Gota a gota, mi boca se llenaba de sangre.
Podía sentir el liquido viscoso tintinear sobre mi lengua al caer de gran altura. No hacía falta que las linternas amarillentas de los celadores que rondaban de vez en cuando la escueta carcel, donde me encontraba encerrado, para darme cuenta de que estaba tragando sangre.
El sabor de aquel liquido viviente es inconfundible y a la vez familiar. Es como beber de la leche materna con la que las nodrizas nos alimentaban en el Parque Lunar los primeros dos mil días de nuestras vidas. En ambos casos, no hace falta que me digan que ambos son alimento.
Hace seis noches que este liquido tibio comenzó a caer desde lo más alto del estrecho hoyo en el que me encontraba. La oscuridad hacía parecer interminable el techo a mis ojos.
Las diez cadenas que se ataban a la carne y huesos de mi cuerpo no me dejaba poner en pie para alcanzar la fuente de la sangre. Solo podía quedarme sentado en las frías piedras de mi calabozo, recibiendo pasivamente.
La sangre era constante en su caída; veintiocho gotas por minuto, sin cesar ni cambiar su volumen. Del mismo tamaño que mi colmillo derecho eran las gotas que caían. Contando ese colmillo, tan solo me quedaban cinco piezas dentales que aun no se habían podrido ni caído dentro de mi estrangulado estomago.
Aquellas gotas sanguinolentas caían día, tras día, tras día. Noche, tras noche, tras noche. A veces podía ver su color cuando coincidía con las rondas de los celadores, quienes agitaban sus linternas por entre las finas gritas del calabozo buscándome con vida. Gotas brillantes de color rojo que aparecían por momentos se detenían en la oscuridad, imitando la pequeña forma estrellada de Marte.
Al principio, me sabía amargo y repugnante, como si aceite salado estuviese sorbiendo, pero me alimentaba, eso decía mi estomago.
Poco a poco comencé a tomarle gusto a aquel fluido de origen desconocido. Se había vuelto el único pensamiento en mi cabeza, «sangre», el único estimulo positivo. Pero de repente, cesó.
Una mañana, la sangre dejó de caer. Mi lengua se secó y mi garganta se cerró. Necesitaba más, más, ¡Mas! Mas de ese liquido rojo que me ataba a la vida.
«Quiero… más… sangre.»
Hola amig@s lectores! Mi nombre es Rocio y soy escritora de cuentos de fantasia y poemas.
Aquí les voy a estar compartiendo todas las historias que diseño a diario.
Espero les guste y me ayuden a crecer a mí y a estás historias para que pronto pueda publicar en libros físicos.
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