El Pan de Mía…

Mes once, año veinte, veinte. Día dieciocho. Veinte: cero dos horas.

Once meses de lágrimas que susurraban remendar el haber sido habitado por un impostor, claro, fingir un personaje con final traumático no podía ser de otro modo.

Puedo sonreír y lo venía haciendo, casi por trauma electivo de circunstancias fuera del alcance de mi mano. En febrero Mariela me dijo, hace cuanto no nos vemos, ¿dos años?

Dos años desde la última entrevista en la cual había podido utilizar mis viejas y nefastas herramientas de niño hambriento por un pedazo de amor. Miraba afuera tratando de encontrar la respuesta a tan anhelada plegaria de resurrección de muerto vivo en cautiverio.

Tenía miedo hasta hace unos días, sostuve una pesada máscara psicológica de “agrado” social que no pude contener más. Pulso desde adentro, como el irremediable nacimiento que debía ser parido desde las profundidades del abismo. Lugar oscuro al cual tanto le temía y no me permitía ser.

Una mañana de sol como tantas otras, entre café y mates, después del primer cigarrillo de uso cotidiano, volví a verlo de frente. Esta vez ya no huí de él, se presentó galante y altanero, hasta gentil. Dejo susurrar entre mis oídos algo como: vengo por ustedes…

Pasó un encargado con barbijo y salió de sus labios una voz tenue, cierto alarido reprimido, cierto dolor, hasta cierta ausencia: “estamos hasta las manos”.

Soltó un insulto contra el cieguito volador y toda Asia continental.

Nos había llegado la carta de desalojo, uno de los dos se tenía que ir. El impostor por supuesto, ya no había tiempo para ambos en un mismo cuerpo, el o yo. Qué más da, ya no podíamos seguir conviviendo en este mismo espacio. Figurativo como artista puliendo ese espejismo que ocultaba la verdad de su propia esencia y ser, su existir. Claro, que del ser no podemos dar certeza de nada, más que de sí.

Era la última posibilidad de ahondar las profundidades más tenebrosas de secretos y por lo menos dejar de fingir. Una vez, solo una vez, comenzar a vivir. Ya no había tiempo. Las excusas se habían acabado, estábamos solos al acecho de alguien o algo que se atribuyó la voluntad de cercenarse mi libertad. Me encerró sin ser consciente de lo que había hecho.

Nos quedamos horas reflejándonos en la pared más nítida del paredón, a la espera del tiro de gracia. Me había asegurado que venía por mí, que era inevitable e implacable. Sin rencor, no era algo personal. Decía que nos tomaba a todos en cuenta, sin distinciones de credo, raza, partido político o bien y porque no, de equipo de fútbol. Que creía en la igualdad y que nos iba a llevar a todos. No desprecia a nadie. Todos guardados. ..

Fue el enfrentamiento más cruel, pensé que esa batalla nunca llegaría en esta vida. Sucedía solo con los vikingos y sus fiestas de guardar llegando al Valhalla. Siempre de espectador, nunca fui bueno tratándose de protagonismos.

Diferenciada época la que me toco, todo se había derrumbado en un abrir y cerrar de ojos, el carcelero se llevó la llave. Quede solo, con mi personaje y aquel que había olvidado en el baúl de una infancia de fantasías, argumentada por viajes a la luna. Qué más da, si no es ahora, cuando.

Pasaron algunos días y fue incontenible el sujetar de la primer lagrima, así le sucedieron como cascada hasta hace poco. Se habían agotado todas las excusas, tenía que convivir con migo. Mi mayor aliado y enemigo.

Variaba el argumento de la herramienta con la cual trabajar. Buscando la redención en el ojo ajeno, en el otro. Ahora ya no había otro. Los otros estaban en su propio campo de batalla. Era hora de mirar hacia adentro.

Hasta hace unos días me di cuenta que me había olvidado de mí, es raro, vivo con migo, pero descubrí que no me conocía. De repente el ruido planetario calmo, calmo el humo, no el de mi tabaco, este se incrementó. Con un relámpago el cielo fue cielo y el aire, aire. Y ya no pasaban los aviones, y de repente descubrí el silencio. La ciudad hacia silencio. Los pájaros fueron vistos con detenimiento y hasta cierto encanto.

La tele me acompañó un rato, la radio y música otro poco, pero me quede solo. Teníamos que hablar, el callejón era sin salida, habitaba en lo profundo de mí. Me anime a llorar, llorar todo eso que no había podido. Me anime a reflexionar, me anime a vivir, a sentir.

Mire y estaba lastimado y olvidado, postergado al te quiero que nunca llega de la persona que más aprecias y quieres agradar. Como ese amor inconcluso que nunca fue. Me vi herido y arrepentido, casi irreconocible. Ha pasado mucho tiempo y poca dedicación al mismo.

Mi cuerpo es el traje que me ha tocado en esta vida, me acompaña, pero el que más siento es el del dolor. El cuerpo del dolor.

Había despertado a la odisea de descubrirme nuevamente ya con cuarenta y dos años. No quiero redundar en nostalgias, pero mejor que tarde y que nunca, es ahora. Ya era hora, hora de que todo frenará, de que me encontrara. De que nos viéramos de frente, ya no quedaba tiempo. Para huir una vez más se habían agotado todas las estrategias.

Con Mariela nos vimos en febrero, en ese reencuentro de risas y poca perspectiva. En marzo vino a verme y nos distanciamos, socialmente por supuesto. Tenía que recurrir a otro método más milenio, buscamos un cielo que nos una y comenzamos nuestras sesiones una vez por semana.

