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MANUAL PARA SEGUIR Y ESPIAR MUJERES HERMOSAS.

Voy en un ómnibus. En una esquina con semáforos veo a través de la ventana a un tipo con un balde y un pequeño lampazo, de esos que se dedican a limpiar los parabrisas a cambio de algunas monedas. El tipo viene resueltamente hasta la ventana, a la altura de una mujer hermosa que está sentada en el asiento delante del mío, y le dibuja en el vidrio un pequeño corazón de espuma, usando con maestría una puntita del lampazo, luego hace un gesto teatral y galante y se aleja con una sonrisa. La mujer hermosa no parece notarlo, no hace caso, está en su mundo de mujer hermosa donde lo que hay más allá del vidrio no le interesa. Por un instante me ilusiona la idea de que ella lo vea y baje del ómnibus rendida y poética para lanzarse a sus brazos, pienso en escribir un cuento sobre eso, pero lo real es que ella ni se percató del tipo del lampazo… No puede ser que alguien sea objeto de tal despliegue de galantería y ni lo note; a mí nunca nadie me dibujó un corazón en el vidrio solo por verme ahí. La indiferencia de ella es hasta sospechosa, parece fingida o estudiada, su inocencia tan perfecta la señala tal vez como culpable de algo. El ómnibus arranca y yo casi sin querer voy espiando el rostro de ella para ver si mira hacia afuera, hacia atrás, si ve el corazón espumoso que se va borrando. Mira fijamente al frente, no ve nada, creo que incluso va viendo su propio reflejo en el vidrio que está tras la espalda del chofer. Por pura casualidad ella se levanta apenas un segundo antes que yo y puedo ver que no mira la ventana; me digo que si ella hubiese sido consciente del homenaje recibido, del corazón de espuma en el vidrio, habría echado una mirada como distraída a último momento, antes de bajar, como para corroborar que el corazón se había desvanecido, pero ni eso. Ella baja y luego yo; ya en la vereda me detengo para encender un cigarro y la veo alejarse, altiva, segura, despampanante y hermosa. Me digo que una mujer así nunca necesita mirar mucho a su alrededor para estar segura y confiada en su dominio sobre casi cualquier semejante; tiene el mundo a sus pies y aunque todavía es joven se adivina que tiene la experiencia suficiente como para saber que tiene el mundo a sus pies. Por eso no miran, no ven a los pobres tipos a su alrededor dedicándoles homenajes y gestos. Echo a caminar tras ella, sin apuro, manteniendo una prudente distancia. Empiezo a olvidar para qué vine hasta acá, para qué salí hoy de mi casa. La sigo y la veo entrar en un par de comercios, tomar un café, entrar a un gimnasio. Como el gimnasio es de los que tienen amplias ventanas que dan al exterior, puedo verla en su caminadora y con sus pesas desde mi asiento en la vereda de enfrente. Casi a cada momento hay hombres que pasan y se detienen a observarla, a saludarla, a intentar acercarse, pero ella usa auriculares y apenas se digna inclinar un poco la cabeza en dirección a sus interlocutores. La veo irse rumbo a las duchas y casi media hora después sale; la sigo hasta su trabajo en unas oficinas de crédito; allí pasa unas cuantas horas atendiendo al público o a los teléfonos, llenando papeles, poniendo sellos, pidiendo documentos. Sale a comer sola en un local cercano, donde los mozos evidentemente la conocen e intentan por todos los medios llamar su atención y atraerse su gracia. La veo comer y ya no resulta tan despampanante ni tan inalcanzable; es linda sí, hermosa, pero tampoco nada del otro mundo. Los tipos deberíamos seguir mujeres hermosas más a menudo para poder verlas en situaciones cotidianas y escapar al encanto de su belleza. Vuelve a su oficina, sigue trabajando. En dos ocasiones alcanzo a percibir que se queda pensativa, mirando la nada, apenas por un segundo y volviendo enseguida a sus quehaceres. Para el final de la tarde sale, compra un agua en el kiosquito, y va hasta la parada más cercana; yo estoy a punto de acercarme para subirme al mismo ómnibus que ella se tome, cuando parece cambiar de idea y se larga caminando resueltamente. Durante más de un kilómetro la sigo entre la gente, mientras el sol se oculta. Las luces del alumbrado se encienden, hace frío. Ella camina en línea recta hacia un lugar que ya empiezo a sospechar. Llega a la esquina, la misma esquina del semáforo donde el tipo del lampazo le declaró su admiración de forma tan lírica, y mira a su alrededor, busca al tipo del lampazo, con un leve gesto de esperanza que se borra tras unos segundos infructuosos, y se va con paso algo más demorado. Ya no la sigo. Para qué.

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