FilosofíaLiteraturaPsicología

Desde el llano

Había una persona que al parecer intentaba escalar una montaña; a decir verdad, más bien era un monte o colina grande, algo más accesible por algunos sitios que por otros, más escarpada o más suave en su declive según la parte por la que uno intentara subir. Tampoco era en realidad obligatorio subir, pero esta persona, como tantas, sentía dentro de sí la necesidad y el deber de escalar y llegar a la cima si era posible; sabía que no era la primera persona en intentarlo: cada tanto encontraba algún indicio de que alguien más había pasado por allí antes, de que no era la primera vez que la montaña era atacada por ese flanco; encontraba herramientas, algunos escasos víveres, libros y mapas, utensilios de orientación y de alpinismo, también juguetes y distracciones de todo tipo; había que elegir sabiamente qué cargar y qué dejar tirado, ver las ventajas y desventajas de cargar con esto o con aquello, ver si sería una ayuda o ua dificultad. Comprobar que el mismo camino había ya servido a otros le confortaba, le daba una sensación de compañía en su periplo, especialmente cuando en alguno de los libros encontrados se topaba con un fragmento subrayado o con breves anotaciones manuscritas en los márgenes. Con todo esto se ponía en un estado de optimismo, iba ascendiendo a buen ritmo y calculaba no tardar demasiado en coronar la cima.

A partir de cierto punto, se volvieron usuales los desprendimientos de piedras, las pequeñas avalanchas y aludes; había que redoblar las precauciones, prever siempre lo peor, avanzar más lentamente, a veces detenerse por completo hasta que pasaba el peligro o incluso descender un poco para alejarse de zonas peligrosas, dar largos rodeos; era frustrante muchas veces y daban ganas de desistir y abandonar la montaña para ir a vivir tranquilamente en el llano, con la seguridad y la comodidad suficientes para dejar transcurrir la vida. Tuvo que abandonar muchas de las herramientas, llenar apenas una mochila con víveres insuficientes y algunos libros, a los que no quería renunciar pues le permitían aprender cada vez más sobre la montaña y las formas de escalarla. En uno de esos libros encontró los planos para construirse un refugio móvil hecho puramente de libros encastrados entre sí, de tal manera que la persona podía meterse dentro, a salvo de piedras y derrumbes, mirando entre dos volúmenes, y avanzar subiendo la montaña; el frente del refugio se doblaba hacia atrás y hacia arriba, como en los trineos, y la parte trasera ofrecía libros de tapas duras a intervalos regulares, que se apoyaban y anclaban firmemente en tierra para evitar las caídas; se podía hasta comer y dormir dentro del refugio de libros, y la verdad es que por momentos ayudaba a avanzar aún más rápidamente que si uno fuera a pie sencillamente andando.

Tuvo que andar y desandar muchos trechos y recovecos de la montaña hasta reunir los libros suficientes y adecuados, y los ordenó y colocó tal como indicaban los planos; acá y allá hizo algunas pequeñas mejoras, agregó comodidad o funcionalidad al diseño según su parecer y su conocimiento sobre la montaña, aprendido en aquellos mismos libros. Las jornadas se volvieron más sencillas, la escalada avanzó mucho, la cima se veía por momentos ya casi al alcance; los derrumbes ocurrían alrededor de la persona en su refugio sin que necesitara detenerse demasiado, sin peligro de sufrir golpes o acabar bajo toneladas de rocas. La persona cobró nuevamente confianza y decidió mejorar aún más su refugio móvil, que crecía con cada libro que encontraba en el camino y sumaba a su estructura; el refugio ahora pesaba mucho más que antes, y fue necesario reequilibrar todo ese peso para poder escalar; lo que había aprendido sobre física y equilibrio dinámico le permitió realizar las modificaciones necesarias. Daba gusto ver desde lejos, desde el valle -donde estaba yo en aquellos momentos- aquel monumental refugio hecho de libros ascendiendo la ladera por lugares increíbles, evadiendo obstáculos y resistiendo todos los derrumbes. Daban ganas de imitar esa forma de escalar, era hermoso.

Pero uno de los libros en la base poco a poco comenzó a ceder y doblarse; el diseño original no estaba pensado para una estructura tan grande, apenas para protegerse un poco y poder avanzar, y el peso de tantos libros comenzó a ser demasiado, no ya solamente para que una persona pudiera moverlo, incluso con el uso de las dinámicas propias de los pesos concretos de cada libro y más allá de todo el conocimiento de alpinismo que alguien pudiese poseer. La persona en el interior del refugio se vio obligada a tomar un libro de otra parte de la estructura y reponer el que se estaba doblando; la maniobra no resultó fácil.

Los días se volvieron penosos y lentos. Cada paso requería maniobras inverosímiles y difíciles , verdaderas proezas de la ingeniería y la destreza física. Tuvo que recolectar libros de yoga para facilitarse ciertos movimientos, torsiones y posturas requeridas para el avance. Con todo, avanzaba, y eso era lo peor; la persona en el interior del refugio móvil de libros sintió que si ya no lograra avanzar, si al menos fuese obligatorio detenerse, entonces podría alegremente abandonar el refugio y hasta olvidarse por completo de escalar esa estúpida montaña absurda, pero mientras fuese posible seguir subiendo no era capaz de abandonar el ascenso; además salir del refugio a esa altura era peligrosísimo. Desde el valle ya no era posible distinguir nada de lo que le ocurría. 

Ninguno de los libros decía qué hacer en esta situación, aunque casi todos sugerían alguna que otra línea de acción, algún principio útil a tener en cuenta o algún consejo sobre las actitudes y aptitudes necesarias para sobreponerse a un obstáculo. Usó libros para construir puentes y salvar fosas y vacíos abismales, usó libros para deslizarse sobre la nieve o para construir rampas y saltar. Usó libros para hacer fuego y calentarse. La estructura del refugio decrecía pero también se volvía más eficiente, mejor adaptada; por momentos parecía volver a ser la endeble estructura original, liviana y práctica, pero la persona que se movía dentro era ahora mucho más hábil y sólo así podían notarse las grandes ventajas del diseño simple y básico. La persona dentro era una parte del refugio, el corazón y el motor de toda la maquinaria en movimiento. Los libros en la estructura eran una extensión de la persona, su primera línea sensorial con el mundo y con la montaña, su límite y su barrera, su piel escamada de libros, sus manos y pies.

Hubo jornadas en las que casi no pudo pensar, ni sentir nada más allá de su penoso avance, el cuerpo extenuado y la mente afiebrada, los ojos enceguecidos, el pensamiento puesto en la cercanía de la cima ya como una absolución más que como una meta.

Finalmente alcanzó la cima: en medio de una ventisca brutal y una nevada copiosa coronó la montaña, se irguió allí con su cuerpo-refugio-biblioteca en increíble equilibrio, en plenitud, serenidad y satisfacción, y tras unos instantes se dejó deslizar hacia abajo en la nieve, rumbo al llano.

Ahora intentaría escalar por otro lado, con otros libros.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *