Uno de mis primeros recuerdos es del día que empecé a aprender a olvidar. Estaba en casa de la tía Ponce, cuidando las gallinas. La tía conversaba con Susana sobre lo mucho que le faltaba plata. La mamá gallina bailaba alrededor de sus pollitos, vi a uno que no se movía y hacía pío pío despacito. No puedo prestarte, dijo Susana. Por favor, dijo la tía Ponce. La mamá gallina llevó a todos sus pollitos al corral, todos menos el que estaba ahí quieto tratando de respirar. No te doy nada, gritó Susana, tenés que dejar el juego, después de eso, veremos. Sos mala persona, le haces esto a tu sangre, me dejas tirada, dijo la tía Ponce agitando las manos. La gallina seguramente se pondría triste sin su pollito, así que lo deje con los demás. Ya casi no hacía pío. La tía Ponce gritaba te odio, te odio y Susana decía que ya se iba. La mamá gallina miró con un ojo al pollito y le dio un picotazo, después otro, hasta que el pollito dejó de hacer pío y se quedó quieto llorando sangre. Me dolió. Yo solo quería que la mamá gallina no estuviera triste y ella le hace eso a su propia sangre. La maté. No entendía del todo, hasta hoy, cómo se sentiría la muerte. La agarré de las patas y la golpeé hasta que dejó de moverse, capaz así ella entendería cómo se sintió su pollito.
Cuando la tía Ponce me vio dijo “¿Vos me querés arruinar?”. No tía, yo pensé que era lo correcto, que había que hacerlo, no me mandes a otra casa, no me dejes. La tía me dio un golpe con el puño y caí en la tierra. Sentí como si algo se hubiera clavado en mi cabeza, cuando me levanté vi sangre en una piedra. “Sos tan malo como esa familia”. Perdón, perdón, no sé porqué hago lo que hago, pero no soy malo, no soy malo.
Mientras me llevaban a otra casa aprendí como olvidar. Hay que mirar para otro lado mientras las cosas dolorosas te ocurren, hacer como si no estuvieras, digamos. Por mucho tiempo olvidé ese día, hasta que Damián intentó matar al gato y de nuevo mostré que yo era una mala persona. No puedo tomar mis propias decisiones, por eso se las dejo a mi familia. Claro que de tanto olvidar a propósito también olvido sin querer y hago cosas sin que me las digan. Pero no importa, no importa cuanto duela tomar decisiones y sufrir consecuencias, siempre puedo olvidar.
No podía olvidarme de todo, sin memoria no se puede vivir, eso escuché en la tele una vez y logré recordarlo. Entonces empecé a anotar papeles, marcar paredes, rayar muebles, para olvidar tranquilo y en caso de tener que recuperar algún recuerdo. Un día, otro pariente me vio anotando una palabra nueva que había aprendido en la mesa del televisor con un cuchillo. Me asusté y me cubrí la cara con las manos. Él no me pegó, dio un paso atrás y me miró con la frente arrugada. Lo escuché hablando con la abuela al día siguiente. Me da lástima, dijo, algo mal tiene ese chico. Lástima, eso tenía en la cara mi pariente cuando me encontró. Eso dolió como si me hubieran golpeado. Esa noche me mudé con la abuela. No quiero pensar en la abuela.
Ahora que la casa es mía me tratan distinto. El tío Horacio, el día que se fue, me llevó al patio para hablar a solas.
—Nunca te traté bien. Lila no sabía que andaba con Mari, así que no dijiste nada, si se enteró fue error mío —hizo una pausa y me miró confundido—. ¿Por qué no dijiste nada, nunca quisiste vengarte?
—No dije nada porque fue lo que me pediste.
Me dio las gracias, noté que mi respuesta no fue convincente, aunque era verdad. Luego se despidieron Margarita y la tía Lila.
—¿Vas a estar bien con mamá?
—Voy a intentar.
—Si necesitas ayuda avisanos.
—Gracias tía.
—¿Estás seguro? Mamá es pesadísima y vas a estar solo.
—Tengo a la abuela.
