Momento
Al final de la calle, por encima de las casas y los árboles, el molino totalmente inmóvil. Junto a mí, los autos quietos con sus choferes estáticos como una foto, como maniquíes de escaparate. Allá en lo alto, en el centro del cielo despejado, un sol tan permanente y tan detenido como un bajorrelieve antiguo tallado en granito.
Aquí no hay tiempo.
No sé dónde es aquí.
Nada ni nadie se mueve o transcurre. Cuando llegué ya estaba todo así y ha permanecido, idéntico. Sé que he caminado y gritado hasta cansarme y sé que he dormido a veces, muchas veces; sé que he contemplado el cielo hasta anular mi posibilidad de pensar o sentir.
Y pensar que ha sido siempre un deseo descabellado de la humanidad, una especie de sueño imposible: que el tiempo se detuviese para todos menos para uno mismo. Entonces uno podría hacer o robar o usar o tocar o ir a donde quisiese, y esa fantasía estuvo siempre asociada a una idea de la libertad; la libertad es que nadie más que uno mismo esté activo en el universo, cualquier otra condición de existencia no es libre sino limitada, condicionada, menesterosa; miserable. La ley humana, las leyes naturales, las estructuras económicas, la biología, todo es igual y todo da lo mismo, todo nos ataca y nos repele y nos anula. El todo está hecho de vacío en su mayor parte y allí donde hay algo no somos nosotros casi nunca, en este mundo no estamos casi en ningún lado, apenas estamos en nosotros mismos algunas veces, y sólo por un tiempo que es en verdad muy breve.
Pero ahora, y la palabra ahora me aterra y me obsesiona, ahora estoy en mí y aquí y sin posibilidades de no estarlo. Si me detengo a pensarlo el horror que experimento es capaz de sumirme en una espantosa locura que transforma esta manera de existir tan peculiar en un suplicio insoportable, una agonía que lacera mis sentidos, o incluso mi falta de ellos, hasta que voy y me suicido lanzándome desde un lugar alto, de cabeza. Suelo abrir los ojos inmediatamente sano y salvo, en algún punto aleatorio de este lugar.
Aquí es un espacio de unas doce cuadras de largo y unas siete de ancho; a lo largo y por el centro hay una especie de avenida o boulevard, con un gran cantero de pasto en medio y algunos árboles y flores.
Debo admitir a regañadientes que es un sitio hermoso.
Hay, a los lados del boulevard, mayormente tiendas variadas, un gimnasio, un restaurante, una biblioteca; también hay una plaza central con un pequeño parque, y dos hoteles; las manzanas más alejadas están ocupadas por casas y edificios de apartamentos, algunos con oficinas o consultorios. Hacia un lado de la plaza todo es gradualmente más lujoso, más cómodo, estilizado y nuevo; hacia el otro lado todo es gradualmente más ruinoso, más pobre, destartalado y baldío. El lado lujoso acaba en el molino de viento, que está en un pequeño parquecito que desemboca en un baldío donde comienza (o termina) nuevamente el lado pobre, por lo que es imposible irse de aquí ya que los extremos se unen; lo mismo ocurre si camino hacia los lados o en cualquier dirección imaginable. Y no es que se repita un modelo, una serie de espacios idénticos, sino que es el mismo espacio, puedo comprobarlo porque cuando por ejemplo rompo el parabrisas de un auto y me alejo hacia el extremo del boulevard y paso del parque al baldío o del baldío al parque, llego nuevamente a un auto con un parabrisas roto, al mismo auto del que me estoy alejando. Otra cosa curiosa es que los trozos del parabrisas no se caen: si tomo uno de los trocitos de vidrio y lo suelto en el aire permanece flotando como congelado. Al parecer la gravedad sólo actúa sobre mí, así como la inercia; si intento lanzar lejos una piedra, la misma se detiene en el aire inmediatamente apenas la suelto.
Intento describir de forma ordenada porque donde no hay tiempo el orden es la única forma de tener una referencia. Las cosas que hago no las hago en un «cuando», sino en un «antes de» y un «después de».
A veces sólo sigo corriendo en línea recta hasta desmayarme y no paro de regresar al mismo punto.
