Margarita despertó con el ruido de ladrillos cayendo y palas cavando. Desde la ventana del cuarto vio dos grupos distintos de hombres trabajando. Un grupo con cascos verdes que portaba el nombre de su empresa dibujaba un contorno como para una piscina en el vasto patio. El otro grupo tomaba medidas más al fondo, cerca de uno de los árboles más grandes, los cascos celestes daban la impresión de olas meciéndose. Margarita recordó los nombres en los uniformes, ambas empresas ya habían trabajado con su padre.
Ya desayunando con su abuela en el cuarto de huéspedes, Margarita se enteró de lo que ocurría. Su tía y su madre continuaron la discusión de la noche hasta tarde, viejos recuerdos dolorosos reflotaron hasta que Lila mencionó haber dado a Lucio uno de sus diseños, con el que él, que en esa época no se le caía una idea, salvó un trabajo de la ruina y pagó una deuda posteriormente.
—Básicamente —dijo Elena—Lila se aprovecha del favor que le debe tu padre. Hace como si la casa fuera suya, al menos esa porción. Va a armarse un cuarto y una casa en el árbol para el hijo, viste como es el nene con sus series americanas—. La mujer cargó una taza de café, que dejó en el alféizar, y llamó a Oruguita.
A Oruguita sus dos tías lo llevaban de un lado a otro, moviendo cosas, ayudando a los obreros y removiendo la olla del almuerzo todo a la vez. El muchacho agradeció el café, feliz de tomar un respiro. Contó que la tierra del patio se ponía dura como piedra cuando clavaban las palas; decían los hombres que sin una grúa era incierto el tiempo que tomaría terminar el trabajo.
—La tía Susana está tan enojada que me hizo mover esta maceta por toda la casa. Otra cosa, ¿vieron las tenazas que estaban en la cocina? No las encuentro.
Margarita negó con la cabeza. Vio la maceta de nomeolvides y cerró los ojos. Ahogó los tristes recuerdos de su padre con café ya frío.
—Si, mamá hace esas cosas cuando se enoja. Te lleva para todas partes.
Detrás de Oruguita le llegaban las peleas de Lila y Susana. Ya no discutían mutuamente de manera directa sino a través de los empleados. Lila dio voces sobre cómo su hijo podría ser un heredero del trabajo de Lucio, incluso también ella misma, todo simbólico, agregaba irónica y reía ante el desinterés de uno de los hombres. Susana gritó más alto aún que la heredera era Margarita, que ya estaba a media carrera de Arquitectura, que si no fuera ella sería toda una vida malgastada. “Para todas partes”. El bullicio del trabajo la llevó a la niñez, una de sus primeros recuerdos claros, de los de verdad.
La casa estaba en remodelación y Lucio le explicaba porqué cada aspecto del trabajo era de la manera que era. Uno de los obreros le preguntó a la niña que quería ser de grande, a lo que ella respondió repitiendo algo que había escuchado en un dibujo animado: “De aventuras por el mundo”. El recuerdo se fundió con otro. El rostro de Susana lleno de lágrimas, su cuerpo agitado por el llanto. “Se va a ir, me va a abandonar” dijo Susana una y otra vez. Entonces apareció entre Margarita y su madre un abismo. Por unas pocas palabras dichas sin pensar fabricó una distancia entre ambas. La niña aprendió a sentir culpa. Sobre este aprendizaje se apoyaron otros. El apellido Arzubita la revistió con el deber de continuar el trabajo del padre y de jamás lastimar a su madre. Pronto entendió que a su madre muchas cosas la herían y constituían ataques personales. Comprendió que no tenía más que depositar su confianza en su familia y el abismo desaparecería. Este último probaría ser un saber endeble.
La pelea entre Lila y Susana llevó su memoria a la noche en que rechazó seguir los pasos de su padre. Era una noche fría. Los invitados de la fiesta se habían marchado, los platos sucios esperando a las mujeres de limpieza. En el patio, junto a la ventana, una niña que había oído demasiado se limpiaba la tierra de las manos. Escuchó a Lila intercediendo por ella, luego a Lucio, que balbuceó algo, borracho y triste.
Luego de esa noche su padre transformó su destino prefijado en una elección; gestos, palabras y hábitos que daban por hecho la continuación del legado de Lucio se volvieron, en seguida, en preguntas honestas sobre el futuro de Margarita, y solo ella debía elegir. Susana, al enterarse, no le habló a su hija durante tres meses. Se molestaba únicamente en tolerarla en silencio. Margarita no lo soportó más y pidió disculpas a su madre, diciendo que se ocuparía del negocio familiar. Que bueno que entiendas, respondió Susana. Este fue otro gran aprendizaje. El abismo entre Susana y ella no era solo culpa sino también rencor.