Siempre tuve a la abuela desde que nos mudamos juntos. Como viajábamos mucho entre casas de familiares tenía mucho por ver. Mis parientes siempre ignoraban muchas cosas, yo las veía. Como entonces todavía me dolían sus golpes y su lástima me guardaba mis vistas para mi mismo, no vaya a ser que los haga enojar. Aprendí a vagar sin que me noten en esta casa gigante. Tapaba mis ojos con las manos y escuchaba. Las sombras me llamaban, me decían que camine y caminaba. Sin mirar escuchaba bichos escondidos entre las paredes animándome a seguir. No estés triste Oruguita, me decían, en el futuro todos seremos bichos en esta casa, nuestra casa.
Así es como vi tantas cosas. A Margarita llorar por el tío Lucio, las peleas de los tíos Horacio y Lila, Susana y su dolor por la mujer que me dio a luz. Entonces entendí que mi dolor era igual al de toda la familia: rencor causado por el recuerdo. Después le pedía la abuela que recordara por mi, que no quería que mi memoria me causara dolor y que luego yo acabara lastimando a alguien. Y ella así lo hizo. Si quería olvidar algo, se lo contaba a la abuela y ella recordaba por mi. De esa manera era libre de hacer lo que la familia necesitara sin guardar rencor. Hacía lo que me decían sin importar si tenía sentido o no. No tenía que tomar decisiones, no debería, no sé porqué hago lo que hago, la familia sabe mejor que yo qué es lo correcto, yo solo hago caso.
Pero ahora no puedo.
Ahora pruebo el filo en mis dedos gordos. El espejo del baño me devuelve la mirada quebrada. Escucho a Susana quejarse de algo en el comedor. Ahora, solo, pienso más claramente. La memoria me da las palabras justas y tengo miedo. Miedo por lo que voy a hacer. ¿Será como cuando golpeé a Damián? No sé qué hago cuando me quedo en blanco y me da miedo. Me asusta saber que ya no puedo olvidar. No me di cuenta de lo que le estaba pasando a la abuela porque vagaba en la casa con los ojos cerrados. Tan poco tiempo siendo el hombre de la casa, tanto tiempo siendo la mujer de la casa.
Elena, Elena, repite el cuerpo del tío Lucio cubierto de hormigas. Lo cubro con tierra mojada y las hormigas me hablan con su voz que llora por Elena y ella no viene. Le dejo una nomeolvides en la mano. Ya empiezan a marchitarse, las demás flores no.
La casa es como una de esas pinturas del monte que tenemos colgada. Lianas con las que colgarse, raíces para tropezar. Una vez, no sabíamos qué comer y una codorniz entró haciendo círculos por la ventana, fue a parar al horno, muerta. La casa siempre fue tuya, dicen las langostas. No importa cuanto limpie, el monte siempre vuelve a aparecer. No importa cuanto pode las plantas, cuánto corte el césped, no les importa el fuego a estas plantas. El jardín se adueña de la casa.
Paso el trozo de vidrio por mi meñique, me dibujo manchas de mariposa en la cara. Me siento estúpido, las borro. Me cubro los ojos y veo a Susana en la mesa de la cocina. Tiene una maceta de las últimas nomeolvides con algo de vida. Les echa agua, las ahoga.
Me di cuenta tarde. Le servía té a la abuela, estaba convencido de que se había enfermado. Le pedí que me cuente mi recuerdo favorito, para que se anime. Me miró sorprendida y me dijo ¿Elena, hija?. Ahora que me veo al espejo creo que me parezco más a ella mientras más crezco. Le dije no, abuela, soy tu nieto. Comenzó a hablarme de lo arrepentida que estaba, lo feliz que estaba de ver a su hija de nuevo. Me volvió a ignorar cuando le dije quién era. Me contó que fue muy mala con sus hijas pero que no podía acordarse de qué había hecho, de la cara de la otra, sabía que tenía culpa. Se sacudió como si despertara de un sueño y me miró. No sos Elena, me dijo, ¿quién sos? Tu nieto, Lucio, soy Oruguita, tu nene. No, nietos no tengo, me dijo. Me tiré a su lado, de rodillas, le mostré mi cara de cerca, soy tu nieto, repetí. Comenzó a llorar, no, no te conozco, dijo, y yo también lloré. Quise decirle todo sobre mi pero no recordaba, se mezclaban imágenes, sonidos y lagunas. La vi frente a mi, asustada, como una extraña y sentí que ambos habíamos muerto. La mujer que me mantenía con vida desapareció y con ella se llevó todo de mi, yo ya no era más nada.
