Pareciera que la música en la cultura actual está degradada. Degradada con respecto a su propio sentido, a su propio potencial. La música se emite y se recibe no como arte sino como cualquier otro objeto de consumo: se la considera acompañamiento, entretenimiento, pasatiempo, marca de identificación tribal, pero no se considera arte a la música.
Pareciera que toda la música es «música funcional» ese invento horroroso de las cortes europeas. Pareciera que toda la música es como un telón de fondo que se adapta a necesidades productivas: hacer gimnasia, comprar, trabajar, relajarse después de trabajar, hacer sociales.
Hoy parece que la música no significara nada, que no tuviera espesor. Y por eso se usa, porque sirve de acompañamiento para cualquier cosa. Pero la música sí tiene sentido.
La música habla de su época en cada época, tiene inevitablemente el sentido del tiempo de su época. La música se ocupa, más que nada, del tiempo. La música es un intento humano de darle al tiempo sentido, de ordenarlo, de comprenderlo. Y el tiempo existe porque nos vamos a morir, nada menos.
Si no estuvieramos todo el tiempo por morir no haríamos arte, no haríamos música, no haríamos nada.
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Relámpago de Sémola, un artefacto sonoro filoso, hecho por Mauro Fernández y Leandro Retta.