El mal estado de las unidades de transporte colectivo.
Bruscamente el ómnibus se detuvo, con un sacudón y una pequeña explosión seguida de silencio e inmovilidad. Franco Buzzati, sin saber por qué, encontró gracioso el repentino detenerse del motor y empezó a reírse; luego de que algunos pasajeros lo miraran mal, volvió al silencio e imitó el gesto contrariado y preocupado de los demás. El ambiente era de expectación, tanto como pueda serlo un sábado por la mañana en un ómnibus interdepartamental. Pasó el tiempo, mientras Franco intentaba preguntarse por qué se había reído de forma tan estúpida; una cosa era alegrarse espontáneamente, aunque con recato y disimulo, ante cada interrupción en el cómodo y predecible flujo del mundo, eso siempre le había pasado, pero reírse de forma explícita había sido demasiado.
El chofer anunció poco después de abrir el motor y bajar a revisar, que no podían continuar, y tras una llamada telefónica nos dijo que otro ómnibus ya venía en camino a recogerlos; tardaría unos minutos pero era seguro que podrían proseguir su camino. Franco tomó la noticia con alegría, una vez más; el sol daba sobre su rostro a través del cristal de la ventana, lo entibiaba, la mañana era hermosa y él no tenía apuro; siguió leyendo una novela que traía en la mochila y se sintió muy relajado, no había que hacer ni decir nada, no había que ir a ningún sitio, sólo esperar. Los demás pasajeros enviaban audios y textos avisando del retraso con distintos tonos de sufrimiento o indignación, pero Franco tenía tiempo de sobra aquel día y lo sabía bien. Olvidó por completo que se había reído como un idiota rato antes, los demás también lo habían olvidado. Fueron casi cuarenta minutos encantadores de lectura y distracción.
El segundo ómnibus llegó y todos se pasaron a él; a Franco le llamó la atención el hecho de que no respetasen los lugares de cada uno en los asientos y se sentasen en cualquier lado. Franco ahora no pudo sentarse junto a una ventana porque en su ingenuidad creyó que su sitio estaría esperándolo vacante. No intentó leer, sino que sacó el celular y lo guardó al cabo de unos segundos infructuosos; aquella pantalla quebrada funcionaba cuando quería, y ahora no quería. Continuaron el trayecto así hasta que, unos 15 minutos después, bruscamente el segundo ómnibus se detuvo con un sacudón y una pequeña explosión, seguidos de silencio e inmovilidad. Franco Buzzati, sin saber por qué, encontró gracioso el repentino detenerse del segundo motor y largó la carcajada, tal vez incluso más fuerte que la primera vez. Un par de tipos le preguntaron qué carajos le parecía tan gracioso, imbécil, y él medio que contestó que la probabilidad de que ocurriese algo así era tan baja que todo resultaba absurdo y le daba gracia, perdón, deben ser los nervios… y se contuvo, aunque ello no evitó que uno de los sujetos avanzara hacia él y le propinara un empujón sin consecuencias, pero enérgico.
Una vez más hubo revisión del motor y llamada telefónica, y un chofer (Franco no sabía si era el mismo de antes o era otro, no porque todos sean iguales o algo así, sino porque él no era de fijarse en esas cosas) anunció que el ómnibus estaba roto, exactamente igual que el otro, agregó en tono perplejo y suspicaz, pero ya otro ómnibus venía en su auxilio. Esta vez fueron menos de treinta minutos y Franco había bajado a esperar fuera, fumando sentado en la banquina, cada vez más feliz con la forma en que ocurrían los hechos mientras todos a su alrededor, arriba y abajo del ómnibus enviaban audios y hasta videos (porque si no, no me lo van a creer, miren) explicando una inverosímil segunda demora en sus rumbos. La gente lo observaba a través de sus ventanas, con un odio que, como siempre, no se sentía del todo injustificado.
El tercer ómnibus arrancó con su carga de personas enmudecidas y furiosas, hoscas incluso; por algún motivo, habían vuelto a variar el lugar de cada uno en los asientos, tal vez como cábala para evitar una nueva rotura que ya empezaban a temer, o para encontrar cierto alivio en algún tipo de orden y estabilidad. Franco había subido cas primero, debido a que ya estaba abajo, y desde su asiento al fondo y arriba vio que varios pasajeros lo miraban, primero con disimulo y luego ya con explícito resentimiento, también con suspicacia y con duda; lo medían, lo estudiaban; haberse reído dos veces del infortunio, y sobre todo no estar ofuscado al respecto, les parecía algo muy sospechoso; ¿qué clase de tipo viaja en ómnibus si no tiene que ir a ninguna parte? ¿Tendría él algo que ver con los desperfectos de los coches, era un sabotaje…?
Franco sacó su novela, más que nada para no estar enfrentando tantas miradas hostiles, pero no logró concentrarse en la lectura; se preguntaba nuevamente qué le estaba pasando, por qué repentinamente era incapaz de guardar las formas en público, pero el pensamiento se le escurría hacia cualquier lado: llevadas por las pocas palabras que leía sus propias ideas se echaban a andar y pronto estaba lejos de allí, muy lejos, y completamente a salvo.
Bruscamente, el tercer ómnibus se detuvo, con un sacudón, una pequeña explosión, luego silencio e inmovilidad. Franco Buzzati, sin saber por qué, se encontró siendo arrojado al pasillo del ómnibus por demasiados pares de brazos, al tiempo que los puños y las patadas intentaban evitar que de su boca brotase la feroz carcajada.