Algunas veces me acuesto debajo de un auto, con la cabeza apoyada en una de las ruedas, deseando que el tiempo se reactive y el auto me arrolle mientras duermo. Otras veces estoy pasando tranquilamente ante un camión y siento un miedo súbito a que se mueva hacia mí y entonces salto fuera de su camino, de forma absurda y acabo riendo, y luego llorando.
A veces esto es el infierno.
Nunca siento hambre ni sed ni necesidad de orinar o defecar, y si como o bebo cualquier cosa nunca siento saciedad, y todos los sabores son muy suaves, desvaídos. La temperatura es apenas agradable y permanece incambiada, como la ausencia de viento y la luminosidad cenital constante.
A cada persona le llamo por un nombre, le supongo alguna ocupación o tarea, le adjudico a cada cual una historia y unas relaciones; no les hablo, jamás, porque sé que es inútil, no contestan y yo no quiero enloquecer. Recorro metódicamente el lugar una y otra vez, sacando libros o revistas, cuadros, todo tipo de objetos interesantes de las casas y negocios, y todo lo llevo hasta el centro de la plaza, donde tengo armado mi asentamiento particular con los muebles más cómodos y hermosos, los mejores libros, esculturas, tapices colgados de los árboles, un hermoso espacio abierto y decorado a mi gusto algo ecléctico; es inútil tener un refugio si siempre es mediodía y siempre está templado.
Alrededor de todas estas cosas coloco trampas que reviso constantemente, no sé para qué, pero creo que a veces tengo miedo de que venga alguien más o algo más. Pero también tengo miedo de que jamás venga nada ni nadie, y las trampas tal vez son una forma hostil de la esperanza, como las lanzas y pequeños cuchillos que fabrico con cualquier cosa y que tengo escondidos por todo el lugar, de forma estratégica.
Hay mucho dinero aquí; en algunos lugares, negocios y casas del lado lujoso, hay más, en otras partes hay menos, y en otras mucho menos aún. Todo el dinero que encuentro lo llevo a mi asentamiento en la plaza, reviso incluso los bolsillos y billeteras de todo el mundo; no sé muy bien para qué pero tengo una enorme colección de tarjetas de crédito y débito, documentos de todo tipo. A veces me asalta el miedo a que todo se reactive y me descubran y me pongo como loco a intentar devolver cada cosa a su lugar, cada moneda a su dueño, y vuelvo a cerrar las puertas y a dejar todo como estaba. A veces intento incendiar cosas, pero no consigo encender fuego de ninguna manera.
En una casa en particular no entro porque en el comedor una señora muy fina y el mequetrefe de su marido, ambos vestidos de gala, están sentados a una larga mesa, comiendo, y lo que devoran es el cuerpo drogado de una adolescente; la señora hunde un tenedor en un seno y está cortando cerca del pezón, mientras él, que acaba de cortar un trozo del glúteo, se lo está llevando a la boca con un tenedor de plata; en la comisura de sus labios hay sangre. El abdomen de la muchacha, así como su cuello, brazos y piernas, ostentan inequívocas señales de ya haber sido probados, y la sangre empapa los manteles y servilletas. Hay también una botella de vino y dos copas.
En otra casa un niño se esconde en un ropero aguantando la risa, mientras su hermano menor lo busca imitando la forma de caminar sigilosa de los espías.
En el centro de todo esto, yo, la única fuerza activa en mi universo particular, pero activa para nada, impotente, perpleja.
Al final de la calle, por encima de las casas y los árboles, el molino totalmente inmóvil. Junto a mí, los autos quietos con sus choferes estáticos como una foto, como maniquíes de escaparate. Allá en lo alto, en el centro del cielo despejado, un sol tan permanente y tan detenido como un bajorrelieve antiguo tallado en granito.
Aquí no hay tiempo.
