La cicatriz secreta.
El verano te asfixiaba si es que no tenías sombra en la profundidad de este valle húmedo y tranquilo. La gente, las mascotas y hasta las ramas de los árboles se movían como en slow motion y el calor te dejaba la piel pegajosa aunque te quedaras quieto.
Tendría unos 7 u 8 años, no era de correr ni gritar como mis hermanos, era más bien tranquilo, de esos nenes que se pierden de jugar mientras se quedan leyendo un libro para grandes o se quedan pegados en frente de la tele por horas hasta que uno de los padres lo reta porque se sienta muy cerca, diciéndole: “¡Te vas a quedar ciego, vos!”. Bueno, no estaban tan equivocados, jaja.
Estaba en casa de mis abuelos porque mi mamá iba a llevar a comprar a mi abuela, ella ciega, y él jubilado. Mi abuela manejó siempre la plata de mi abuelo y menos mal que siempre fue así porque, desde que él dejó de trabajar por su edad, empezó a tomar (cosa que antes no hacía, más que un vaso de vino en un asado como mucho). El alcohol le había agarrado la mano y no quería soltarlo, tal vez por aburrimiento, qué sé yo. Pero bueno, esta vez me tenía de compañía por lo menos. Llegamos tipo cuatro de la tarde, cuando empiezan a abrir los supermercados. Mi abuelo seguía durmiendo la siesta, sagrada para ellos. Mi mamá me preguntó si quería quedarme y me dejaron con el control remoto a cambio de que despertara a mi abuelo a las cinco. Antes de despertarlo, no recuerdo qué veía en la tele, creo que era El laboratorio de Dexter, pero, en un momento de silencio el zumbido del ventilador en su pieza me hizo acordar que tenía que despertarlo. Miro el reloj grande en la pared: cinco y cinco. Me acerqué descalzo y sin hacer ruido como en una película cuando alguien entra a robar joyas a una casa, no sé por qué hacía ese tipo de cosas. La puerta estaba entreabierta, me asomé y dije bajito:
-Abuelo, ya son las 5. –
Se despertó y dijo:
-Ah, bueno, bueno. –
Se levantó lento, con cara de que tratara de entender lo que estaba soñando, subió hasta la mitad las persianas tirando de la correa, dejando que la luz entrara a través de las cortinas blancas. Abrió las ventanas, y el aire caliente entró como un soplido, moviendo las cortinas e iluminando más la habitación y a él, principalmente desde su cintura hasta sus pies.
Fue la primera vez que la vi. Es más, fue la primera y última vez que lo vi sin pantalones largos. Me causó un no sé qué, como un hormigueo… esa cicatriz. Le rodeaba la pierna derecha, desde su tobillo, más delgadamente y ensanchando mientras subía, como enredándose para trepar hasta llegar por debajo de la tapa de su rodilla. Era gris, hundida, arrugada, como una quemadura mal curada. Horrible.
Me quedé en silencio mirando, me vio, se miró la pierna y me dijo:
-¿Tu abuela te dejó plata? –
-¿Eh? ¡Sí! –
-Andá donde Arratia, pedile unos cañoncitos para vos, y doscientos de las marineras para tomar el té. –
-Bueno. –
No podía sacarme esa imagen de la cabeza y mientras iba caminando a la panadería, que queda ahí nomás a la vuelta, pensaba: “¿Cómo no la vi antes? ¿Qué le pasó en la pierna?”.
Volví y ya me estaba esperando afuera en una mesa redonda con dos tazas con saquitos de té adentro, la pava hirviendo, azúcar y un plato hondo para lo que yo había ido a comprar. Siempre se sentaba en el mismo lugar, en la entrada del garaje/quincho cubierto por una malla de mediasombra tendida por alambre tenso atornillado a la pared, protegiendo del sol ese lugar. Desde ahí veíamos todo, la calle y la vereda. Los vecinos viejos pasaban y saludaban a mi abuelo con un:
-Poblete.. cómo anda? –
Y mi abuelo respondía siempre:
-¡Epp! Bien, bien. Acá, esperando que haga calore’. –
Y se reían.
