Lucio les dio todo y su propia hija pretendía desentenderse de eso, pensó Susana. Él la había sacado de la casa de sus padres. Ese hogar era días y noches de peleas hasta que su padre se marchó. Luego de eso Elena cultivaba la rabia con vino y el objetivo de sus golpes se volvieron sus hijos, principalmente Susana.
Cuando quería consolarla, su hermana Elena le llevaba flores del jardín vecino, las mejores nomeolvides que encontraba, y decía que algún día ellas tendrían una casa propia, para ellas solas, llena de esas flores.
Cuando Susana conoció a Lucio fue como haber encontrado al único hombre decente en la ciudad. Había terminado el secundario el año anterior y se propuso conseguir un puesto de secretaria en la constructora del tío de Lucio. Fue a la entrevista con su hermana, recién salida de clase, y la dejó esperando en la recepción. La conversación se tornó rápidamente en el trío de entrevistadores tomando turnos para invitarla a fiestas y cafés. En medio de esto Lucio cruzó la puerta con un café en mano y tomó asiento. Uno de los hombres propuso, entre risas, que quizá entonces podría invitar a un baile a la nena que esperaba afuera.
—Ni mi hermana ni yo vamos a salir con un cara de bagre como vos, infeliz —dijo Susana, y se marchó.
Justo al salir del edificio Susana escuchó la voz de Lucio.
—¡Esperá!
—Volvé con los estúpidos de tus compañeros.
—Que se vayan a la mierda. Escuchame, voy a poner mi propia empresa, con amigos de la facultad. Te quiero de asistente.
—¿Por qué?
—Tenés carácter para atención al cliente.
Mientras hablaban Lucio daba miradas furtivas a Elena, que lo veía también, con los cachetes rojos. Susana se dio cuenta del significado de esas miradas cuando Lucio y Elena comenzaron a ser pareja. Entendió cómo observa un enamorado porque el primer año de ser cuñados se enamoró de Lucio.
Para Susana, que Elena fuera pareja de un hombre que pudiera darle lujos la volvió consentida. Su hermana se pavoneaba por la casa con cada regalo nuevo que le daba el novio. Decía abiertamente que no podía esperar a viajar por el mundo, estudiar en el extranjero y dejar atrás la vida de pobre. Lo decía para vengarse de la violencia de su madre. Apuesto a que se va, decía Horacio para agregar leña al fuego. No digas estupideces, le respondía Susana.
Lucio se tomó mucho tiempo intentando convencer a Elena de darle tiempo de establecer el negocio en otras ciudades, generar ganancias y otras excusas, ya que la carrera de Ciencias Biológicas se impartía en otras ciudades y él no quería separarse por largo tiempo. Los años de idas y vueltas entre los pedidos de Elena y las excusas de Lucio generaron un desgaste entre ambos. En días de peleas Lucio buscaba consejo en Susana. Una noche, luego de unos vinos, Lucio dijo:
—A veces me gustaría que tu hermana fuera más como vos. Que me preste atención, que hagamos buen equipo.
—Puedo ser yo la que te da lo que necesitas —dijo Susana, y sus labios probaron el sabor a uva y tabaco de los de él.
—No lo puedo creer —dijo Lucio con una sonrisa y brillo en los ojos—. Te pareces tanto a ella.
Esas palabras persistieron en la mente de Susana por semanas. Se dio a recorrer bares para hacerlas callar. Usó los cuerpos de otros hombres para olvidar a su cuñado, inútilmente. Detrás de cada caricia, cada acto de ternura, anhelaba capturar algo que sólo otro hombre podría darle.
Una de esas noches, al volver a casa, su madre la arrastró a la cocina del cabello.
—¡Otra vez borracha, puta de mierda! —gritó arrojándola a la mesa, una botella se hizo añicos al caer al suelo—. Tu hermana al menos se va a casar. No te importa lo que dice de vos la gente. ¿Podés pensar en cómo afecta a Lucio que su cuñada sea una fácil, cómo me afecta a mi?
Elena nunca había ido más allá de golpes de puño, pero esa noche decidió usar el palo de escoba. Luego de un momento de golpes Susana logró levantarse y correr a su cuarto. Empujó el escritorio hasta la puerta, mientras su madre intentaba entrar.
—¡Ojalá te hubieras ido vos y no papá!¡Ojalá pudiera irme yo también!
La mañana siguiente Susana despertó con el sonido del motor de la guadaña del vecino y el llanto de su madre.
—¿Qué hice, qué hice? —dijo Elena, sentada junto al teléfono.
—Mamá —murmuró Susana, que abrigaba esperanzas al ver a su madre arrepentida.
—Mi niña, mi pobre Elena — la mujer rompió en llanto.
Tras su madre dolida, del otro lado de la ventana que da a la calle, Horacio la miró y negó con la cabeza, a su lado Lucio estaba discutiendo con oficiales de policía, por el gesto que hacía con las manos parecía estar describiendo la altura de alguien. Susana comprendió que finalmente había ocurrido. De la ventana abierta que daba al patio del vecino se escuchó a alguien insultar y luego, llevados por el viendo, unos pétalos azulas destrozados se posaron a los pies de Susana.