Esto solo lo hace un tonto. Vagar por una casa mientras se muere la fuente de su vida. Pobre abuela, engañándose con inventos, llamándose mala madre. Mi madre no puede ser mala persona. Allí mismo vi, en la mesa de luz junto a la lámpara, las pastillas que la hacían olvidar. De haber sido más atento, más vigilante, ambos seguiríamos con vida. Era mi culpa, también, por eso ahora, camino a la cocina para arreglar mi error, oculto el trozo de vidrio en la manga de mi camisa.
—Ya vas a volver —dice Susana, había botellas de vino vacías en la mesa—. Te vas a acordar de mi, Margarita, de todo lo que te di. Los hijos son como un perro hambriento: siempre vuelven, no importa cuánto los golpees.
—¿Y una madre? —pregunto, tengo ganas de hablar, tomo asiento— ¿A qué se parece una madre?
—Una madre es el amo del animal, obviamente. Enseña que la vida da golpes, pero siempre está ahí.
—No. Uno no le hace eso a su propia sangre —Me arden las orejas, Susana ríe.
—Lastimarnos es todo lo que hace esta familia, empezando por mi madre.
—No mientas.
—Es verdad. Lo mismo tu propia madre.
—Mi verdadera madre está allá, en cama, no me recuerda por tu culpa.
—Ella… —Susana no me escucha culparla, no me mira—. Tu abuela era peor que yo. Todavía tengo las marcas de los golpes.
Siento que mis ojos giran hacia atrás. Me corto la mano para que la oscuridad que tengo dentro no me tome por sorpresa. Me levanto y le muestro el trozo de vidrio. Ahora si me mira, al fin, me da toda su atención.
—Decí que es mentira.
—Es cierto —tiembla.
—Nunca la quisiste. Por eso le diste las pastillas, para que pierda la memoria, ella siempre decía eso.
—No funciona así. Está senil, es normal.
—No inventes mentiras sobre ella.
—Tu abuela es una borracha que no superó que la dejara el marido, por eso nos golpeaba, más a mi que a los otros. ¿Nunca te contó? Te dejó vivir una mentira, igual que Elena y Lucio hicieron conmigo.
No puede ser. Me niego a pensar que la abuela haga algo así. Algo me tira de los músculos de la frente y se me agarrota el cuello. No vayas a la oscuridad. Es posible. Estoy maldito, porque ahora recuerdo bien mi historia favorita, la parte final. Esto es lo que la abuela no me contaba luego del final. Que dolor abuela. ¿Tomabas vino y solo veías oscuridad y golpeabas a tu hija? Estamos los dos malditos por la memoria abuela. Mirá, Susana, cómo se cae a pedazos el mundo, como se desmorona todo gracias a un recuerdo. El pollito quería quedarse quieto y la mamá gallina le dio un picotazo. Ahora tengo que matar a la mamá gallina. Me acerco y Susana me espera. Terminá con esto, me dije, matare, y lo quiero hacer porque acaba de ponerme un rencor tan grande dentro que no sé qué otra cosa hacer. En el espejo a metros de mí veo a un hombre parecido a Elena, esa mujer que dicen que es mi madre, misma nariz, levantando un trozo de vidrio
“No sos una mala persona”. La voz de mi abuela me resuena en el cráneo. No puedo hacerlo. La oscuridad no cubre mis ojos. Este recuerdo dolerá tanto, tanto que no puedo. Susana llora, aliviada.
—Por Dios —dice—, no quiero morir. No quiero morir.
—Creo que ya te entiendo. Nunca aprendiste a olvidar. Lo mismo le pasó a la abuela. Si no olvidas el rencor te come. Te enseño.
Me acerco al espejo. Estiro mi nariz, la prueba de que Elena existió alguna vez. Con uno, dos movimientos, elimino la prueba. Susana grita. Un gusto metálico me llena la boca. Me cuesta respirar. Me siento a un lado de Susana. Hace bien en no correr.
—Así vos te olvidas de Elena, mientras yo la recuerdo. Te olvidas de la abuela, yo la recuerdo.
Susana no responde, observa el suelo.
—Mirame. Yo olvido lo que me acabas de contar sobre ella, vos acordate. Que te quede una imagen nebulosa de alguien que alguna vez te lastimó, ya no existe más.
Estamos solos, estamos juntos, somos familia. Nos intercambiamos recuerdos, aguantamos el dolor. Te quiero tía Susana. Dije te quiero, le muestro el vidrio y repito. Seguís llorando.
—Te quiero, Lucio.