Entre sus pies descalzos, una manguera soltando agua, y con pequeñas patadas la corría de un lado al otro para que el agua refrescara el cemento caliente mientras merendábamos. Al lado de su taza, un matamoscas, a mano para aplastar a las que se apoyaban en la mesa. La taza de mi abuelo, una cosa enorme como una sopera, que él decía “escupidera”, humeaba mientras esperaba a que se entibiara. Yo, con una normal, le ponía dos cubitos de hielo para que se enfriara más rápido. Y el barrio, silencioso. La mayoría de los vecinos eran jubilados que no hacían quilombo y menos a la hora de la siesta.
Me preguntaba a qué hora se habían ido mi abuela y mi mamá a comprar, que dónde estaban mis hermanos, y cosas así. Yo le respondía y me callaba. No podía pensar en otra cosa, hasta que me animé y le pregunté:
-Abuelo.. ¿qué te pasó en la pierna? –
No me miró, se quedó en silencio unos segundos que me parecieron horas. Me miró, corrió la silla estando sentado alejándose de la mesa y se levantó la botamanga derecha de su pantalón. Era más fea de lo que había podido ver la primera vez… esa cicatriz me causa algo raro hasta cuando la recuerdo ahora que estoy escribiendo esto. Bajó la botamanga y empezó a hablar, serio, sin mirarme mucho, sin ese tono exagerado y burlista de sus cuentos e historias como siempre hacía:
-Cuando era chico, así como el Joni (mi hermano mayor), empecé a trabajar allá en el campo en Chile. Mi papá no estaba en la casa, se había venido para la Argentina por trabajo y nos iba a mandar plata para venirnos acá con él, pero nunca mandó nada y nunca volvió a buscarnos. Tenía otra parvada ya (otra familia extramatrimonial acá en Argentina). Yo era el más grande y trabajaba para que mi mamá y mis hermanos tuvieran para comer. En el otoño ya se empezaba a cortar la leña para el invierno, yo llegué un dia a la tarde cansado y con hambre, y en la puerta estaba la vecina del campo de al lado. La saludé y se asustó.
“Hijo! Me asustó! ‘Ta su mami? Le traje cujen a su mami, déselo a su mami sí.”
Me dió la fuente de vidrio y se fué. –
-¿Qué es cujen? – lo interrumpí.
-Un postre chileno, es una masa dulce como la pastaflora que lleva crema de leche y maicena, y rodajas de duraznos en almíbar arriba. La Maruquita a hecho ya- (la Maruquita es mi abuela) Me explicó y siguió:
-Y bueno. Mi mamá no compartía mucho con nosotros. Antes los grandes comían ellos primero en una mesa y nosotros después en otra, pero eso le quedó de mi papá. Entonces yo sabía que de ese postre no iba a tocar nada y le metí los dedos y saqué de a pedazos para comer para que parezca que una rata había comido ahí. Entré a la casa y lo dejé arriba del aparador de la cocina que estaba alto. Calenté agua y me fui a bañar. Cuando volví a la cocina le conté a mi mamá del postre que trajo la vecina, que lo había dejado arriba del mueble, ella se subió a una silla y antes de bajarlo dijo:
“¡Uy! ¡Las ratas anduvieron trajinando acá!”
Y se lo tiró a los chanchos atrás. Comimos una sopa nomás a la noche y nos fuimos a dormir. Al otro día a la mañana cuando amaneció me desperté de un tirón que me dio en la pierna, como calambre. Me levanté, agarré un pedazo de pan y me fui al campo. Casi al mediodía me dió otro tirón más fuerte y se me adurmeció hasta arriba la pierna. Me costaba caminar, así que me volví temprano, medio rengueando. Llegué y no comí sopa, nada. Me acosté a dormir. Estaba cansado como si hubiera trabajado todo el día. Ni leña había traído. Me desperté cuando ya estaba oscureciendo. Me quise parar y no sentía la pierna, no la podía mover y estaba hinchada de la rodilla para abajo. De a ratos me daban puntadas como pinchazos así de agujas. Así que mi hermano, que era unos años más chico, me acompañó al otro día temprano al pueblo al hospital. Pero esa noche no pude ni dormir de la molestia. –
Su papá se había ido, y él, el mayor, mantenía a su mamá y a una camada de hermanos y hermanas. Él no les podía fallar, y no lo hizo.