Ya no estaba tan solo, había alguien que me acompañaba con mis percepciones. Con mis miedos y también con mis límites. Había alguien en quien confiar y poder desnudarme sin audiencia, sin condena. Fue paulatino, tampoco es que me saque la ropa libertinamente y sin prejuicios. Le dije que muchas personas se sacan la ropa con otras y se aman, pero desnudarse no lo hace cualquiera. Era para tomar envión en esta montaña rusa de emociones truncadas y poco aceptadas.

Antes de vos utilice un disfraz, con el Pan de Mía en la mesa quede como el payaso del circo cuando se quita la sonrisa maquillada. Ya no pude fingir. Me despedí de mi mamá mientras hacia una de mis caminatas autorizadas por la tarde.

Cuando la llame el sonido del teléfono fue estremecedor, la muerte acechaba con frecuencia mis pensamientos. El hecho de perder todo lo valorado y conocido hacía eco en mí de forma vertiginosa. Las cartas ya estaban en la mesa y las habíamos jugado todas, solo quedaba ver quien ganaba la partida.

Fue conmovedor ese encuentro por teléfono, ella a tan solo tres kilómetros de distancia y sin poder verla, sin abrazarla, es mi mamá, mi vieja, tengo la suerte de amarla. Fue raro decirle TE AMO!!! Como si ya no la volviera a ver. Podía ser ella o yo quien se marchara.

 Tal vez hasta cursi, digo, eso de decir las cosas a último momento. Como para no quedarse atragantado. Como si antes no hubiese tenido oportunidad, como si ya fuese el fin intermitente de caminar por la cornisa sin ser trapecista.

Los días fueron pasando, fuimos soltando. Me fui soltando, dejando el lastre, venía de montacargas con mi pasado y era insostenible. Había dejado mis sueños y los había cambiado por pesadillas en ofertas de cambalache.

De no ver la luz, ni siquiera la del sol. Me había olvidado de quién era o de quien soy. Fue la hora de la verdad.

 Algunos dicen que no es necesario llegar a puntos extremos para ser uno o descubrir lo bello de este planeta y las personas. Siempre me gustaron los riesgos y los corrí, pero de tanta velocidad me olvide en el camino.

Una vez más la vida me daba una oportunidad, siempre tiene que haber un culpable, pero bien estaría decir un responsable de las decisiones, de mi parte tuvo que ser de las consecuencias. De las consecuencias de elegir ser yo en tiempos de pandemia.

De las consecuencias últimas y los fines primeros, de ser responsable de mis emociones, de dejar de esconderme detrás del miedo, de dejar de fingir un personaje poco original, todo impostor lleva esa tilde. De dejar de argumentar y tener la razón. De dejar de fingir que me importas cuando ni siquiera me importaba yo. De ocuparme de remendar las heridas que ya no me dejaban seguir. De limpiar la casa y echar al huésped que habitó durante años un lugar que no le correspondía. De volver a reír de verdad y no con ayuda de alguna anestesia socialmente aceptada y otras no tanto. De dejar de huir de mí. De mis sombras, esas que de niño me dieron mucho miedo, de transpiración fría.

Acompañar a mi dolor a la salida con tolerancia y  respeto, ya que siempre me había acompañado como excusa. En este juego de roles superpuestos donde me enseñaron que podía ser quien quisiera, menos yo, como si hubiese venido fallado. Donde ya no me hallaba cómodo sosteniendo un sistema en el que no creía. El propio.

Este infierno que conozco del encierro me dio la oportunidad de resucitar de entre los muertos y estar presente en mí, sabiéndome que el riesgo a ser yo es la soledad, pero también la sinceridad de quien se va y la alegría de quien se queda. La oportunidad de decir te Amo de la manera más sentida. De valorar lo insignificante como premio mayor, de sentir regocijo en esos abrazos de contrabando.

 En esas sonrisa bajo el barbijo, de los que aún sueñan que con la mueca de sus mejillas se puede seguir adelante, porque sabemos que no estamos solos y más si es con alegría.

De repente dejamos de fingir y un te extraño es más sincero que nunca y un te quiero es el mundo de muchas personas. Donde mostramos nuestra humanidad sin tapujos y nos encontramos codo a codo saboreandonos de los recuerdos de lo que fue, transitando un presente donde reseteamos viejos anhelos por algo nuevo. Donde somos nosotros como nos sale, sabiendo de batallas ganadas y perdidas, del cuerpo a cuerpo con uno mismo entre bipolaridades de ángeles y demonios disputándose el trofeo.

Una vez más enciendo un cigarrillo terminando mi café de contrabando. Hace ocho años que llegó el Pan de Mía a mi mesa, me dicen recluso, preso, interno, caso perdido, mugre bajo la alfombra, inconsistencia social, en fin, vos lo podrás definir mejor. Llevo mi prisión mental.

Esto del virus fue solo la excusa para descubrir mi verdadera sonrisa y esencia, la que me hace humano y persona, lo que me hace como vos pero en otra realidad vital. Y lloro y río y escribo, me quedan dieciocho meses para disfrutar del sol en cautiverio.

 Antes me negaba, tal vez como vos ahora, pero de seguro te presagio sonrisas verdaderas y amores sinceros de la mirada amiga, de otro vos, de otro yo.

Aprendo a ser responsable de mis consecuencias, de mis sentimientos, de mis emociones. De darme cuenta, de cargar con mis frustraciones, de darme una oportunidad, de ser yo.

No te deseo fantasías de finales felices. Leí por ahí que para ser feliz hay que darse cuenta, espero puedas darte tiempo y oportunidades.

 De mi parte, verte sonriendo cuando así sea. Pero también espero que se te acaben las excusas, para ser vos siempre…

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