Si intento hacer el inventario de todas las escenas que se están ofreciendo a mi vista en los diferentes puntos de este lugar, de seguro no acabo nunca, y tal vez lo empiece y me pierda para siempre en enumeraciones y secuencias, pero hasta ese siempre acabaría. Siento la amenaza de la permanencia tanto como el desasosiego de la posibilidad de que todo se reinicie; si se reiniciase todo, entonces tendría yo que irrumpir en la casa de los caníbales y detenerlos en su monstruoso acto; tendría yo que detener la mano del escribano que en una sucursal del banco está firmando los papeles alterados a sabiendas para despojar de su vivienda a los ocupantes más o menos legítimos; tendría que detener al pequeño que molesta a un perro con un palo sin ver que el otro extremo de la soga está suelto y el perro puede de un momento a otro destrozarle la cara. Mi mente se empecina en ir una y otra vez a detalles tétricos, desagradables, incluso cuando estoy rodeado de una perceptible belleza y de toda la calma que se pueda pedir. Con los sentidos disminuidos, sedado, sólo lo decadente y lo morboso deja una huella levemente más duradera en mi conciencia. Siento un sordo peligro amenazante en el fondo de mí.
Pero vuelvo a mis objetos recolectados. A veces los ordeno de cierta forma y me parece que intentan sugerir o decirme algo; sospecho en esos momentos que hay una clave en algún sitio que me permitiría reactivar todo, y que yo tendría que estar buscando esa clave. Luego pienso que ya tendré tiempo de buscarla. Me deleito en imaginarme tareas y búsquedas eternas que llenen mi existencia, y las dejo para después con placentero desdén.
Una teoría: Estoy muriendo y mi cerebro descarga enormes cantidades de sustancias químicas que me generan esta alucinación tan particular y esta sensación de atemporalidad eterna. Otra teoría: Ya morí y esto es el más allá, un más allá tan indiferente como el mundo real pero más perverso pues uno ni siquiera participa de él, apenas lo atestigua; no sería exactamente un cielo o un infierno, más bien una mezcla de ambos o un purgatorio para alguna falta mediocre.
Si supiera algo sobre mí antes de estar aquí, quiero decir si recordara mi historia, podría elaborar algo más que conjeturas, tal vez. Tiene que haber una historia previa, tengo que tener un pasado, un origen; mi imagen en el reflejo es la de un hombre de mediana edad, con ropa informal, sobria, podría ser casi cualquier cosa. Más que mi aspecto, las cosas que sé parecen ser una pista: conozco muchas historias sobre libros y autores, incluso a menudo recuerdo un cuento sobre una biblioteca infinita y me inclino a creer que estoy dentro de una historia, dentro de un cuento de terror indeciso. Me lleno de rencor sin destino, de odio ciego al imaginar la humillación de tal posibilidad.
En una casa del lado pobre, a dos cuadras de la plaza y una del boulevard, hay un bolso en el que hay algo de ropa y un documento que tiene mi foto, donde el nombre, la edad y otros datos han sido borrados, sólo es bien visible la foto, donde estoy idéntico; el resto de la casa está vacía, como si estuviese esperando al camión de la mudanza o como si acabara de irse.
Detalles curiosos: no hay insectos ni alimañas, no hay sapos, grillos, lombrices, arañas, ni moscas o mosquitos, ni ratas o ratones; sólo siete gatos y dieciséis perros, que a veces coloco en la plaza ordenados de mayor a menor o por colores, y alcanzo a vislumbrar algunas aves en el aire; anoto esto de los animales porque a veces temo estar en un castigo divino, como Sísifo o Ío, y no quisiera ver aparecer un tábano dispuesto a atosigarme para siempre, aunque bueno, sí, en el fondo daría cualquier cosa por ver aparecer a un tábano volando locamente hacia mí, para clavarme su aguijón una y mil veces, yo aullaría de placer ante el dolor. Sé cosas así, de mitos e historias; pienso mucho en Prometeo el titán encadenado a una roca, al que cada día un ave gigante le devoraba el hígado y a la noche se regeneraba sólo para que el ave volviese al día siguiente para volver a banquetear; Prometeo estaba castigado por dar el fuego a los humanos sin permiso de los dioses, y se supone que finalmente lo liberó Hércules matando al ave con sus flechas envenenadas. ¿Estaré siendo castigado? ¿Tendrá que salvarme alguien, o yo mismo acaso? Pero, realmente: ¿Necesito ser salvado, de qué?
