La familia se ayuda. No importa por qué o para qué, cada acto de apoyo se devuelve. Horacio no ponía en palabras estas ideas, no era típico de él. Las mujeres eran las que hablaban, los hombres hacían. Por eso cuando Lucio necesitó ayuda para hacer callar a unos hombres habladores, Horacio ya los había localizado, acorralado y amenazado, sin que su cuñado tuviera que pedírselo. Y sin mediar palabra Lucio le devolvía los favores: fiestas, saldar deudas, lo que hiciera falta. Eso era la familia, lo que significaba la familia para Horacio.
Lila no disfrutaba del sexo luego de tener a Damián, le dolía demasiado. Horacio estuvo frustrado por meses, como una botella a punto de reventar, le decía a sus compañeros. Tan así era que ni siquiera pensó en su esposa cuando llamó a una mujer en la calle y le pagó para aliviar sus frustraciones en el patrullero. Así era más sencillo, sin pensar demasiado en qué pasaría después. Le tomó el gusto.
A veces sentía culpa. Se consolaba recordando que, en parte gracias a él, a sus trabajos sucios, Lila vivía bien, en contacto con Lucio a quien admiraba. Además de una vida relativamente lujosa. Se merecía algo para él. “La felicidad llegará”, le dijo una vez Lila, “hay que hacer como si ya la tuviéramos, así cuando llegue no nos toma por sorpresa”. Él no entendía, pero mientras estuvieran juntos, no importaba.
Una tarde la suerte quiso que su familia le debiera un gran favor. Se dirigió a un motel cerca del centro de la ciudad con una compañera de la comisaría. Ya había dejado los patrulleros y se permitía alguna comodidad para sus encuentros. Al entrar se encontró a Lucio, lentes oscuros y sombrero, como las películas, saliendo de la mano con una desconocida. Lucio lo miró muy quieto unos segundos, luego se fue con la mujer. No hubo una señal, ninguna indicación, solo silencio entre dos parejas que tomaron caminos distintos.
Horacio no planeaba hablar, ni siquiera se le había ocurrido, pero luego notó algo en la mujer que le introdujo una persona olvidada en la memoria de golpe: esa mujer era su hermana Elena. Tomó entonces conciencia del enorme favor que debía hacerle a su cuñado, el gran precio que debía poner a su silencio. Debido a lo que atestiguó, o mejor, por el hecho mismo de ser testigo, Horacio obtuvo poder sobre Lucio.
—Oí que tuviste un problema con tu mujer —había dicho Lucio.
—Me cagó a palos. Pero me abrió bien la cabeza, creo que vi una ilusión. A mi hermana con un conocido.
Y así sin más palabras tasaron el valor de su silencio compartido: Lucio pagaría su alquiler de ahora en más, una habitación de huéspedes para los días de pelea con su mujer, además del conocimiento de un cuarto en la zona del ático, aislado, donde nadie buscaría ni lo encontraría en caso de buscarlo. “Quizá luego podamos arreglarnos y que la pieza sea algo permanente”, dijo Lucio.
Pedirle perdón a Lila, llorar, rogar, no fue difícil. Damián necesitaba un padre, una familia unida. Horacio sabía que algo así la convencería, la ablandaría a sus ruegos. Lila y Horacio peleaban seguido, siempre que ella estaba dispuesta a perdonarlo, cuando él atravesaba sus defensas, ella cerraba los ojos y suspiraba, como preparándose. Así fue la noche en que fue a disculparse. Ya que fue la única vez, según ella creía, y Damián necesitaba un padre. Para sí mismo, Horacio sabía que Lila no tiraría todo su esfuerzo por una vida lujosa, en el trabajo que quería, con su admirado arquitecto a la basura. Él se esforzó por lograr todo eso por ella, no lo dejaría.
El cuarto del ático tenía la extraña cualidad de no emitir sonidos hacia el resto de la casa. A Horacio le gustó el riesgo, y jamás lo agarraron. Días antes del funeral, con otra compañera de la comisaría, procuraron hacer el mayor ruido posible. La puerta del cuarto se abrió. Los cuerpos se separaron, húmedos y pegajosos, y se arrojaron a cualquier objeto que pueda ocultarlos. Horacio quedó a cuatro patas con la cabeza pegada al suelo. Frente a él, una pequeña cucaracha intentaba librarse en vano de una telaraña. Estaba seguro que nadie en la casa se despertaría por la madrugada y menos que encontrarían el cuarto. Levantó la cabeza y vio a Oruguita. Su sobrino tenía los ojos cubiertos con las manos y balbuceaba algo. Horacio se levantó, pantalones cubriéndole la entrepierna, y empujó al idiota de su sobrino fuera del ático. Notó al sacarlo que su acompañante estaba mal oculta, eso y su propia desnudez era suficiente para unir los puntos sobre lo que aconteció esa noche. Luego de vestirse, Horacio llevó al somnoliento Oruguita a su pieza. “Ni una palabra de esto a nadie”, le había dicho, presionando el pulgar en el bíceps. Ya que Oruguita parecía muy dormido esa noche, siguió amenazándolo por días.
