Tardecito

Los cuatro muchachos volvían caminando sobre la calle oscurecida y mojada.

Aquella calle era tan vieja como el pueblo que atravesaba, por lo que su asfalto estaba agrietado y levantado cada tanto en algunos tramos.

Gastón caminaba cojo de su lado derecho y unos pasos más atrás que los demás.

-¿Como hacemos para entrar a la casa sin las llaves? -preguntó Marcos mirando a su izquierda-.

-No sé -respondió Nando a su lado-, podríamos intentar entrar por una ventana. Si es necesario romper algunos vidrios… -pero no pudo terminar la oración por tropezarse con un pozo de la calle dando unos pasitos rápidos para no caerse de boca.

Los demás se le rieron, incluso Julián, que intercalaba risas con accesos de tos y sangre.

-Uf… ese veneno ya está haciendo efecto -dijo agitado Julián, recuperándose de aquel ataque-.

-Ese no es nuestro único problema -intervino Gastón volviendo la mirada hacia atrás, al camino que dejaban atrás. Los demás hicieron lo mismo, observando detrás de ellos los primeros rayos del sol-. Unos minutos más y ese hijo de puta nos va a fulminar.

Los cuatro muchachos apresuraron el paso al ver al final de la calle por fin su destino, la Casa Roja de tejas blancas.

Mario fue el primero en llegar a la puerta de entrada de la casa. Golpeó repetidamente la puerta, dejando manchas de sangre de sus nudillos.

Julián intentó romper los barrotes de la ventana, pero ya no le quedaban fuerzas ni para mantenerse en pie.

La luz del sol ya estaba sobre sus cabezas, luego cubriendo sus torsos. Los cuatro muchachos cayeron rendidos en la entrada de la casa. Adoloridos, exhalaban sus últimos alientos y raspaban con sus uñas la entrada de la casa.

-Perdón… -alcanzó a escucharse el susurro agonizante de Nando-. Perdón…

El fin les había llegado, el silencio se había hecho entre ellos.

Se escuchó el tintineo de un manojo de llaves al interior de la casa, la puerta se abrió. Era Mónica, la hermana menor de Gastón.

-Chicos, llegaron tarde.