-En la salita del pueblo me vieron la pierna y me mandaron al hospital que queda más lejos. Y cuando llegamos me subieron en una silla de ruedas y esperamos a que llegara el doctor. Después me llevaron al quirófano, me subieron a un mesón de metal y me cortaron el pantalón de grafa con unas tijeras. La mesa estaba fría, pero en la pierna no sentía nada. No hacía falta ni anestesia, así que me pusieron yodo con una gasas y me limpiaron la parte de la rodilla, ahí algo se movía, como que me latía abajo del cuero. Donde estaba más hinchado el doctor apoyó el bisturí nomás y se abrió sola la carne. Y de adentro salió algo largo, fino y negro, con una cabeza y que se retorcía y como que miró a todos como con desconfianza. Pegó una sacudida y salió de adentro, estaba enrollada comiéndose la carne ya. Saltó de la mesa y se escapó por la puerta, justo porque entraba una enfermera.
Allá en Chile cuentan cuentos, historias: un caballo blanco que sale del agua en los Ojos del Caburgua, una novia de la noche que anda en los campos y que besa a los hombres que encuentra solos en el campo hasta que los mata. Y mi mamá dijo que esto era “un daño” (mal de ojo, brujería). La vecina y el marido no tenían chicos, no podían tener. No eran pobres así como nosotros, y un postre así era bien recibido. Ella sabía que la mamá comía primero y repartía lo que quedaba con los hijos, así que era un regalo con mala intención para mi mamá. –
Su mamá fue a encarar a la vecina, le gritó por el postre, y desde ahí se cortó todo trato. Mi abuelo, por vergüenza, empezó a usar pantalones largos siempre. Después de eso, la madre le dió más porción de la comida por un tiempo, como un «reconocimiento», una disculpa sin decirla. Pero después volvió a tratarlo con frialdad, como si quisiera hacerlo fuerte para que sea el hombre de la casa que no fué el padre que los abandonó. Mi abuelo no era borracho, o no hasta que la vejez y el aburrimiento lo dejaron pegado a la damajuana o el envase de cerveza. Su cuerpo, por falta de costumbre, se quebró: trombosis, cirrosis, hasta que se fué. Es curioso que haya evitado tanto tiempo ser como su padre y se haya terminado yendo de la misma manera. Esa tarde, mientras el té se enfriaba y las moscas nos molestaban, sin mirarme dijo:
-No hay que mentirle a la mamá, patito. –
Y yo solamente asentí con la cabeza.
Al rato volvió mi mamá y yo todavía tenía el té intacto. No pude ni comer cañoncitos. Mi mamá me apuró para que terminara el té (en mi familia la comida, se cuál sea nunca se desperdicia) porque tenía que hacer más cosas en mi casa. Yo intenté apurarme y tomar el té pero terminé vomitando toda la mesa porque tenía el estómago tan cerrado que no me entraba ni una gota de líquido. Mi mamá me retó y me levantó del brazo, me llevó al auto y nos fuimos. Nunca le conté lo de esa tarde. Nunca me voy a olvidar de esa cicatriz, hundida y gris. Era algo más que solo carne que faltaba: era un pedazo de dolor que se le había metido adentro a mi abuelo, y cuando salió le dejó una visión de la vida que nos intentó transmitir a su familia. Pero también era un secreto que el campo le había cosido a la piel, un secreto que espero me perdone por contárselos ahora a ustedes. Y yo espero que a ustedes les quede algo de lo que aprendí de él: no importa las mierdas que te pasen en la vida, lo que hacés con eso es lo que importa.
Gracias, Chupilquita. Te extraño.

La verdad es libertad, la mentira es la prisión, y tu mente tu realidad.