—¿Pero y nuestra casa, nuestros planes?
Días después, luego de una cena, Lucio llevó a Susana a su casa.
—Quiero sacarte de esa casa. No aguanto verte golpeada, vení a vivir conmigo.
—¿Qué?¿qué pasa con Elena, que pensará la gente?
—A la mierda la gente. A la mierda con Elena. Es adulta, si me quiere dejar así que lo haga —sacó una nomeolvides seca de entre las páginas de su agenda y sonrió con un brillo en los ojos—. Quiero construirte una casa, con un jardín lleno de estas flores, un pedazo de cielo solo para vos. Me equivoqué, Susana. Vos siempre estuviste ahí para mí. ¿Me perdonarías?
Por fin, el reconocimiento que siempre quiso de Lucio, al fin el hombre que amaba la veía.
Si bien la ausencia de su hermana le dio lo que deseaba, algunas noches se despertaba a esperar frente a la puerta, junto al teléfono. Abrazó el rencor que le causaba esa promesa rota, que le causaba el abandono. La familia lo era todo y ella se marchaba. Cuando unos parientes le llevaron al bebé, con ese nombre irónico, eligió criarlo con su apellido. Aún así no volvió. Era lo mejor, creía ahora Susana, mientras esperaba al abogado mirando el pedazo de cielo que tenía en su patio. Ella había perseverado, se merecía esa vista desde su ventana, no su hermana. Lo único que lamentaba era producto de su devoción por su familia: le faltaba la fuerza para dejar a su madre en el geriátrico.
—¡No! —dijo Elena.
—¿Pensaste que no me daría cuenta? —dijo Susana con las pastillas en la mano—. Con razón no te podes levantar del dolor.
—No quiero olvidar, no me hagas olvidar. ¡No me lastimes así!
Susana se abalanzó sobre su madre, le puso las pastillas en la boca y se la cubrió con ambas manos.
—¿Cuántas veces te pedí lo mismo y nunca me hiciste caso?
Elena no tuvo más alternativa que tragarse las pastillas. Balbuceó algo y lágrimas le bañaron los cachetes.
—Ya no me acuerdo… no sé lo que te hice, perdoname, no me lastime más, señorita, por favor. Perdoname.
Susana miró a la mujer que tenía enfrente y recordó haberse preparado para esto toda su vida. Siempre supo que la vejez le haría esto a su madre. Toda la amargura, todo el orgullo que siempre vio en su madre se habían esfumado, se parecía a cualquier otra vieja. Lo consideró largo rato. Mientras la mujer de la cama le tendía una mano, pensó que quizá era el momento. Buscó en su interior la fuerza para perdonarla pero encontró algo atroz. Ya era tarde, años tarde. La mujer que quería perdonar se había ido para siempre. Luego Elena observó el cuarto con curiosidad, como si acabara de llegar. Al posar los ojos en su hija quedó quieta, con brillo en la cara, como una niña.
—¿Elena, sos vos?¿Volviste hija? —No. Vergüenza, reconocimiento, llevó los ojos a otra parte del cuarto—. No, me confundí, perdón.
Esa misma noche se llevó a cabo la sucesión testamentaria. Ya que se trataba de alguien como Lucio Arzubita, el escribano, la jueza, el abogado y los dos testigos eran viejos amigos del difunto. La sala de estar donde se llevaría a cabo el asunto estuvo preparada y limpia desde la mañana. El resto de la casa, que aún tenía partes de la extraña remodelación de Susana, estaba cerrado con llave. Oruguita se encontraba limpiando esa zona. Levantó un jarrón, recuerdo de unas vacaciones de Lucio, sin notar que tenía aún unos hilos pegados detrás. El jarrón se le escapó de las manos y explotó en pedazos al tocar el suelo.
—¡Pendejo retrasado! —gritó Susana— ¿Cómo podes ser tan estúpido?
—Perdón, tía. No te preocupes, creo que era uno de los baratos.
—Sos inútil hasta para animal de carga. Limpia eso y terminá de sacar los hilos de la entrada antes de que venga la gente —antes de irse Susana notó algo en el chico—. Tenés la cara de tu madre, no aguanto verte. De ahora en más cubrite la cara.
Luego de Susana, Lila fue la siguiente en llegar al living y tomar asiento, seguida de Horacio. Se sentaron en las partes opuestas de la sala.
—Qué interesante estilo querida, pareces recién levantada —Lila no respondió—. Muy avant-garde, como te gusta a vos —silencio, Susana perdió la paciencia—. Ayer tenías tanto ingenio. ¿Qué pasó, te diste cuenta que perdiste la apuesta?
—Mañana pasen por las cosas de tu hermano.
Horacio, junto a su hermana, no paraba de mirar a su alrededor, de rascarse el mentón, mover la pierna.
—Necesito quedarme unos días —dijo, Susana le ofreció un cuarto de huéspedes—. Si yo tuviera un secreto, sobre algo importante, y tuviera razones muy personales para ocultarlo, ¿me entenderías?
