Muerte Suave

-No me mates, por favor.

Su suplica sonaba igual al maullido de un gatito lactante. No sé como alguna vez pensé que esto funcionaria.

-No me pidas cosas que no puedo hacer. -le dije acercando mi frente a la suya. Su respiración era agitada, rítmica pero acelerada. Traté de calmarlo rosando mis labios con los suyos, suavemente. El vapor de su boca empañaba mis encías. No era un beso, ya no podía regalarle algo así, era más bien como un accidente de trafico entre dos nubes.

Me mantuve así unos segundos más hasta que su respiración se sincronizó con la mía. En algo le doy la razón, no había cambiado del todo en estos cinco años, aun seguía imitando todas mis acciones como un niño sigue las huellas de su padre.

-¿Ya? ¿Estás mejor? -pregunté aun semipegado a su cuerpo. Mis palabras chocaban contra sus dientes, acortando el tiempo de cada vocablo en el aire.

-Si… -respondió entre dos toscos suspiros. Su piel perlada acentuaba el suave color oscuro de su piel, como si de cuero se tratara. «Ya estaba listo» pensé.

Me alejé de él lentamente, tan solo un paso atrás, no quería que volviera a entra en pánico. Estaba hincado sobre mis talones. Podría haberle soltado las cuerdas de las manos y los pies y terminar todo esto de una mejor manera, pero ya no podía confiar en él, en él ni en mí.

Tomé la flor de siete pétalos amarillos que estaba guardando en el bolsillo derecho de mi campera, pero antes de sacarla, él me interrumpió:

-Sé que no he sido lo que necesitabas en aquel momento, o en ningún otro. -en sus palabras había algo de verdad. -Tuve en mis manos la flor del desierto y olvidé alimentarla a diario con el agua de mis labios. Te tiré a los leones, aun sabiendo que otro, peor que yo, te había cortado las garras y los colmillos… -se quedó en silencio.

-¿Y… ? -le di pie pensando que tal vez una simple palabra que pronunciara, como «Perdóname.», podría llegar a mermar mis ansias por hacer lo que seguía, pero no fue así. Esa sinceridad, que lo hacía tan humano, iba acompañada de un férreo orgullo que le impedía pedir el perdón de los demás.

Entonces seguí.

Descubrí la flor amarilla de mi bolsillo derecho y la acerqué lentamente a su nariz, no por que dudara de lo que estaba haciendo, sino porque quería que fuera un suave final. Él me miró, por primera vez en lo que va de toda la noche, sus ojos ya no transmitían miedo alguno, eso me reconfortaba, aunque sea un poco. Luego inició una profunda y larga inspiración nasal, lo suficientemente profunda como para que en solo un segundo el polen de la flor llegara hasta sus bronquios, los inflamara hasta colapsarlos y el flujo de aire no encontrara paso hacia sus pulmones.

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