lavo mis manos
como un Poncio obligado
a imitar
un acto de pereza
sobre la piel
Las noches se volvieron abrumadoras en sus rituales. Lavarse los dientes, darse una ducha o no, acostarse “sin tocar el teléfono”. Eso es lo me digo todos los días, irme a dormir sin contabilizar noticias ni acumular muertes. Entonces lo pongo debajo de la cama, sobre el suelo de mi habitación sabiendo que a los pocos minutos estará de nuevo en mis manos.
Persigo certezas en artículos científicos, leo números en las noticias; unos corresponden a estadísticas, otros a páginas o a ensayos clínicos. Indago sobre enfermedades previas, cuáles me pregunto. Averiguo nombres. Voy a la sección de avisos fúnebres para aclararlos. Leo algunos de los comentarios que aparecen debajo de la página: dicen que se cuidaron y “el bicho” les entró igual; los critican, aunque ya estén muertos, porque salieron a la calle y no debían; los más vehementes van por un “se la buscaron, eran de riesgo y no hicieron caso”. Prometo no volver a leerlos.
Me detengo en la palabra “riesgo”. Desde marzo que busco un indicio que hable de ella de otro modo. La escribo, trato de entenderla. Me abandono a ese gesto, exploro su signo breve. La “r” me dice lo pesado, casi un eco, como si su prolongación sonora nos aventurara en la duración de lo incierto. La “i” sobreviene golpe al oído, un delgado puñal que atora la vibración desatada de antemano. En ese “es”, a medio camino, descansa la pregunta por el sentido: ¿se trata de algo permanente? Cuando la “g” aparece extiende un límite amable, una desembocadura hacia el vacío que la O contiene.
Creo que de todos, el del cuerpo es el más despiadado. La vulnerabilidad nos vuelve extremos, casi trágicos: un organismo herido, un interior amenazado que no tiene escapatoria. No hay un modo de habitar ese riesgo, sólo se permanece en él como se puede.
Cuando el médico me prescribió el encierro fue muy claro: yo era parte de un grupo al que no estaba muy convencida de pertenecer. Sin embargo, no fue posible salirme de él, como lo hago generalmente con los de wsp a los que me agregan sin preguntarme. Sabía que todo acto riesgoso se tejía con la vida, que no había modo de cortar ese hilo sin entregarla.
Pensaba en el cuerpo, en el mío, que había que aislar para asegurar su supervivencia. Hubiera preferido una cámara con algún sistema que detuviera mis signos vitales, como en las películas de ciencia ficción, y que los reanimara cuando el virus ya no estuviera. Haber transcurrido mi adolescencia durante la dictadura y escuchado de pequeña los relatos de mi abuela polaca sobre los campos de concentración, reavivaba sentimientos hostiles al momento de “quedarme guardada”. Algo similar me ocurría al oír el altoparlante del vehículo municipal que indicaba prohibiciones varias para asegurar el “bien común”. Sentí una vez más que el bien era patrimonial y que estaba muy lejos de lo “común”.
Foto de Carolina Spencer (@caro_la_spencer)
Después siguieron meses poblados de alcoholes y lavandinas en los que desconocí la piel que sangraba por las arrugas de mis manos. Porque estar adentro es oler adentro y en ese olor me desfiguraba, y era un humanoide de una película distópica que huele a ule. Pienso en el sentido del olfato, tan importante en los animales para “olfatear” el peligro y tan destrozado por los químicos en este momento. También pienso que pienso todo esto porque tengo un espacio y un plato de comida que me permite hacerlo. Exploro mis pequeños privilegios y veo al hombre que se sienta todos los días en la puerta del Banco: nadie lo previene porque saben que está sólo y este riesgo forzado es el único que lo sostiene en la vida.
Tengo un balcón al que me animo a salir de vez en cuando. Está en un primer piso y me asegura la distancia suficiente para interactuar «tranquila» con otro humano. La máscara de soldador me la coloco si voy a poner un pie en la vereda o a realizar algún trámite. Me produce cierta tranquilidad salir con ella, aunque no sepa nada de micrones, pulgadas o materiales aislantes.
Parece que ahora el cuerpo es ese lugar inaccesible que hay que guardar para el futuro. Me acuerdo de la película en la que Rita Hayworth hace la danza de los siete velos. También me acuerdo de nosotros “velando” por nuestros cuerpos. Quizás por eso la mirada se envuelve con ellos. Velos hechos de máscaras y pantallas. “¿Qué ves cuando me ves?” dice la canción de Divididos. ¿Cómo serán nuestras miradas cuando esto pase? La vista expone el único sentido con el que es posible arriesgarse. Nunca fue mi favorito.
A veces me detengo y pienso en las hilachas, en las que aparecen desde el comienzo de toda esta situación a la que no puedo aprisionar en una palabra (el prefijo “pan” me aterroriza, como si la lengua tuviera su revés sombrío). Las hilachas de las personas, con mayor o menor grado de responsabilidad, que se muestran desde que comenzamos este “tiempo compartido” al que no le caben los remiendos. También veo las mías, que saltaron un día y se quedaron para acompañarme en el adentro.
Reflexiono sobre los crímenes ejecutados por los estados, los números, las teorías de dominación. Sobre Darwin y Marx. Sobre la idea de salvación y el arca de Noé. Sobre la guerra y los médicos con salarios precarios. Nada asegura el cuidado de un cuerpo, ni del propio ni del otro, pero algo habremos de hacer para encarnar los nuestros, para que la comida sea realmente alimento y llegue a todos, para que el aire nos ayude a respirar, para volver a tocarnos.
No sé cómo el riesgo se redujo a la banalidad de lo cotidiano, al temor por una papa mal lavada o a un bidón de cloro vencido. Podría pensar en una especie de práctica zen para el lavado de verduras o componer un haiku a las hojas de lechuga desinfectadas este mediodía.
Leo en un texto de Lao Tse:
«Se abren puertas y ventanas
en los muros de una casa,
y es el vacío lo que permite habitarla»
Apago la cámara de mi dispositivo.
Foto de Carolina Spencer (@caro_la_spencer)
No entreguemos nuestros cuerpos, no nos arriesguemos a perderlos detrás de sistemas cibernéticos o caricias en el lomo para profundizar la mansedumbre. Los restos, quedémonos con ellos; con los restos de piel, de huesos, de sueños, de pérdidas. Serán los restos que aseguren nuestro devenir. Serán en el deseo.
Susana Lang
ALGO DE MÍ:
Me llamo Susana Lang. Nacida en el conurbano bonaerense, mi infancia y adolescencia transcurrió entre Lanús y Banfield. Viví y me desempeñé como Profesora y Tallerista en distintos lugares del interior de la Pcia. de Bs. As. por más de veinte años. Estudié Letras en la UBA y Creatividad humana y Comunicación en FLACSO. En la actualidad, resido en Tres Arroyos y estoy realizando mi formación como Danzaterapeuta en el Estudio de María Fux. Escribo, soy facilitadora de Clubes de Lectura y coordino el espacio Talleres EN LOS MÁRGENES, donde indagamos acerca de la Escritura, la Literatura y el Cuerpo (@tallereslicsusanalang).