse, le preguntarán como se encuentra ahora que es viuda.
Pero no ahora. Ahora la cabeza de la familia se arrastraba hacia el lugar que sería su tumba. Lucio entró a su estudio, se sentó en su sillón con las cortinas abiertas, la ventana que daba al patio dejaba entrar una luz insoportable, que sin embargo él ya no veía, y pensó “No viniste a verme ni en mi día de muerte”.
Esa noche, terminado el funeral y con solo los familiares más cercanos en el jardín, Susana, con una copa de vino a medio beber, contemplaba el pasado y el futuro mientras, frente a ella, su cuñada consolaba a su hija.
—Me siento tan culpable — dijo Margarita — . De haber sabido…
—Nadie podría haber adivinado — dijo Lila, acariciándole el brazo — . Ahora lo que importa es el futuro.
—Ahora lo que importa es romper el chanchito — dijo Horacio, provocando que Lila le diera un golpe — . Perdón, perdón. En serio ¿le hablaste al abogado para que te de una copia del testamento?
—Sí — respondió Susana — , parece que Lucio quería que nos lo leyeran después del velorio. Lo vamos a respetar. El abogado tiene que terminar un trámite en el exterior y después viene, en unos días.
—¿Qué van a hacer con lo que les toque? — preguntó Horacio.
—No es un tesoro que nos repartimos, estúpido — dijo Elena agitando un cigarrillo — . Ya está decidido quién hereda qué y eso Lucio se lo llevó a la tumba.
—Además — agregó Susana — , es obvio que Margarita y yo tendremos todo. Somos lo más importante que tuvo Lucio.
—¿Quién sabe? — dijo Lila — Mi cuñado era de dar sorpresas. Quizás nos quería a todos por igual y nos toca un poquito de cariño.
Susana casi suelta una carcajada. Preguntó incrédula qué podría dar Lucio a sus cuñados.
—Un cuartito acá — dijo Horacio — , el alquiler aprieta.
—Algo para empezar un negocio — dijo Lila buscando a su hijo con la vista — . A Lucio lo ayudé con mis diseños más de una vez en la empresa, tiene sentido que se acuerde de mi y de mi Daniel que también tiene el apellido. Ahí está el peso de la familia, y nos viene bien para armarnos un futuro arquitecto.
—La familia no es el apellido, tía — dijo Margarita.
—No mi amor, tenés razón — Lila le dio un abrazo a su sobrina.
Susana se quedó viendo a ambas y se mordió el labio.
—Hija — dijo — , sentate conmigo un rato.
—Estoy bien, mamá — dijo remarcando el “mamá” — . Ya me iba a acostar.
—Me alegra que te acuerdes que todavía soy tu madre — Susana se sentó más erguida, sacándole una cabeza a Lila, y se dirigió a ella — ¿De verdad crees que vas a sacar algo de la herencia?
—Ya te dije — Lila se colocó al nivel de Susana — , a mi cuñado le gustaba dar sorpresas y capaz nos toca un pedacito a todos — . Sopesó sus palabras un momento, pero no pudo contenerse — A pesar de cortejarlo tanto tiempo fue novio de tu hermana antes que el tuyo. ¿No te sorprendió cuando te pidió que se la presentes?
Susana se levantó de un salto y estuvo a punto de insultar a Lila cuando Horacio intervino.
—¿Qué tal si apostamos?
—¿Qué hay que apostar? — preguntó Susana.
—A ver, vos pensarás que tu marido solo se preocupó por vos y tu hija. Pero es posible que Lucio antes de morir recordara a sus cuñados favoritos. La apuesta es esta: si a Lila o a mí nos dejó, no se, la casa, por ejemplo, vos no te podes oponer.
—¿Por qué Lucio te dejaría la casa? — preguntó Susana
Horacio guardó silencio y apartó la vista, como si hubiera hablado de más. Lila le lanzó una mirada de sospecha.
—Muy bien — dijo Susana — . Si no heredan la casa, porque va a ser mía, ustedes me van a pagar su valor en el mercado.
Los tres firmaron un acuerdo corroborando los términos de la apuesta, nada legalmente sólido, pero suficiente como para avergonzar al perdedor en público, mantenerse en deuda y cobrarse con favores. Guardar rencor.
Antes de marcharse todos a dormir, de los arbustos salió el pequeño Damián, llorando. El gato favorito de Lucio, Copito, había sido picado por un escorpión y el niño lo encontró tieso como estatua frente a los nomeolvides en flor. Los padres consolaron al niño y mientras lo llevaban a la cama, lejos del oído de Susana, Horacio reprobó a su esposa haber mencionado a Elena, la hermana del medio.
—Ya sabes como se pone, no hables más de ella.
—Es que tu hermana me saca de quicio. No me creo la madre de Margarita, si ella se lleva mejor conmigo no es mi culpa. ¿Qué era todo eso de la casa?
—Yo también tengo mis arreglos con Lucio.
En el patio Susana ordenó a Oruguita, que daba los toques finales a la corona para el difunto, un poco tarde, que enterrara al gato en el jardín. Oruguita llevó al cadáver de Copito en una caja y se dispuso a cavar en una zona del patio donde al gato le gustaba tomar sol.
—Acá podes tomar sol para siempre, Copito.
—Gracias Oruguita — dijo una voz dentro de la caja. Oruguita estaba seguro que los muertos no podían hablar, pero las palabras de agradecimiento eran escasas, así que aceptó la situación y siguió cavando. La punta de la pala produjo un sonido metálico en contacto con algo. El muchacho escarbó la tierra y extrajo un bello collar plateado con un dije con la forma de flores superpuestas. Tenía un vago recuerdo, como eran todos sus recuerdos, de haber visto a Susana con el collar hace mucho tiempo. Lo guardó en el bolsillo de los pantalones y se retiró a dormir. El aire lleno de polen lo hacía estornudar hasta las lágrimas.