En la lluvia de media semana antes, cuando se me estaba siendo explicada la ciencia detrás de mi baile favorito, escuchaba con atención las ordenes. Padre me iluminaba con la información y Madre me entrenaba con el baile. Moviendonos con ojotas sobre un piso mojado, practicamos aquel día.

     Un-dos-tres, un-dos-tres. Dos pasos de movimiento y uno para acomodarse. La mujer con su brazo en el hombro de la pareja y el hombre con su brazo en la cintura de ella, una forma de posición basada en género, cosa con la cual yo sabía me encantaba juguetear.

    «No, no, así no es.» me acomodaba el bracito con una firmeza inocente. «El hombre en la cintura.»

Seguí el juego y cedí. Esto era práctica, después de todo los pingos se ven en la cancha.

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Llegó el día y con nervios ansié que la música de vals empiece, que las luces se alumbrasen un poco más y que tenga que estirar la palma de mi mano en búsqueda de un acompañante.

    Para mi ligero disgusto las luces no se habrán alumbrado, pero el vals seguramente comenzó. Caminé en saltos y me puse en el extremo de la mesa, miré a los lados en búsqueda de quien sea esté expectante de bailar conmigo. 

    Los bellos y grandes dedos de una mujer se juntaron con los míos. Unas yemas de nula experiencia esperaban a mis órdenes para empezar el ritmo. Acomodé con ligereza sus brazos en mi cintura y puse los míos sobre sus hombros. «Un-dos-tres». Sonreí.

Con todos los y las acompañantes hice lo mismo, que ridícula me sentí, un acto tonto e infantil de rebeldía solo para apaciguarme a mi misma. Me di cuenta desde el principio que me dolían las mejillas de la felicidad que tenía. ¿Tanto me importaba tal irrelevancia? La costumbre podrá tener poder, pero su cambio es sin duda más poderoso.

    Al final, creo que a nadie le pesaba en donde ponga los brazos. Que tonto de mi parte haberme preocupado.