Su sobrino parecía de verdad culpable, y Horacio ya no se aguantaba las ganas, así que aprovechó el ofrecimiento de la mañana con gusto. Eran ya pasadas las dos de la mañana. Horacio lo habría hecho con quien fuera esa noche; la única interesada era Mari, la chica de la semana pasada. Oruguita tenía las orejas rojas y evitaba el contacto visual con ella. Horacio notó cómo la miraba mientras ella se agachaba y sin querer le acercaba el culo mientras él sostenía los hilos.
—Mari —dijo Horacio—, ¿te lo cogerías a este?
—No me gustan tan vergonzosos— dijo con una risa.
Después de ayudarlos a pasar Oruguita se marchó con la cabeza caliente y las axilas empapadas. Horacio y su pareja se encaminaron al ático, subiendo con cuidado las escalinatas de la entrada trasera. Horacio pensó en disculparse mientras sin pensar, de puro hábito, dejaba su chaqueta de oficial en el pasillo. Debería disculparse, después de todo Oruguita no hizo más que ayudar.
Oruguita daba vueltas por el patio para sacarse la vergüenza. Envidiaba a su tío. Esa mujer había despertado en él un deseo que lo avergonzó siempre. Le recordaba al rechazo con el que lo trataron las niñas que le gustaban de chico. A la vergüenza que le generaba que, sin su control, se le formara un bulto en los pantalones cuando veía a las mujeres semidesnudas del programa de la noche de su abuela. Todo eso estaba mal. Se tomó los genitales y apretó hasta que se le nubló la vista y sus piernas cedieron.
En el césped, con la visión llena de motas negras, escuchó a uno de los gatos gritar como bebé del otro lado del jardín. Corrió hacia la fuente del sonido, movió unos arbustos y se encontró con una escena de tortura. Rodeado del azul de las flores estaba Damián arrodillado, en una mano sostenía al gato del cuello, que luchaba por zafarse, en la otra tenía atrapado un escorpión marrón en la punta de las tenazas de cocina. Oruguita sintió algo tirar de la mitad de su cara, luego su visión se oscureció. Al recobrar la vista se encontró a espaldas de su primo, inconsciente en el suelo, y al escorpión muerto bajo su pie, además de un terrible dolor en la mano. Miró a su alrededor. Estaba solo. Echó a correr.
A Elena la despertó el golpeteo desesperado de Oruguita, que dijo que no sabía a quién pedir ayuda porque había hecho algo muy malo. Decía que quería contarle para olvidarse.
—Vine con el tío y dijo algo que me dio vergüenza y me enojé así que di vueltas. Vi a Damián que quería matar al gato con un escorpión. Perdón. Perdoname abuela, no sé qué me pasó, otra vez me pasó y le pegué y ahora no se mueve y el tío me va a lastimar, él dijo que me haría algo peor que una llave si hablaba y ahora Damián no se mueve.
—Calmate, calmate mi nene que estás pálido. ¿De dónde venís con tu tío? Si ustedes dos son agua y aceite.
Oruguita se llevó la mano a la boca y puso los ojos como platos.
—Me va a matar. Ya hablé de más y encima le pegué a Damián. Lastimé a mi primo. Soy… —guardó silencio.
—Llevame a donde está.
Damián seguía tendido, con un moretón en la cara, respiraba como en un profundo sueño. Elena miró a la casa, después a Oruguita y guardó silencio. Al cruzar la puerta trasera notó marcas de barro en las escalinatas, más arriba en un gancho, la chaqueta de su hijo. Volvió con su nieto.
—Horacio está ahí haciendo de las suyas, ¿no es cierto? —Oruguita no respondió—. Vos no te preocupes, yo me encargo.
—Abuela —dijo Oruguita, ojos fijos en Damián— ¿Soy una mala persona?
Elena abrazó a su nieto.