El tiempo había volado mientras ella recordaba, se pondría el sol en una hora. Un estruendo de ladrillos y gritos sacó a Margarita de sus pensamientos. Uno de los hombres se golpeaba la pierna llena de hormigas con una camisa. Al derribar una pared revelaron un gran panal de abejas dentro de los ladrillos huecos. Susana hizo un escándalo, para el regodeo de Lila; se quejó indignada porque ahora debía suspender la remodelación para fumigar el patio. La alegría de Lila no duró mucho. En cuanto fijaron las primeras tablas en el árbol este las escupió con todo y clavos como a semillas de sandía. Trozos de madera y metal volaron sobre las cabezas de los obreros. Los hombres dijeron basta, aquí algo anda mal, y se marcharon de la casa de los Arzubita.
—La tía Susana te busca —Oruguita seguía acomodando muebles.
Margarita buscó a su madre en el dormitorio frente al estudio de su padre. Decenas de perfumes no lograban cubrir el olor a cadáver. Consideró insistir a su familia para que hicieran el entierro, pero a su padre no le gustaba que lo molestaran mientras se quedaba en el estudio, así que desistió.
En la pieza, Susana le daba la espalda sentada frente a la ventana, a su lado, sobre la cama sin arreglar, ensuciaba con tierra el collar que su padre le había regalado en su cumpleaños número quince. “Ya sos una mujer”, le había dicho entre lágrimas, un auténtico momento de felicidad, un símbolo. Pocos meses después, como si cobrara conciencia por primera vez, libertad plena gracias al padre borracho que admitió crímenes y esperó silencio, enterró el collar y se olvidó de él, hasta ahora.
—Me dijiste que te lo robaron.
Margarita sintió nuevamente el abismo entre ambas formarse. Pensó que quizá nunca habían hablado de otra manera, ella con miedo y su madre de espaldas.
—¿Cómo lo encontraste?
—Lo desenterró tu primo y no sabía qué hacer, así que me lo trajo. A veces es útil, para ser tan estúpido. ¿No vas a confesar? Me mentiste.
—Mamá, mirame, por favor.
Susana suspiró profundamente, no se movió.
—Lo enterré —Margarita se agarró el pecho.
—¿Por qué?
—Era como un símbolo. Toda mi vida preparándome para ser como papá. Tenerlo puesto era darle la razón, entregarme.
Susana siguió en silencio.
—Me dio el collar y empezó a tratarme como si fuéramos iguales, me invitaba a sus fiestas de negocios. Yo estaba dispuesta a hacerles caso. Me convencí de que el éxito de papá era resultado de su esfuerzo, como decía él.
El abismo era insoportable. Margarita no lograba controlar la respiración.
—Papá evadió impuestos, robó diseños y los presentó como suyos, calló con amenazas a quienes pudieran divulgar algo. Lo peor fue que ayudó al gobierno a construir túneles y centros secretos de detención. Ayudó a desaparecer personas. Y el gobierno le pagó muy bien. Lo contó borracho, riéndose con los amigos. No aguanté. Todo el dinero y el trabajo espantoso de papá sería responsabilidad mía. “Ya sos adulta”, me decía y yo tenía que callarme, Ese collar es un símbolo de todo eso.
—La familia —Susana rompió su silencio— es todo lo que tenemos. Cuando uno comete errores es la familia la que está ahí para apoyarlo.
—Lo que hizo papá no es un simple error.
—Esas personas eran terroristas, hija, todos lo sabíamos, el país estaba en una guerra secreta. Fue demasiado, pero justificado. Aún así Lucio no podía negarse porque habría represalias.
Margarita no podía aceptar esa justificación. Iba a responder pero dudó. ¿Y si de verdad su padre arriesgara hacerse enemigos en el gobierno y aceptó solo por eso? No, lo contó riendo, contento. Pero Susana lo vería como algo justificado. No supo qué hacer, frustrada, atacó donde podría lastimar a su madre.
—La familia perdona tus errores pero no a la tía Elena. A ella ni siquiera la recuerdo, su hijo no la conoció nunca.
Susana se levantó y clavó su mirada en la de su hija, los ojos surcados por grietas rojas.
—Si que aprendiste de Lila, pendeja desagradecida —dijo, Margarita dio un paso atrás—. Cuando dije errores me refería al robo, al fraude, pequeñas manchas en el historial de nuestra familia de bien. Ya te expliqué que a tu padre lo presionaron, lo que hizo fue entendible.
Susana tomó el collar y lo apretó como si pudiera hacerlo desaparecer. Buscó calma dentro de sí con los ojos cerrados.
—Te educamos con la buena conciencia de la clase obrera sin serlo. Tenés la capacidad de sentir vergüenza por tu familia. Lamento no haberte inculcado el miedo a la miseria, al hambre, a la pobreza. Eso se aprende viviendo y a vos te dimos todo —dejó el collar en un cajón de la cómoda—. Tu papá y yo crecimos pobres, eso lo sabes. Él tenía conocimiento de trapos sucios de gente poderosa, así que cobró su silencio con dinero, favores, se hizo conocido. Luego lo que ya sabes. Otros ricos simplemente heredan, él y yo trabajamos por esto. No fue bueno, pero no sientas vergüenza. Ese es un sentimiento de gente pobre. Ricos y pobres hacemos cosas igual de malas para salir adelante, pero los ricos compramos al juez, el pobre se queda culpable y avergonzado.
