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Este volumen, previamente publicado en Amazon, incluye tres cuentos (creo que esta información se veía venir, ya), dos de los cuales forman parte de una serie en proceso sobre la Prueba, un evento que involucra a todos los dioses del universo. Uno de ellos, “Fábula Cero”, que narra el momento culminante de la Prueba, fue premiado en España. El otro iba a ser publicado por la misma editorial como parte de una colección, pero el proyecto no prosperó.
El otro cuento, ensanguchado entre “Bajo las lunas” y “Fábula Cero”, no tiene nada que ver con los otros dos excepto la figura de la diosa. Es el más reciente de los tres y el que, en mi humilde opinión, está mejor escrito.
Aquí, la sinopsis y el inicio de cada una de las narraciones que componen el libro:
BAJO LAS LUNAS
El Día de la Prueba ha comenzado y todos los dioses se enfrentan a muerte a lo largo y ancho del Universo. Al planeta regido por Haiar ha llegado Arcadia, una diosa blanca, pequeña y desnuda. ¿Será tan inofensiva como parece?
Hace días que la observo. Su cuerpo grácil, cada tanto un destello fugaz entre las columnas de mi palacio de piedra, no parece el de una diosa aunque es similar al mío. Ha venido de muy lejos, de otro mundo, y ha recorrido buena parte del planeta hasta llegar a la montaña donde la espero. Más pequeña y blanca que yo, ha debido ocultarse escabulléndose entre la vegetación o aplastándose contra el suelo a la vera de algún arroyo; ya en el palacio, una fortaleza natural de piedra que he modificado a mi gusto, se detiene tras alguna columna o permanece quieta durante horas en medio de un salón desierto, procurando pasar inadvertida. Pero es inútil: he estado detrás de ella, junto a ella, sobre ella y frente a ella sin que lo notara. Por algo soy Haiar, por algo este planeta me pertenece.
EN EL JARDÍN
Mauricio sabe cómo entretener a sus visitantes. Les muestra las maravillas de su salón: la inmensa geoda, el dibujo de Kafka, el manuscrito sumerio, y finalmente la estatua de la diosa, que domina el jardín, tan realista que parece viva. Pero lo extraordinario ocurre cuando los visitantes se van. Es entonces cuando Mauricio y la diosa realmente se encuentran.
Es sólo después de haberles empapado los ojos en las maravillas de la sala (el trozo de piedra con caracteres sumerios, el dibujo dedicado por Kafka, los restos de un satélite estrellado, la geoda del tamaño de un refrigerador) que Mauricio lleva a sus invitados al jardín. Sabe que nada podría prepararlos para lo que allí van a encontrar e invariablemente así es, así lo atestiguan, vez tras vez, los rostros golpeados por la sorpresa, los cuerpos detenidos súbitamente y luego tensos, hormigueantes. Tardan unos segundos en verla porque el jardín es grande y sus miradas se pierden primero en la magnificencia de las fuentes y las avenidas, en el verdor de los macizos salpicados de flores, en la cascada casi silenciosa que disemina un arcoiris de gotitas. Pero olvidan todo cuando la ven.
FÁBULA CERO
Casi todos los dioses del Universo han caído; sólo quedan dos. La batalla final será entre Arcadia y el Arconte, en un planeta desolado. Viejas y nuevas narrativas se entrelazan en este cuento, premiado en 2007 en el certamen «La Revelación», de Ediciones Evohé.
Desde la cima de la montaña la vi flotar hacia mí. Su forma ascendía lenta pero continuamente, mientras la tarde se hundía en fulgores dorados. Iba envuelta en una especie de manto inmaterial, hecho de reflejos, y su vuelo tenía una belleza morosa, de saeta perdida. Ejecutaba una danza que parecía planificada desde el principio de los tiempos; el mundo, en tanto, el mundo entero, parecía esfumarse junto con la claridad del día.
Arcadia.
Su figura contrastaba con la planicie polvorienta que se extendía en todas direcciones. La montaña donde yo la esperaba era cien veces más alta que cualquiera de las colinas desperdigadas por todo el paisaje, que no presentaba ningún signo de vida. Había algunas nubes casi transparentes y, bajo ellas, violentas descargas eléctricas azotaban la tierra. Pero el agua, o todo lo que la recordara, parecía haber desaparecido de aquella región del planeta.
Ahora ella estaba descendiendo sobre la cima de la montaña, junto a la roca que me servía de asiento. Esta roca estaba apoyada sobre una superficie plana de las dimensiones justas para que yo pudiera estirar las piernas y quedara un espacio libre. En ese espacio se posó Arcadia.
¿Qué tenía puesto? No podía distinguir si llevaba realmente algún vestido. Lo que ocultaba su cuerpo eran reflejos y reflejos de reflejos: torbellinos de colores cambiantes, pisándose unos a otros, girando, sucediéndose a toda velocidad. Pero si uno no miraba directamente su atuendo el flujo tenía lugar con una cadencia armoniosa, con lentitud, casi con deleite. La rapidez del ciclo les daba a los reflejos una cualidad brumosa.