—Ay hijo. Sos el único de esta familia que lastima para proteger a un animal y no por motivos estúpidos. No sos una mala persona.
Le dijo que descansara y él fue hasta las sillas del patio donde se arrojó con todo su peso, agotado.
Elena se dirigió hasta el cuarto de su nuera. Golpeó la puerta. Lila y Margarita salieron extrañadas.
—Tu hijo intentó matar un gato. Tuve que pegarle.
—¿Cómo? Con todo respeto Elena, ¿Quién sos vos para levantarle la mano a mi hijo?¿Ya te está dando demencia?
—¿Sos sorda? Lo vi tratando de matar un gato. Seguro mató al anterior. Seré vieja y mi mente ya no es lo que era, pero lo que vi no era falso. Si sos la madre hacete cargo.
Lila se tragó la rabia y al llegar al paradero de Damián, que ya estaba despierto, lo interrogó.
—Si, lo hice —admitió.
—¿Cómo se te ocurre algo así?
—Estaba enojado. Siempre me retan y me mandan a hacer tarea. La vez del otro día fue por lo mismo. Esa vez me asuste y lloré pero papá y vos me abrazaron. Hoy se enojaron conmigo otra vez. Capaz si lloraba de nuevo me abrazarían otra vez.
Lila no dijo nada, se quedó viendo a Damián, luego a Margarita y después sus propias manos.
—No es momento —dijo Elena—, pero tu marido está en la casa con otra, arriba.
Lila se llevó las manos a la cabeza. Corrió hasta la casa, tomó una escultura de madera, una mujer desnuda de unos treinta centímetros y subió las escaleras gritando insultos a su marido.
Horacio estaba jodido y lo sabía, aunque no le impedía imaginarse con una pequeña oportunidad de salir ileso. Mientras escapaba por la ventana del segundo piso, con Mari tras él, pensó: “Todavía puedo zafar de esta, Lila necesita mi nombre, sin mí no es nada”. A esto se aferraba Horacio mientras hacía saltar primero a Mira. La mujer se quejó un momento y luego dio un salto, se dio en el torso contra la rama de un árbol, para luego dejarse caer con cuidado.
—¡Esperame! —gritó Horacio—. Tengo vértigo.
Mientras él titubeaba, con la punta de los pies en el marco de la ventana, el ruido que Lila provocaba se acercaba cada vez más. Mari corrió hacia la entrada y se perdió en la oscuridad.
—¡Hija de puta, no me dejes!
Lila ya estaba en la ventana, agitando la figura de madera en todas direcciones. Horacio se vio acorralado y saltó. Resbaló. Logró tomar la rama con las manos, pero el impacto anterior la había quebrado, así que fue a caer de espaldas al suelo. Le tomó un momento incorporarse y correr en busca de Oruguita, el pecho le chillaba como gato en celo. Encontró a su sobrino en el patio, casi dormido en una silla. Al verlo llegar Oruguita dio un salto y se llevó las manos a la cabeza.
—¡No me pegues! Por favor, no fue mi intención.
—¡Sacame de acá! Abrime un camino en los hilos.
—¡No, no! —Oruguita no escuchaba—. Yo no quería, no quería.
Horacio no lograba entender ni hacerse entender. Movió al muchacho en dirección al muro trasero, torciéndole el brazo. De pronto encontró una fuerza animal desconocida en Oruguita, que recuperó el control de su brazo, empujó a Horacio casi un metro y corrió a alguno de los cuartos. Lila ya estaba pisándole los talones y Horacio, luego de incorporarse, se lanzó a escalar el muro. Tomó un manojo de nudos que se pegó a su mano. Posó el pie por accidente en otro hilo mientras intentaba recuperar el control. Su pierna derecha se pegó al brazo izquierdo y, al moverse hacia atrás, terminó boca abajo, frente a su esposa.
“Me merezco un alivio”, pensó que le diría, “sin mí no tendrías esta vida, yo tengo el nombre, hice el trabajo sucio”, esperó que alguna de estas palabras la hicieran cerrar los ojos, suspirar, como hacía siempre.
—Damián mató un gato —dijo Lila—. No conocemos a nuestro hijo. Mató un gato, casi mata a otro. Y vos haces esto.
Horacio tartamudeó algo del discurso que preparó, qué manera de no poder hablar, hermano. Y vio que su esposa no cerraba los ojos, no suspiraba, ni siquiera simuló golpearlo. Se quedó mirándolo como quien mira una cucaracha atrapada en una telaraña. Se resignó. No había salida de esta.
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