—La familia se perdona siempre, pero un secreto es algo muy serio.
Finalmente llegó Margarita, acompañada de los hombres y mujeres del juzgado. Mientras estos se preparaban para comenzar el trámite, Margarita tomó asiento detrás de su madre.
—Tenemos que hablar después de esto, mamá.
—¿Sobre qué?
—Sobre vos y yo, sobre mi futuro.
—Ya hablamos de nosotras.
—Pero mamá.
—Y tu futuro está acá conmigo. Hija, sé que tuvimos diferencias pero, siempre y cuando estés conmigo, te voy a recordar, aunque me de demencia.
—¿Qué?
La jueza se aclaró la garganta y la sala hizo silencio. Apenas comenzó a hablar, Susana se impacientó por terminar. Se sintió como fuera de sí misma, acalorada, el peso en los hombros la encorvaba. El aroma a jazmín que salía del estudio de su marido le llenaba la nariz. Perdió la noción del tiempo, hasta que una palabra la despertó del ensueño: descendientes.
—¿Perdón, podés repetir eso?
—Los herederos forzosos recibirán dos terceras partes de la herencia como dice la ley. Estos son la cónyuge, usted, y los dos descendientes.
—Debe haber un problema, solo hay una descendiente.
—El testamento dice explícitamente, en puño y letra del difunto, que hay dos descendientes
—¿Y quién sería el otro?
—Lucio Orlando Arzubita.
La sala entera se llenó de una quietud densa, cortada únicamente por la pregunta de Susana.
—¡¿Se piensan que esto es joda?!
El abogado de la familia acercó el testamento a la mujer que gritaba. Allí decía “a mi hijo” con la letra de Lucio, tan reconocible como espantosa.
—¿Qué pasa mamá?¿Cómo que Oruguita es mi hermano?
—Dios mío —dijo Horacio—. La puta madre.
—Era la voluntad del difunto —comenzó el abogado— no comunicar hasta después de muerto el hecho.
—Voluntad las pelotas —dijo Susana—. Lo ocultaron porque le debían favores, ratas.
Los honorables hombres y mujeres de leyes se apresuraron a terminar la lectura del testamento, en pos de salvarse de más injurias.
—Dice: Lila, quiero que me sucedas en la empresa hasta que tu hijo sea capaz. Margarita, te dejo la casa de verano. Lucio, te dejo mi preciada casa con jardín. Susana, por tu dedicación y servicio hacia mi, te dejo la casa en las sierras —al terminar, extrajeron de un bolsillo un trozo de papel doblado—. También dejó un mensaje para Elena.
Le entregan el papel a Susana, que al abrirlo vuelve a encontrarse con la letra de su difunto marido.
Elena, espero que hayas venido; si no para llorar por mi, al menos para ver si mi muerte no es otra de mis mentiras. Quería dejarte la casa, pero sé que no la aceptarías. Es de Lucio ahora que estoy muerto, espero encuentres amor o arrepentimiento por él detrás de tu odio por mi y vengas a verlo. Yo te amo, nunca pude olvidarte. Tu recuerdo, nuestros proyectos inconclusos, tu fantasma: todo eso es más real que la vida con cualquier otra mujer. Esta casa, de entre todas mis riquezas, es lo único de lo que de verdad soy responsable y quiero que vivas en ella, que te pasees por su jardín, con nuestro hijo. Si no logramos estar juntos cuando vivía, al menos disfrutá el pedacito de mundo que preparé para vos.
Susana dejó caer el papel. Trastabilló y se sostuvo con una silla.
—¿Mamá?
—Tranquila, por favor —dijo Lila—. Estoy segura de que podemos encontrar una solución.
Susana tomó la silla con ambas manos, la posó sobre su cabeza y la arrojó a la jueza, que esquivó el impacto por poco.
—¡Fuera, fuera de mi casa, los quiero fuera a todos!
La viuda doliente, abrió las puertas previamente cerradas, dejando ver los hilos de araña que habían apresado cada recuerdo en las paredes, y subió corriendo las escaleras, seguida por su familia. Se detuvo frente al estudio, la mano apretando el pomo. Quería entrar, insultarlo, profanar el cadáver, encender en llamas todo el trabajo y recuerdos de Lucio. Pero no pudo.
—La mitad de mi vida, más que eso —no consiguió fuerzas para abrir la puerta. Cayó de rodillas al suelo, llorando. ¿Si destruía el trabajo de Lucio, que ella ayudó a crear, qué significó su esfuerzo, qué valor tendría la mitad de su vida?—. Te di mi vida y ni siquiera tengo la casa que me prometiste. Solo fui tu secretaria, nunca tu esposa.
Una mano tocó su hombro. No esperaba a nadie más que a su hija, pero no era ella. Entre lágrimas vio el rostro borroso de su hermana. Volvió, se dijo, vino a disculparse, a reconstruir nuestra vida, a vivir en la casa que siempre quisimos y todo va a mejorar. Al limpiarse las lágrimas Susana vio que no se trataba de su hermana, sino de alguien muy parecido.
—No te preocupes tía —dijo Oruguita—. Mi casa es tu casa.