No. No te voy a pedir que no me llames más. No puedo, no llamaste nunca. Mi número lo tenés, te lo di por twitter mientras nos dábamos pie para rompernos la cara. ¿Por qué? No sé, citarse en Segurola y La Habana es divertido indistintamente del motivo. Llovía, yo estaba aburrida y se ve que a vos el clima te afecta bastante. Sólo me escribís cuando llueve. Me hablás de temas más que específicos, que oscilan entre el romance y el chichoneo pero nunca nunca nunca proponen fecha, hora o lugar. Está bien, no tengo drama. Pero no entiendo por qué hablar de vergüenza, de manotazos de ahogado, de hundirse en pozos y todo ese imaginario de la desdicha amorosa cuando apenas hubo un esbozo de interés. No nos conocemos, ni nos hemos visto. Tengo para vos el mismo cuerpo, el mismo volumen que una estampita religiosa finita finita que de casualidad llevás en el bolsillo. Por las dudas. Por si alguna vez precisás rezarle a un dios aparte, sin cara, que puedas amoldar según tu deseo. Deseo, deseo, deseo. Nos propulsamos deseo mediante y acá no hay nafta. ¿Qué tanto te puede gustar lo que no conocés?