No son tan pocos los capaces de leer el Libro de la Ciencia:
duchos en el arte de los símbolos,
años de estudio les dieron el poder y la humildad
de saberse reyes y peones.
Muchos menos son los que pueden
dictar qué se escribe y qué se borra
(aunque nada queda borrado para siempre).
A ese poder llegaron
por atajos oscuros, conocen otros signos,
practicaron otros sortilegios.
Desde tu cumbre volcánica
giraste la cabeza y viste el Libro.
A tu alrededor se postraban
los siervos elegidos, con los ojos en llamas:
el Labrador avaro, el Enano habituado a la oscuridad
y el Mago que conjura imágenes etéreas.
Agarraste el Libro de la Ciencia y pasaste la mano
por su cubierta antigua.
Lo abriste sin cuidado, examinaste
el índice excesivo.
Capítulo a capítulo lo recorriste
arrancando páginas que tus siervos
recogieron para alimentar
sus ávidas hogueras.
Escritor, periodista y proletario.