Margarita notó, o quiso notar, una pizca de remordimiento en la voz de Susana. Por un momento el abismo se volvió más tolerable.
—Hay cosas por las que no quiero que pases, y la herencia es la mejor forma de lograr eso. La herencia entera, no solo el dinero.
—Perdoname. Por lo de la tía Elena.
—Si, Elena. Oruguita no conoce a su madre porque ella no quiere. Nos odia a tu padre y a mi. De todas formas, ella nos dejó, no abandonó. Años después apareció con el bebé y lo dejó conmigo y no la volví a ver. La odié, pero quise perdonarla así que la invité a verme, vos tendrías trece en esa época. Este collar era para ella, para empezar de nuevo.
Susana calló. Miró a Margarita a los ojos y esta creyó ver a su madre, a la mujer dentro de su madre, por primera vez.
—Elena no vino. Desde entonces la odio todavía más. Todo lo que hice… lo que hicimos por ella, y nos paga así. Por eso le pedí a Lucio que te diera este collar, para que al menos lo tuviera alguien que valorara lo que hacemos por ella. Un símbolo, como vos decís.
Madre e hija pensaron en silencio. Tras la ventana podía verse el jardín, un mar azul vegetal que obligaba a recordar la infancia, junto a proyectos inconclusos. Dentro olía a jazmín, a manos de médico, al alcohol de raíces muertas.
—Tengo que pensar —dijo al fin Margarita—. Sobre la herencia y el futuro, sobre todo.
Susana asintió y se acercó con los brazos abiertos. Se abrazaron. Margarita sintió el pecho aplastarse en el repentino agarre de su madre.
—¿Te acordás como siempre te tejía la ropa? —dijo Susana—. Recordás que soy tu madre, no Lila, yo, ¿verdad? No vas a ser otra Elena, decilo. No lastimarías así a tu pobre madre, ¿verdad?
En el minúsculo espacio entre sus cuerpos apretados cabía, nuevamente, un abismo infinito. Margarita murmuró algo incomprensible. Luego se separaron, la hija quedó quieta un segundo frente a la madre, y se marchó.
Esa noche la abuela Elena terminaba de contarle una historia de juventud a su nieto.
—Entonces salí con la escopeta en plena boda, con vestido y todo, apunté a mi padre y después al hombre con el que me iban a casar y grité “con este no me caso ni loca, lo quiero a él” y apunté a tu abuelo. Y nos vinimos a la ciudad.
Era la historia favorita de Oruguita, aunque el final era triste, así que trataba de no recordarlo.
—Le di quince años de mi vida y tres hijos, y él hijo de puta se fue. Después se fue la segunda, pero de eso mejor no hablar.
Golpearon la puerta, era Susana. Dejó medicina y un vaso de agua para Elena.
—Sabes que no me gustan —dijo Elena.
—No puedo llevarte al médico cada vez que te duelen los huesos.
—¡No! Ya casi no me acuerdo de la cara de tu hermana. Esa pastilla me hace olvidar cosas.
Susana se acercó y colocó las pastillas frente al rostro de su madre.
—Eso es imposible. Sino yo habría intentado olvidarme de ella de la misma manera. Tomá.
Elena puso una pastilla en la boca y bebió todo el vaso. Oruguita se levantó ofendido pero no tuvo la valentía para entrometerse.
—Vos. Andá a cuidar el cuarto sin pared. Si alguien se entera puede entrar a robar.
—Tía, ya que te ayudo tanto quiero que me llames por mi nombre real.
—¿Qué? —lo miró con asco— Aprovechá el tiempo por las noches ahí para hacer ejercicio. Si perdés la papada capaz dejamos de decirte Oruguita.
Cuando Susana se marchó Elena se sacó la pastilla que ocultó bajo la lengua, la arrojó a la basura y le guiñó el ojo a Oruguita.
—Hacele caso a la general hasta que te avives como el resto, corazón.
Ya en el cuarto sin pared, Oruguita encontró un espejo cubierto de tierra, hormigas y lagartijas como el resto del lugar. Oruguita vio su reflejo, le dio pena la manera en que su perfil le dibujaba un cuello más grande que su cabeza y panza de embarazada. Metió el vientre para adentro, contuvo la respiración, luego lo dejó extenderse, un globo de grasa y piel. Quiso olvidar su propia imagen de pronto y se quedó en blanco. El dolor le devolvió la conciencia. Estaba intentando arrancarse las mejillas con las manos. Decidió irse a la cama. En sueños escuchó voces que decían “no te preocupes Oruguita” y “te vamos a cubrir de la noche” y “te queremos Oruguita”. En la mañana el espacio vacío que dejó la remodelación fallida fue llenado por lo que parecía una pared hecha de panal de abeja, polvo de ladrillo y la tierra mojada con la que las hormigas hacen sus cuevas.