Ustedes habían sido convocados por argumentos que hablaban de derechos; que enarbolaban la bandera de la justicia, deshilachada por desgaste.
Ellos no, nada que ver. Sus antepasados se habían instalado porque sí, nomás. Porque les dio la real gana. Porque así se movieron siempre y así incrementaron sus conquistas. Por la fuerza.
Sólidos, poderosos, artífices de historias donde las apropiaciones y los saqueos no sorprendían a nadie. ¿Quién se atrevería a rebelarse? Años, décadas, siglos de poder. Coronados de gloria.
Ustedes, inexpertos. Dóciles a las caricias, a los buñuelos, a los recreos largos, a los partidos de fútbol en canchas improvisadas.
Ellos, profesionales. Magníficos en la preparación de combatientes. ¿Voluntarios? No, pagos. Entrenados para resguardar la corona. Preparándose por si en una de esas resultara necesario salir a defender algo de todo lo que tenían —y tienen— desparramado por ahí.
Ellos habían elegido esa profesión: guerreros. Cualquiera sabe que semejante profesión no es para cualquiera.
Ustedes, muchachos, arrancados de la escuela, del circo y la calesita, del amor recién nacido, del mate tibio sobre la mesa y la guitarra en el rincón, de las ganas de ver el mundial de fútbol que se venía. Obligados a sumarse a las armas y a la lucha.
«¡Si quieren venir, que vengan!» ¿Y nosotros? Nosotros ovacionamos en la plaza mientras comentábamos el fixture de España 82.
Ustedes no eligieron el combate. No lo hubieran elegido nunca, pero no les quedó otra. ¿Entrenamiento? ¿Aptitud física? Olvidate.
Ellos, la satisfacción de cumplir con el deber y un “ya vuelvo” que quizá tembló en algunos labios, pero apaciguado por la certeza de que a eso se dedicaban. El cuerpo y la cabeza siempre listos, por si acaso…
Ustedes, un “no quiero que vayas” —como si hubiera alcanzado— flameando en los oídos; algún poema en un bolsillo, la Virgen María en la estampita, o quizá la Difunta Correa o el Gauchito.
Ellos entonaban estrofas de envalentonamiento, marchas militares de esas que segregan dosis de euforia y lealtad a la reina.
Ustedes recorrían las estrofas de Atahualpa: hermanita, vuelve a casa. Y la marcha que habían aprendido en la escuela, tras su manto de neblina no las hemos de olvidar.
Ellos se sorprendieron, claro, de la osadía.
Se sacudieron las pelusas de los trajes de guerra, se calzaron los botines impermeables, afilaron los colmillos. Tenían las de ganar: aliados, poder, experiencia.
Ustedes venían de transitar la infancia en un país atravesado por la oscuridad, los derechos humanos barridos por la peor de las escobas. Ciudadanos desaparecidos, bocas cerradas, tapa tapita tapón. Mugre y sangre debajo de la alfombra. Tenían las de perder.
Ellos expertos, ricos del hemisferio de arriba.
Ustedes con presupuesto mínimo, donde no faltaron dádivas ingenuas: la pulsera de la abuela, el anillo de mamá, el prendedor de la tía Rosa. Algunas de esas se perdieron vaya a saber dónde.
A ellos les sobraban las provisiones.
Ustedes meta buscar los chocolates que algunos caritativos enviaron para que pudieran batallar contra el frío y el hambre. Pero cómo batallar contra el miedo.
Hubieran querido hacer algo más. Hubieran querido…
En la línea del tiempo histórico universal el hecho resulta insignificante, casi invisible. En la línea del tiempo de cada uno de ustedes marcó un antes y un después desgarrador.
Ustedes, ellos, nosotros… Y ese manto de neblina.