Cada vez que salgo a dar una vuelta me encuentro con palomas muertas. Algunas son una masa informe, mitad plumaje mitad carne pegoteada al asfalto, otras son carcasas a medio comer. Últimamente aparecen cada vez más palomas íntegras, como dormidas, sin heridas visibles. Reposan despatarradas en las veredas con una expresión de alivio muy rara. Los diarios porteños calculan cinco muertes por día y todas las veo yo. ¿De qué mueren las palomas impolutas? El carbofurano, veneno letal para toda fauna, está prohibido en Argentina desde 2018. Tengo entendido que en otras provincias colapsan contra vidrios muy limpios, sé que no es el caso: la ciudad está espolvoreada de mugre, sus ventanas también. El calor podría ser, pero justamente aparecieron ahora que bajaron las temperaturas. Bajaron porque llovió durante un martes y medio y, si bien la lluvia fue abundante, faltó fuerza para tirar a más de un pájaro de su nido. El vecino de al lado tampoco es una posibilidad: sale sin falta a la cerrazón, gomera en mano; le desea la muerte a todo el que picotee de su huerta pero sólo logra prender las alarmas de los autos estacionados. A veces pienso en grabarlo infraganti y hacerle una denuncia, igual desisto cuando me lo imagino apuntando a mi balcón en los momentos en que la gata toma sol.
No son las piedras, no son los vidrios, no es el veneno, no es el calor ni la lluvia. Una ominosa sentencia desciende sobre las palomas. Se me ocurrió en un momento sacarle fotos a los cadáveres, armarme una colección de alas que no vuelan, pero la muerte me sorprende cuando no llevo la cámara. Me limito a persignarme, que ante todo son yeta.
Cada día más cursi.