Más allá de septiembre

El amor es una herramienta curiosa. Juega con nosotros a su gozo y conveniencia en los momentos menos oportunos. Y está más que claro que nunca sabremos realmente cómo convivir con el amor, por lo que a veces uno recurre a desaparecer completamente del mapa sentimental, alojarse en una cabaña solitaria y fría, en donde ninguna emoción romántica nos domine. Pero, saben, quizás esto no deba ser así. Si algo he aprendido en mi corta experiencia, es que el dolor inspira y nos deja las mejores enseñanzas. Y créanme que tuve varias.

En la madrugada de un fin de semana cualquiera, volviendo caminando junto a Sergio, y tras un largo encuentro con el alcohol y amigos, habíamos soltado un tema al ‘azar’ para matar el tiempo en el venturoso trayecto que nos esperaba en las ‘montañosas’ calles de La Planicie. Era evidente que tan al azar no era, porque sé que Sergio tenía en mente una sola cosa desde que salió de su casa por la tarde, durante la fiesta, y en nuestra caminata nocturna de regreso. Y era ella. No demoré en percatarme de su voz entrecortada y la mirada incrustada en el frío suelo, así que anticipé la conversación con una ligera pregunta: «¿Aún está ahí, verdad?», mientras señalaba su pecho. Para Sergio la respuesta no se podía decir. Solo quedó el silencio.

Tras esa conversación, a mí llegaron innumerables recuerdos. A decir verdad, yo había resultado muy golpeado por las ondas del amor, por eso reconocí a Sergio no solo como un caso más de decepción, sino también como un espejo. Entendía perfectamente todo lo que sentía y me dolía saber que esto era una tarea principal para él. Porque no bastaron todas las palabras de ánimo que le había dado, esa noche todos sus sentidos apuntaban a una sola dirección.

Personalmente, mi primera experiencia amorosa empezó a los 18 años. Sin menospreciar y hacer a un lado los anteriores enamoramientos -que algún día contaré-, esta fue la que hizo marcar un punto de quiebre en mi revolcada vida. A esa edad había empezado a estudiar una carrera con la cual nunca logré emparentar, así que iniciaba la vida universitaria con la fe puesta en mi yo de entonces: un joven Pablo que había decidido dejar el comportamiento suelto y expedito de la secundaria. Es entonces que, en una clase aleatoria, y entre las palabras que ignoraba del profesor, conocí a quien fue mi primer amor. Todo surgió como debía pasar, y aunque sinceramente no comprendí en su tiempo qué es lo que me amarró a ese sentimiento, parecía ser que la vida me tenía preparado ese momento. Las cosas buenas que alguna vez escuché de las emociones, se percibían en un instante.

Y así, durante mucho tiempo, se relucieron colores alrededor de los dos.

No obstante, era sabido que, como todas las historias que contienen un poco de asombro, había de llegar el momento de partir, opuestamente el uno del otro, en el camino que debíamos tomar. El adiós no era ajeno a las cosas elementales del amor. Y así como Sergio, que se había perdido en todo ese trayecto, aquella vez también me desvié. Ella se fue a las 9, yo morí a las 10, como dicta una canción.

Los meses posteriores fueron un laberinto mental, en el que yo, atrapado entre la rebeldía y el arrepentimiento, envolvía de desidia mis actos cotidianos. Estaba en el otro lado de la esperanza y yo solo buscaba la solitaria secuencia de lo imaginado, de aquello que jamás vendría. Por lo tanto, durante meses me había entregado al dolor sin pensar en el resultado. Solo navegaba entre sueños, que rebotaban como caricias para calmar el engaño de que todo iba a regresar a su lugar. Pero eso no fue así, porque la vida misma había preparado más cosas para mí.

Fue en la madrugada de un fin de semana cualquiera, volviendo caminando junto a Sergio, y tras un largo encuentro con el alcohol y amigos, habíamos soltado un tema al ‘azar’ para matar el tiempo, pero en aquella primera caminata fui yo el que se escabulló entre la conversación para poder abrir el corazón. Era mi primer encuentro con amigos después de semanas de encierro y depresión, y mi mente seguía pensando en lo mismo. En el camino de vuelta, Sergio, que estaba mucho más joven y sin decepciones amorosas encima, se percató de mi inconfundible estado de ánimo. Me dijo tantas cosas que no logré escuchar realmente, puesto que tenía el enfoque en otro escenario. Hasta que se calló y permaneció en silencio durante los últimos 15 minutos de trayecto. Al despedirnos, se me acercó y me dijo: «No te sigas lastimando de esta forma». Sergio tenía razón, había algo en mí que era sorpresivo, el tiempo surtía efectos en el resto y yo no dejaba que fuera así conmigo. Pero, ¿Cómo?

La respuesta no la encontraría en ninguno de los libros, ni en mis poetas favoritos, ni siquiera en mis más optimistas sueños. Los meses me responderían cuando, sin darme cuenta, el dolor empezó a sanar. Durante ese tiempo de mejora, conocí nuevas pasiones que jamás creí conocer, me atreví a nuevas experiencias que nunca imaginé, y me planteé nuevos objetivos que en ningún momento de mi vida los vi como posibles. Mantuve la cabeza puesta en lo que realmente necesitaba para sentirme completo nuevamente. Hallé un nuevo corazón. Todo radicó en la vasta tarea de empezar a sentirme bien conmigo mismo. Empezar el cambio por mí. Porque cuando uno deja de ser dos, va transformando aquel espacio que se fue en un ser más fortalecido. De ahí comprendí más lo que quería decirme Sergio en aquella noche: la idea era dejar de romperse el corazón uno mismo.

Y así, después de mucho tiempo, volvieron a relucir colores alrededor de mí.

Luego de que el decepcionante escenario amoroso se enfocara en Sergio, poco a poco comenzó a entender el mensaje que alguna vez me dio a mí. Hasta que una noche de un lejano septiembre, después de una de las tantas salidas con amigos que solíamos tener, el nuevo camino de vuelta empezaba a volcarse de bullicio e intriga. Sergio había soltado su primer tema distinto al silencio, incluso la noche cambió, porque pasa algo con los corazones rotos cuando sanan que se siente a la distancia. Sergio había vuelto, dispuesto a abrir el corazón a un nuevo comienzo. Ambos aprendimos que el dolor puede ser una simple visita. Entonces le solté la pregunta de rutina: «¿Aún está ahí?», mientras volvía a señalar su pecho. Sergio, con la mirada puesta al frente en el trayecto y a media sonrisa, respondió: «Sí, pero yo también».

Había amanecido cuando cada uno llegó a su casa, con la sensación de que la noche no era tan larga como creíamos. El amanecer siempre estuvo ahí, la cuestión era esperar.

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