En una tienda de ropa en el centro un dependiente está encerrado en el baño masturbándose mientras sostiene el teléfono celular ante su cara con la otra mano; yo le saco el celular y le pongo un espejo de mano, y se me antoja que el tipo así en esa actitud y con el espejo es toda una obra de arte y entonces lo llevo hasta la plaza y lo uso como estatua, como instalación artística, hasta que me avergüenzo y lo devuelvo a su sitio, le devuelvo el celular en el que se ven dos filipinas en un sofá, cierro la puerta al salir.
A veces finjo escuchar un ruido o entrever algún movimiento con el rabillo del ojo, pretendo inquietarme ante la posibilidad de que algo o alguien aceche, juego a que tal vez estoy en peligro, tal vez me persigan y me atrapen o me maten; es divertidísimo, al final corro desesperado por las calles intentando atrapar las sombras fugaces de mi delirio, pidiendo a gritos que no se vayan, que vengan a matarme, a torturarme, que ya no vuelva esta cordura espantosa, la lucidez constante e invariada, como el mismo sol en medio del cielo claro que tanto detesto y que sólo alumbra mi miseria constante.
Mi desdicha además se ve aumentada por la idea de no ser capaz de felicidad; si en este contexto que para muchos sería un inmejorable paraíso no soy feliz, qué tanto implica eso sobre mi persona, sobre mi estructura mental, sobre mi espíritu o lo que sea, sobre mi carácter.
Otra teoría: esto es algún tipo de simulación tecnológica, una especie de loop en mi cerebro generado por medios artificiales que pueden ir desde drogas hasta sistemas de realidad virtual. O magia, un hechizo tal vez, no sé, un milagro. Una maldición. No creo ser un científico o nada parecido, por lo que no especulo demasiado con la posibilidad de estar en medio de algún experimento que esté resultando por fuera de lo planeado, aunque todo puede ser, supongo. Tal vez fui secuestrado por demonios o extraterrestres, que me están estudiando en un ambiente creado especialmente para contenerme.
Me inquieta la constatación de que lo horrible y lo grotesco van poblando todo lo que cruza por mi mente exhausta, fascinándome en la contemplación de imágenes violentas, crueles, recordadas o compuestas por mí, a veces sé que estoy aquí para destruir totalmente el lugar y regodearme en la destrucción, a veces me veo inmerso en salvajes ataques a los cuerpos inanes que pueblan esta comarca de pesadilla disimulada en apacible remanso; en una variante del juego de las persecuciones yo soy el acechador y me busco, embargado en un sentimiento liberador, de verdugo benefactor y piadoso.
A veces creo que soy un Adán en un jardín del Edén, y como de todos los árboles, y caigo de rodillas implorando que haya un dios, implorando su perdón o su castigo, su desprecio y condena, algo que no sea su indiferencia eterna.
El peor terror no es un dios malévolo, es que no haya nada; el peor castigo es, tal vez, que nunca se descubra el crimen. El peor terror no es algo que nos amenaza desde fuera, sino nuestra propia capacidad de aterrarnos y de internarnos en abismos vertiginosos de oscura insanía. En general se teme ser atacado y golpeado o herido por otros, en cambio yo a veces arranco tiras de mi piel y trozos de mi carne, horrorizado ante la ausencia casi total de dolor, ante mi deseo exasperado de dolor y sufrimiento, mi necesidad de martirio, mi pulsión de muerte; me arrastro mutilado y sangrante hasta alguna azotea y me tiro de cabeza, para empezar de nuevo. Voy y observo el lugar donde debería estar mi cuerpo muerto, o al menos una mancha de sangre y huesos rotos, y no hay nada.
Al final de la calle, por encima de las casas y los árboles, el molino totalmente inmóvil. Junto a mí, los autos quietos con sus choferes estáticos como una foto, como maniquíes de escaparate. Allá en lo alto, en el centro del cielo despejado, un sol tan permanente y tan detenido como un bajorrelieve antiguo tallado en granito.
Aquí no hay tiempo.

